Mariana Travacio, poco importa el género que aborde, demuestra que la buena escritura es una forma de posesión, no demoníaca, sino literaria e inmune a cualquier exorcismo. O, para no entrar en el resbaladizo terreno de ideas medievales que evocan hogueras y brujas, podría decirse que es una suerte de ventriloquia múltiple, como si quien escribe estuviera habitado por distintas voces que se encarnan en el texto de un modo tan genuino y con tanta independencia que el ventrílocuo termina por disolverse y desaparecer. Claro que para que ese acto de ventriloquia resulte natural, hay que dominar los secretos del oficio. Todos estamos habitados por voces, pero no todos sabemos externarlas para que construyan su propia vida fuera de la secreta región interior en que los alojamos. «Yo escribo tirando del hilo de una voz», afirma la escritora.

En esta oportunidad, esas voces encarnaron en Me verás caer, un libro de cuentos. Especificar el género es casi obligatorio porque resulta tranquilizador. Lo inclasificable, en cambio, siempre inquieta. Hecha esta salvedad, es preciso decir que los cinco relatos que constituyen el libro no siempre obedecen a las despóticas exigencias del género y cruzan las fronteras. A veces, las mujeres que los protagonizan migran de uno a otro; algunas historias, aunque independientes, parecen tener voluntad de ser novela y hacen que el libro pueda ser leído como una unidad. A todos los relatos los une la presencia femenina y sobre todo, una lengua extrañada que da cuenta de que la escritura nace de una manera también extrañada de mirar el mundo, de una mirada en la que brilla la luz del asombro perdido.

Me verás caer es un libro de cuentos que se relacionan a veces entre sí, aunque puedan leerse de manera independiente. Alguno incluso se podría considerar una nouvelle… De modo que son difíciles de encasillar en un género, lo que no hay por qué hacer. Se trata de una hibridación. ¿Los pensaste así a priori?

–Es cierto, los géneros se hibridan. Me gusta lo que decís y me recuerda que Brenda Navarro, que presentó el libro, comenzó tratando de ubicarlo en un género y finalmente dijo «para mí es una novela narrada a cuentos», porque hay personajes de un cuento que reaparecen en otros. Yo no lo pensé de una manera determinada. Lo que me pasó fue que durante el proceso de escritura, en los tres primeros relatos sentí que estaba presentando una serie de postales, de momentos en las vidas de estos personajes y me pregunté qué habrá sido de ellos, después. Entonces tuve necesidad de seguir explorando en el papel cómo habían sido esas historias que quedaron afuera, porque aunque los cuentos son largos, me resultaron cortos. Por eso, en el cuarto, «Últimos rastros», se da el encuentro de Elena y Blanca Nieves y el último retoma la madre del primer cuento.

–Además, el libro tiene una estructura circular. ¿Eso es producto de la edición o fue algo buscado?

–No fue algo buscado, los cuentos figuran en el orden en que fueron escritos en una circunstancia muy especial. Me sucedió que me quebré una rodilla y me operaron de la rótula. Fue una operación terrible y estuve seis meses postrada en la cama. Yo nunca había escrito sobre el dolor físico. Me verás caer fue íntegramente escrito durante mi recuperación, en posición horizontal, con una computadora puesta sobre una mesita que me habían traído para escribir en la cama. Escribí de corrido y en el orden en que aparecen los cuentos en el libro. La cuestión estructural a la que te referís, puedo pensarla a posteriori, no mientras lo escribía, porque fue un libro hecho con mucha intensidad. Cuando se escribe un libro de cuentos no se mantiene siempre la misma energía, pero en este caso fue distinto. Fue como una catarata que no podía detener. Los dolores eran tan fuertes que tuve que tomar opiáceos. Tenía la respiración entrecortada, por lo que en la edición en lo que más nos detuvimos fue en la puntuación de los textos que resultó bastante extraña. Creo que fue producto de las condiciones materiales de producción. La estructura termina siendo circular por el mismo motivo, porque los cuentos fueron escritos durante ese proceso posoperatorio.

