MarianaTravacio tiene una escritura hipnótica. Esta afirmación no es una frase hecha. Todo  lector puede comprobarlo de manera muy sencilla. Basta con abrir su última novela, Quebrada (Tusquets), para comprobarlo. Al llegar aproximadamente a la quinta línea, el universo cotidiano comenzará a esfumarse y una fuerza imperceptible lo arrojará a un mundo nuevo del que le será imposible salir. Las inevitables interrupciones del celular le resultarán insoportables y las obligaciones diarias, más tediosas que nunca. Lo mismo le sucederá si hace la experiencia con su novela anterior Como si existiese el perdón. Ambas comparten personajes pero, sobre todo, comparten un ritmo narrativo, un clima, una manera de narrar que construyen un mundo paralelo.

Si en el siglo pasado John L. Austin demostró el valor performativo de la palabra en sus clases de Harvard reunidas en un libro cuyo hermoso título, Cómo hacer cosas con palabras, podría hacer pensar más en un poemario que un texto sobre filosofía del lenguaje, Travacio confirma mucho tiempo después que Austin tenía razón, que decir es hacer, que las palabras son acciones y que, como tales, sirven para distintos propósitos. En su caso, para construir universos que están fuera del tiempo y del espacio y que tienen una fuerza arrolladora capaz de trasladar al lector a  un paisaje calcinante, pura piedra, calor y sequía sin recurrir a ningún tipo de artilugio tecnológico. Es  que para construir mundos bastan las palabras a condición de que quien escribe tenga la suficiente confianza en el verbo como para dejarse guiar por ellas y correr el riesgo de llegar tan lejos como ellas decidan llegar.

Tanto Quebrada, como tu novela anterior, Como si existiese el perdón, tienen un ritmo muy de Juan Rulfo. ¿Reconocés esa cadencia?

-Como lectora me cuelgo desde los textos desde ese lugar, desde la cadencia. Entonces lo que me sucede cuando escribo es que lo que tiene que aparecerme antes que nada para construir una atmósfera, un universo es una voz que me permita tirar del hilo. La voz de Lina, que es quien abre Quebrada, tiene un origen lejano. En 2017 o 2018 yo separo una nota aparecida en un diario en la que habían entrevistado a una maestra rural que había tenido un accidente justamente en una quebrada.Ella iba con su burro a la escuela que estaba lejos de su casa y tuvo un accidente. No recuerdo qué le había pasado pero sí recuerdo frases de esa entrevista que tenían una cadencia, una musicalidad, una gramática tan peculiar  que yo tomé nota. Recuerdo  una frase que puse en la novela que decía algo así como “y yo que me andaba llevando a las patadas con diosito y tanto que le recé…” En una circunstancia de tanta desesperación, de estar sola en medio de la quebrada ella necesitaba a Dios por lo que la frase terminaba con que Dios la había salvado. Cuando estaba por comenzar mi última novela, revisé las notas que había tomado.

-¿Y cómo comenzaste a escribirla?

-Por el segundo relato, no por el primero. Fue en 2019 y yo estaba en el nordeste de Brasil y surgió de una imagen. Vi a un hombre extremadamente delgado, con un sombrero de paja, una camisa a cuadros  de manga corta que caminaba como a los tumbos, como tropezándose con la vida. Era tan delgado que parecía puro alambre y piel. Era una imagen muy fuerte que me quedó grabada.

-Es el relato de Rulfino.

-Exacto. Ese es el que empiezo primero. Cuando sigo escribiendo me pregunto quién es ese hombre que aparece ahí y en algún momento me acuerdo de las notas que había tomado de esta maestra rural y ahí a comencé el relato de Lina Ramos y Relicario Cruz, pero montada en la voz de ella. Borges decía que cuando uno tiene la voz de un personaje, ya tiene su destino. Y a mí me pasa eso cuando escribo, cuando encuentro una voz que me llama, que me interpela, ya el personaje adquiere tres dimensiones. Lo veo de pie, con su cabeza, su realidad, su mundo. Siento a veces que voy un poco atrás de ellos, que no puedo hacer lo que se me cante, que tengo que seguirlos. Eso me pasó con la escritura de las dos novelas. Cuando apareció la voz de Manoel en Como si existiese el perdón, que también nació de una imagen que vi en Brasil, tuve que seguirla. Es en ese momento que la escritura me llega como algo auditivo. Cuando está la voz, está todo. Luego voy transitando ese hábitat y esos personajes.

Tus novelas no se pueden dejar de leer no porque uno quiera saber qué pasa. No es un suspenso de policial. Lo que atrapa es el clima, el mundo que ofrece que hace que el “argumento” sea lo menos importante. Por lo menos esa fue mi experiencia de lectora.

-Entonces sos de las mías. Cuando me fascina un texto me olvido de lo que me está contando. Avanzo  como hipnotizada, como encantada y a veces me olvido la trama. Rulfo decía que las peripecias dentro de una novela o de cualquier otro texto son las mismas que se vienen narrando desde siempre. Siempre escribimos sobre lo mismo, sobre el amor, la vida y la muerte. No hay más temas en literatura, la cuestión es cómo los tratamos.

Es que cuando el escritor va descubriendo en el transcurso de una narración, ese descubrimiento paulatino se lo transmite al lector. Cuando se tiene todo planificado solo queda llenar casilleros y me parece que el lector no tiene sorpresas.

