¿Por qué viajar suele ser un sueño tan generalizado? El filósofo francés Michel Onfray tiene una probable respuesta. “No se hace uno un nómada impenitente si no es instruido en propia carne, en las horas en que el vientre materno es redondo como un globo, un mapamundi” dice en Teoría del viaje. Poética de la geografía (Taurus), que apareció en Francia en 2007 y que recientemente fue traducido al castellano. “Toda genealogía –agrega- se pierde en las tibias aguas de un líquido amniótico.” Siguiendo su filosofía podría decirse que en un principio fue el viaje porque en un principio fue el cuerpo. Si algún deseo recorre todos sus libros es, precisamente, el de colocar el cuerpo en el origen de toda experiencia, en el centro mismo de la Filosofía que tanto lo ha escamoteado a lo largo de su historia. “Con el proceso de hominización se desarrolla una moral y con ella una cultura de odio del cuerpo”, explicó en una entrevista. El deseo del viaje, entonces estaría inscripto en nosotros como una experiencia corporal que está en nuestro propio origen. Como los argonautas que, según la mitología griega, buscaban el vellocino de oro, los “vientrenautas” o “panzanautas” tenemos el deseo de buscar siempre otros lugares, otras gentes, en definitiva, otros mundos.

Para Noam Chomsky la capacidad del lenguaje es innata, lo que le permite a un niño aprender una lengua determinada con poco tiempo de “exposición” a ella. Para Onfray, el deseo de viaje de alguna manera también lo es y, como sucede con el lenguaje, esa disposición natural también está moldeada por la experiencia. “Cada cual –explica- dispone de una antigua mitología fabricada con lecturas de la infancia, recuerdos de familia, películas, fotos, imágenes escolares memorizadas sobre un mapa del mundo un día de melancolía al fondo de la clase. Luego se procede a actuar para hacer real el sueño antes de morir: permanecer en silencio en el lugar donde se juntan Oriente y Occidente, en el estrecho del Bósforo, marcar un tiempo de pausa ante el nacimiento de una senda africana de laterita roja, sentirse atónito en una calle de Nueva York ante los chorros de vapor que surgen de las bocas de las alcantarillas, retener la respiración al sobrevolar los arrecifes de las lagunas del Océano Índico, constatar cómo palpita el corazón al franquear el ecuador…»

Nuestra pulsión viajera de origen necesita de alimento para desarrollarse y crecer. Con frecuencia, ese alimento se encuentra en los sedentarios estantes de una biblioteca. Emilio Salgari alimentó de fantasía a varias generaciones con aventuras que transcurrían en lugares distantes. Acaso fue esa su forma de responder a su pulsión de viaje: crear mundos con palabras sin alejarse nunca demasiado de su escritorio.

Según Onfray, el atlas es la Biblia del viajero. Allí se consultarán cuestiones climáticas, geológicas, hidrográfica, distancias. Un viejo dicho asegura que “sólo se ve bien lo que se conoce”. Por eso “en el viaje descubrimos solamente aquello de lo que somos portadores”.
Viajamos para constatar, por ejemplo, cómo es El jardín de las delicias del Bosco que visitamos en decenas de reproducciones, para comprobar si la casa de nuestros antepasados coincide con la que se describe en las historias familiares, para establecer in situ si Venecia es esa ciudad mítica que nos mostraron las películas, las fotografías y las obras literarias referidas a ella. Hay un viaje fantasmal anterior al viaje real que le hace decir a Onfray que “todo viaje vela y desvela una reminiscencia”.

¿Cuándo comenzamos a viajar? Esta es una de las muchas preguntas que plantea el autor para el cual el viaje no implica sólo el traslado de un punto a otro. Por el contrario, es un largo proceso que sigue desarrollándose en nosotros aún mucho después del regreso. Con el tiempo va decantando en unas pocas imágenes o situaciones rescatadas del olvido, ese gran editor (Cioran dixit) que quita, agrega y modela caprichosamente lo vivido y le da la forma falsa de una fotografía inmóvil absolutamente fiel a la realidad. Precedido por la fantasía y el deseo que nos hace viajar primero en un mapa, el verdadero momento del viaje comienza cuando cerramos la puerta de nuestra casa dispuestos a hacer realidad el sueño. Se trata de un momento en el que flotamos vagamente entre dos mojones. Ya no estamos en “el lugar dejado” ni en “el lugar pretendido”.

Consejo de filósofo: lo ideal es viajar de a dos “pues permite una amistad construida, fabricada día tras día, pieza por pieza”. “Trágicamente-dice Onfray sobre el desarrollo del itinerario- el ser no puede superar la identidad que lo contiene. En el extranjero, esa identidad flota sin ataduras, sin puntos de referencia.” Pero el viaje necesita también un signo de puntuación que indique el regreso. “No hay viaje sin reencuentro con Ítaca, que le da al desplazamiento su sentido mismo.”

Algo más sobre el filósofo francés. La importancia que le da al cuerpo no es simple retórica: escribe con el cuerpo y la intensidad que se desprende de su escritura permite entender por qué a los 28 años sufrió un infarto, aunque él dice haber muerto a los 10, cuando sus padres lo dejaron en un orfanato. Alejado de todo academicismo acartonado habla de filosofía con un discurso poético que multiplica el placer de leerlo.