–¿Y cuál fue el disparador de ese libro?

–El poema de Beatriz Vignoli que está en el acápite del libro: «Si te dicen que caí,/no vengas/a enseñarme aerodinámica revisionista./No me cuentes de los que cayeron venciendo…». Es que escribí desde la rabia. Me daba bronca estar en la cama tanto tiempo, haberme roto la rodilla. Es un libro escrito con cierta urgencia. Siempre en las redes estamos espléndidas y este libro fue como un permiso para escribirnos rotas. Pude hacer la gira por España para presentarlo de casualidad. Tanto Quebrada como Me verás caer fueron escritos antes de que me cayera y me quebrara. Un periodista me dijo «parece que metabolizás lo que escribís». Será así. Por algo Roberto Bolaño decía que la literatura es peligrosa (risas).

–En los cuentos aparecen mujeres y el hombre está puesto en el lugar del daño, pero nunca aparece. ¿Esto fue algo espontáneo?

–Supongo que sí, porque yo no suelo escribir jamás con un plan. Siempre escribo tirando del hilo de una voz. La historia proviene de la sintaxis, de la gramática de esa voz. Yo voy atrás de los personajes preguntándoles siempre ahora qué hacemos, para dónde vamos. Como dije, no había un plan pero quizá sí cierta intencionalidad, al menos a partir de esa situación que me hacía escribir desde un estado  de dolor.

–¿Cuál era esa intencionalidad?

–Habilitar que aparecieran historias a partir de momentos de la vida que implican un punto de inflexión, a partir de momentos en que, a diferencia de los 20, cuando el horizonte está tan lejos que nos sentimos inmortales, el horizonte está ya un poco más pegado a las costillas. Ese momento de ruptura, esa modificación, ese cambio en la vida de esas mujeres es como si las obligara a pensar qué hago con lo que me queda por delante a partir de esto que soy hoy, de este punto al que llegué. Son historias de mujeres que están en una etapa de la vida en que ya hay algo transitado o lo que les queda por transitar ya no es tanto. A pesar de las adversidades, no se quedan en la cama llorando sus penas y malestares, sino que tienden a hacer algo con eso que tienen, con eso que son. Quizá después les va mal con la decisión que toman, pero tratan de hacer algo. A veces lo hacen vinculándose con otras y tal vez ahí hay algo de abrazo, de a ratos, precario, pero abrazo al fin.

–Quizá si no supiera que sos argentina, a partir de tus novelas y de tus cuentos pensaría que sos mexicana o de otro lugar de América Latina. Siento una cadencia en lo que escribís que, por momentos, me recuerda a Rulfo, aunque no tenga nada que ver con él. Hay una extranjería, un extrañamiento en tu lenguaje, como si escribieras poseída por una mujer que tiene una cadencia rulfiana.