-Es cierto. Yo siempre escribí tirando del hilo y lo que siempre me gustó es esa dimensión de descubrimiento que se da en el mientras tanto de la escritura, lo que por momentos es angustiante porque hay que sostenerse en el no saber qué va a pasar para poder avanzar. Es como ir prendiendo fosforitos para ver qué es lo que sucede en la escena siguiente. Cuando asistí a diversos talleres literarios, traté de sentarme a escribir con un plan porque me decían que un escritor es más libre cuanto más sabe. En ese camino de escribir sabiendo, me aburrí. Era como vos decís, había que rellenar casilleros. No entendía qué gracia podía tener la escritura si ya sabía lo que iba a pasar. Para mi escribir es descubrir en el mientras tanto de la escritura lo que les pasa a los personajes.

¿Es como cuando un chico rompe un juguete para descubrir cómo está hecho?

-Exactamente. Lo que decís me recuerda un ensayo de Stevenson sobre estilos literarios donde él planteaba que cuando uno intenta dar cuenta, explicar el proceso literario actúa como el mago que revela el truco, lo despanzurra para ver ese mecanismo de poleas que hace funcionar el juguete. Pero, en ese intento, no hace más que destruirlo, porque la explicación no está en esas poleas, siempre hay detrás una alquimia. Borges decía refiriéndose a la poesía que la creación poética es misteriosa. Uno puede analizar, estudiar por qué un texto que nos ha deslumbrado, puede encontrar el punto de vista, el narrador, los recursos literarios que se usaron. Pero eso no da cuenta del texto, no da cuenta de la magia que nos produce. No es de ese modo que vamos a encontrar la “pócima mágica”.  Si no, sería muy fácil. La escritura tiene algo de artesanal y funciona caso por caso. Un recurso literario que funciona en el interior de un texto, lo aplicás a otro y no funciona porque un recurso determinado funciona en la singularidad de un texto específico.

-¿Cada texto te impone su propia lógica?

-Claro, exactamente. Cada texto es un ente autárquico que responde a su lógica, a sus reglas. Recuerdo unas entrevistas a escritores en las que preguntaban si escribir era un oficio acumulativo que resulta más fácil cuanto más se lo practica. La mayoría contestó que no, porque el texto nuevo te va a plantear nuevos problemas a resolver. Cada texto es como un empezar de nuevo. Nabokov planteaba algo así. Decía que la literatura comenzó a existir el día que apareció un niño gritando por el bosque  ¡un lobo!, ¡un lobo! sin ningún lobo que le pisara los talones. Lo que a mí me resulta atractivo del acto de escribir es que siempre me plantee un desafío nuevo.

Quebrada tiene una dualidad. Hay un paisaje preciso. Sin embargo, al mismo tiempo, es un espacio que no está ubicado en ninguna parte, sino que es literario. Lo mismo sucede en Como si existiese el perdón. ¿Esto fue una decisión?

Sí, esta fue una decisión narrativa. Me ocupé de que en ninguna de las dos novelas hubiera marcas geográficas ni temporales para queel territorio fuera un espacio ficcional que promoviera lo que tuviera que pasar allí. Me han preguntado si yo me documentaba antes de escribir y, en realidad, a mí me gusta autocartografiar el espacio independientemente de lo cartografiable de la realidad. Por eso, por momentos terminan siendo espacios un poco oníricos.

Creo que la ausencia de esas referencias hace a la novela más literaria, más mítica.

-Sí, me alegra que lo hayas visto. En Como si existiese el perdón apareció una cabra. De pronto me vi investigando cuánto vivía una cabra  para ser coherente con la narración. Pero aborté todo. Qué importa cuánto vive una cabra, si lo importante era que “mi” cabra viviera lo que necesitaba la novela.

Como en Zama, de Antonio Di Benedetto, vos inventás una lengua que es la que necesita la novela.

-Eso es un gran elogio. Tengo una amiga que dice que para escribir lo que hace falta es no perder nunca la perplejidad de la mirada, mirar el mundo como si lo hicieras por primera vez. Pero quienes escribimos trabajamos con un material que está muy desgastado. Es el mismo con el que vamos a comprar un tomate a la verdulería, el mismo con que hablamos con nuestra tía, el mismo con que venimos escribiendo desde hace mucho tiempo. Entonces hay muchos lugares comunes, muchas construcciones gramaticales gastadas. Pero la literatura es un asombro del lenguaje. El trabajo literario consiste en eso, en tratar de doblegar al lenguaje para hacerlo decir aquello que sabemos que no va a poder decir del todo.

Foto: Alejandro Jandry

Saber o no saber, esa es la cuestión

-Javier Marías, cuyos libros son larguísimos y tiene frases de 15 líneas, es como vos, de los escritores que “tiran del hilo”. Dice que se sienta a escribir las novelas sin saber bien hacia dónde va. Yo le creo, pero mucha gente dice que no se lo cree, dada la extensión y complejidad de lo que escribe.

–Yo también se lo creo. Hay muchos consejos de escritores famosos respecto de cómo escribir como, por ejemplo, el Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga. Abelardo Castillo, a quien respeto y me gusta, escribió Mínimas para un escritor. Yo estuve en un debate sobre cuánto sabe o no sabe el escritor que está escribiendo algo. Incluso Marguerite Duras decía que ella no lo sabía y que, de hecho, si ella no hacía un descubrimiento en la escritura, nadie más iba a descubrir algo en ese texto. Castillo, en cambio, decía que a un novelista que va por la página 150 no le podés creer que no sepa hacia dónde va. Él discutía mucho esa idea y lo que decía es que a lo mejor, ese escritor no sabía que no sabía, pero que, en definitiva, lo sabía. Pero, si hablamos de la dimensión del inconsciente podríamos decir que, en última instancia, el que no sabe es alguien que va descubriendo de otra manera. Por eso, como vos, le creo a Javier Marías.