Si algo queda claro luego de leer la última novela de Santiago Roncagliolo, Y líbranos del mal (Seix Barral), es que el tiempo pasado es solo un artilugio de la gramática del castellano que nos hace ver que lo que ya vivimos está junto a los trastos viejos en el desván del ayer. Para algunas lenguas indígenas, en cambio, el pasado es lo que está delante de nosotros, mientras que el presente es lo que está detrás. Y quizá, como lo muestra Roncagliolo, esta sea una visión más acertada: el pasado está en nuestro presente, lo asedia, lo condiciona y lo invade hasta constituirse en nuestra propia identidad.

Como si el pasado fuera un veneno, los personajes de la historia oscura que se narra en Y líbranos del mal suponen que el silencio puede ser un antídoto. Pero el silencio tiene su propia voz y no renuncia a gritar lo que se pretende callar, en este caso, una historia de abusos ocurridos en una elitista comunidad cristiana de Perú, la tierra de origen del autor. Esta historia atravesará las generaciones para ir de los líderes de esa comunidad a los adolescentes que la conformaron hasta irrumpir en Jimmy, el hijo de uno de esos adolescentes que, de adulto, decide radicarse en los Estados Unidos, como si la distancia fuera la versión geográfica del silencio.

El autor conoció esa historia de cerca. Sin embargo, no eligió escribir a partir de ella un texto periodístico –el periodismo es otro de sus varios oficios– sino de ficción, porque, como dice al comienzo, “quizá la única forma de contar los hechos verdaderos sea salpicarlos de mentiras”. Lo narrado no se reduce a un caso individual y aislado, sino que tiene implicancias políticas y sociales, porque “el abuso no es solo una cuestión de sexo, sino una cuestión de poder”.

El secreto de la familia de tu novela es un secreto con el que es imposible convivir. ¿Todas las familias tienen secretos?

–Bueno, en los últimos años de mi padre antes de su fallecimiento sabíamos que había cosas de las que ya no íbamos a hablar. Sabíamos que él no iba a estar aquí siempre y que el silencio era la mejor manera de aprovechar lo que nos quedaba juntos. Creo que las familias necesitan los silencios. Pero, tal como dices, el silencio de la familia de mi novela es mucho más brutal y atroz. Por eso ha hecho explotar a la familia en tres direcciones. La mayor, Mama Tita, se queda en el país rodeada de todos sus secretos  como si viviese en una cristalería donde hay un elefante que va por ahí rompiendo todo y ella trata de fingir que no está. Sebastián, su hijo, decide fingir que lo que ocurrió no ocurrió y eso parece más fácil cuando eres un emigrante porque pone tierra de por medio, decide que hay una parte de su vida que no sucedió y no se acerca a nadie que pueda devolvérsela.  Jimmy, el hijo de Sebastián, no sabe nada de eso y no sabe que no lo sabe, hay una parte de su vida que está en la sombra. Nosotros somos nuestro pasado. Incluso el pasado de nuestros padres es también nuestro pasado, por lo que si ahí hay sombras, hay pasos que no puedes dar, no puedes avanzar. Él atraviesa los puntos entre los dos anteriores y hace colapsar dos universos.

El procedimiento de la novela reproduce el silencio de los personajes. Supongo que debe ser difícil escribir un texto largo en el que nunca nada está dicho del todo.