–Hay varias cosas en torno a esto. Respecto de la extranjería, nací en Argentina, pero fui criada en Brasil, en un liceo francés, y el español me lo apropié de más grande. Entonces siempre he tenido una  sensación de extranjería dentro de mi lengua madre. A esto se suma que para escribir primero tenés que apropiarte de una lengua. Al mismo tiempo, si querés producir una novedad en la lengua, luego de apropiarte de una tenés que romper con ella, como decía Deleuze. Si hay una novedad en la lengua es por ruptura y por creación sintáctica, de eso se trata un poco el trabajo de la escritura, porque la lengua no nos alcanza para decir lo que queremos decir. Enrique Lihn, el poeta chileno, tiene un poema que dice: «nada tiene que ver el dolor con el dolor,/ nada tiene que ver la desesperación con la desesperación./Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas/, No hay nombres en la zona muda». Querés decir algo y sabés que las palabras no te van a alcanzar. Entonces no te queda más que trabajarlas, como decía Pascal Quignard, con un mazo y un cincel. Cuando aparece una voz con una cadencia, con un extrañamiento, yo veo un personaje al que puedo seguir, pero en realidad se trata de  la excusa para poder escuchar la música de esa voz y que la música de esa voz me lleve a la vida de esa persona. Una voz es una cosmovisión y va a producir algo en el texto que es a lo que a mí me interesa indagar. Siempre hay en eso algo que tiene que ver con una extranjería, con perplejizarnos. Si diéramos el mundo por sabido, si no nos perplejizáramos y los personajes tampoco lo hicieran, no se produciría ningún cambio en el texto. Es algo lúdico y, también, de trabajo. Pero, además, es una realidad que uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede. Cuando escribimos, lo hacemos con todo el acervo que nos compone. Hay momentos en la vida lectora en que te fascinás con la literatura. Yo me deslumbro con la gramática que tienen ciertas plumas que me hace decir: ah, se podía escribir así. Esas voces y cadencias a que te referís son una suerte de murmullo que uno lleva dentro, una especie de gramática que te va conformando al igual que las gramáticas infantiles, las cadencias, las músicas, las cosas que vamos escuchando. Todo eso compone una gramática singularísima y a la hora de escribir nos vamos a servir de ella. Es difícil no escribir con todo lo que nos compone.

–A veces se dice ingenuamente que el lenguaje es «una expresión del pensamiento». Sin embargo, no dominamos el lenguaje, él nos domina a nosotros.

–Claro, «somos hablados» por el lenguaje y no podemos siquiera pensar por fuera de él. Eso es muy limitante, pero a la vez, paradójicamente, el lenguaje lo es todo porque no podemos pensar sin él. Cuando trabajás con la lengua, esa limitación resulta tremenda. Porque hay algo, podríamos decir, que son las emociones, «la cosa», lo innombrable, lo que no está hecho de lenguaje que querés abordar, pero no podés más que bordearlo, que rozarlo con las palabras porque es inaprehensible. Y esa es la batalla de la literatura y del arte en general: querer nombrar lo innombrable. Como decía Lihn, «no hay nombres en la zona muda», pero uno quiere ponerle nombres a lo indecible. Bolaño decía que la literatura se parece a la pelea de los samuráis, porque un samurai no pelea contra otro samurai, sino contra un monstruo y sabe de antemano que será derrotado. Saber que serás derrotado e igual salir a pelear, eso es la literatura. 

Mujeres a la intemperie

Si tuviera que definir Me verás caer diría, entre otras cosas, que es un libro sobre el vivir a la intemperie. Más que la casa como refugio aparece el paisaje desnudo, o el cemento no resguarda lo suficiente. ¿Vos lo ves así?

–Sí. Retomando lo que dije al comienzo, las mujeres de este libro están en un momento de la vida de bastante intemperie. No se sienten cobijadas o, en todo caso, la casa simbólica que han construido se les está desmoronando o está ya desmoronada. En la vida uno, a veces, se arma de un caparazón y siente la ilusión de que se cobijó, de que ya tiene la casa, la cueva, y está a salvo. Pero esa cueva, por diversas razones, a estas mujeres se les derrumbó y dan manotazos de ahogado para tratar de armarse una nueva, un nuevo ranchito, una nueva ilusión, un nuevo camino, un nuevo devenir.

–A pesar de que son conscientes de que están a la intemperie.

–Es que la sensación de intemperie es siempre subjetiva. La podés sentir estando dentro de un castillo. Cuando sos joven pensás «vamos a ser felices», creés que te vas a comer la vida. Pasados los años, a veces, se mira hacia atrás y el tiempo verbal cambia: «íbamos» a ser felices. La existencia no es color de rosa como creímos y hay que aprender a lidiar con esas intemperies, hay que aprender a exigirle menos a la vida.