–Esa es una cualidad muy limeña. Somos unos magos en no llegar nunca al punto (risas). Estructuralmente es muy similar al modo en que yo me acerqué a una historia parecida en mi entorno en Lima: nunca llegabas a terminar de entender. Nadie terminaba de decir la verdad porque era demasiado bochornosa y destructiva no solamente para las familias, sino también para el colegio, para el barrio, para la clase social. Por eso no quise asumir un punto de vista omnisciente ni tampoco el punto de vista de quienes habían realizado esos hechos, el punto de vista del mal. Solamente podía acercarme a la historia con los ojos de este chico que nunca termina de ver al monstruo, sino que se le van abriendo ventanitas y resquicios por los cuales ve pedacitos de lo que ha ocurrido y tiene que construir con su propia imaginación cómo se conectan esos puntos. Es lo que tuve que hacer yo al escribir la novela y me pareció interesante llevar a través de Jimmy ese juego al lector, que el silencio fuera parte de la novela y te condujera a través de ella.  Los lectores también deciden muchas de las cosas que pasan detrás de las puertas, de las relaciones que hay entre los personajes. Y en la mayoría de los casos deciden todos lo mismo (risas). Algunos deciden cosas diferentes. Uno me dijo algo que me impactó mucho: “Al final lo que va encontrar Jimmy es una historia de amor”. En cualquier otro lugar esa historia de amor habría sido cotidiana para sus protagonistas, pero se produce en el infierno y allí era veneno. Me gusta cuando los lectores completan la novela por mí porque yo mismo no sé muchas de las respuestas.

Paradójicamente, es una novela coral sobre el silencio. Habla sobre lo que no se dice.

–Ese era el reto técnico. Estoy tocando un tema muy escabroso y no quiero ser repugnante ni tampoco que haya regodeos, no quiero hacer publicidad detrás de lo que ocurre. Necesitaba que tú lo supieses sin necesidad de decírtelo, porque además eso es de lo que hablo, de gente que sabe cosas y no las dice, de gente que no sabe cómo se llama lo que le pasa, que nunca ha escuchado el nombre de lo que le ocurre. Me impresionaba la historia del chico que está en el libro y que nunca supo lo que le había pasado. Luego de muchos años, tuvo una pareja a la que le dijo “te voy a enseñar yoga” y la pareja le contestó “eso no es yoga, eso es sexo”. Todos los que están en la comunidad de la que habla la novela necesitan amor con desesperación y la comunidad llama amor a algo que es todo lo contrario. Si no conoces el amor, lo confundes con cualquier cosa.

Creo que la madre de Jimmy, aun sabiendo, va a continuar la misma historia de otra manera.

–Mi teoría es que a esa mujer, como al propio Jimmy, toda su vida le ha cambiado. La gente que amaba no es la que creía que era y entonces no sabe quién es. Esto es algo que me fascina: cómo nuestra identidad depende de la gente que nos rodea. Somos espejos aunque sea para deformarlos, y cuando ellos mienten, también nosotros somos una mentira. Y ahí cada uno se salva como puede. Ella reacciona dejando atrás una parte de su vida y eso implica dejar atrás a Jimmy.

¿La madre no sabía? No podía ignorar. Aquello sobre lo que se guarda silencio siempre está presente.

–Está todo el tiempo, pero también hay cosas que decidimos no escuchar. Hay una escena en que Mama Tita está mirando la tele y repitiendo frente a las noticias las mismas cosas que repite desde hace 30 años para no tener que escuchar lo que le dicen las noticias. Muchos de los chicos de la comunidad de Sebastián no quieren sospechar lo que está ocurriendo. Uno se autoengaña y me interesaba hablar de eso porque creo que en esta sociedad cada uno se encierra en su secta ideológica o de cualquier tipo para no tener que escuchar a nadie más.

–¿Los que pueden hablar y no hablan no son cómplices?

–Es que el abuso es un daño que te hace alguien que te dice que te quiere y cuyo amor está consagrado por muchas instituciones: la familia, el colegio, el vecindario, la sociedad, el trabajo, la clase social. De modo que denunciarlo implica discutir a toda la comunidad. Es más fácil callar y entonces el silencio hace cómplice a toda la comunidad. El caso que sucedió cerca de mí fue algo que sucedió durante años, pero la gente que vivía cerca de ahí no decía nada. Había un código de silencio que forma parte de un código muy militar. Ese grupo se inspiraba mucho en la Falange, en Primo de Rivera. Se manejaba con el mecanismo básico de la secta: sus miembros son importantes y van a salvar el mundo, pero no todo el mundo los va a entender, por eso no puedes hablar y esa sensación te hace aislarte y te deja a merced de la secta.

¿Era tu propósito cuestionar también roles muy sacralizados como el de la maternidad y la paternidad?

–Mi novela anterior, La noche de los alfileres, también hablaba de adolescentes cuyos modelos, sobre todo paternos, son débiles. Cuando eres adolescente solo tienes de modelo los adultos que están en tu casa y, si son débiles o ausentes, tienes que buscar otros modelos. En este caso, Sebastián lo busca en la comunidad religiosa. Quizá en el fondo soy un escritor muy católico, me interesan temas muy católicos: el bien y el mal, la figura del padre, la culpa. Estoy impactado de lo católico que he resultado (risas). Si vas a escribir algo inquietante, la religión siempre te da material.

Aunque la historia hable de un caso en particular, hay un fondo político en la novela.

–Sí, hay un contexto político y social. La gente como Sebastián pertenece a una clase social que aún existe en toda América Latina, donde las sociedades son muy desiguales. Las clases altas viven acorazadas, levantan muros en sus casas, ponen a sus hijos en colegios a salvo del resto y viven en barrios separados. Funcionan como una gran secta y, normalmente, estas clases son católicas. Si eres conservador, es porque tienes algo que conservar. Por eso creen que tienen la convicción de que tienen que salvar a los suyos del mundo, creen que los suyos son el mundo porque es el único mundo que han visto.

En la novela está muy marcado el color de la piel. ¿Coinciden totalmente el color y la clase social en Perú?

–Sí. La primera vez que viajé a Argentina me sorprendió ver que había rubios pobres. Dentro de mi cabeza eso no formaba parte de las posibilidades. Los chicos de la comunidad de la que hablo pertenecen a una clase que, si se sabe lo que pasa, tiene el poder para silenciarlo. La historia arranca cuando aparece la voz de Jimmy, que es una voz parecida a la mía. Crecí en México, vivo en Barcelona y llevo en España como 20 años. Estoy desde hace mucho fuera de Perú. Como él, soy un poco extranjero en todas partes.

Una novela objetada

«Lo que más me ha sorprendido con esta novela –dice el autor– es que hubo una cadena de librerías en México que no quería distribuirla. Periodistas digitales me decían que, dado el texto que había escrito, el algoritmo reduciría la posibilidad de ventas. Hay miles de pequeños vetos para las cosas que podemos leer, para las cosas que podemos saber y, por lo tanto, para las cosas que podemos pensar. Estos vetos vienen hasta de la tecnología, de las plataformas de venta, de sitios que no se te habían ocurrido. No somos muy conscientes de cuánto no nos dejan pensar. La nueva clase media de América Latina ha hecho a la gente más progresista o más ‘moderna’ por decirlo ‘en rápido’. Pero ciertas libertades también generan miedo en otros sectores. Las sociedades en las que yo más veo avanzar la identidad sexual de las mujeres también tienen grupos de extrema derecha importantes. Siempre hay un sector social al que le da miedo la gente diferente, por ejemplo en lo sexual, o le dan miedo los extranjeros. El miedo a la diferencia es muy fuerte y cuanto más trata la diferencia de hacerse visible y de ejercer su derecho a existir, más agredido se siente el sector que desea vivir entre iguales. Lo de México tuvo un final feliz. Que me digan que mi novela es tan inquietante que no se puede vender para mí es un elogio. Publiqué un deshago en las redes y los lectores comenzaron a montar en ellas un movimiento de presión. Se sumaron miles y después comenzaron a sumarse la prensa mexicana y la internacional, así que la tienda hizo un pedido (risas). No puedes obligar a la tienda a vender algo, pero los consumidores tienen derecho a saber qué es lo que no van a encontrar.»