Los que juegan dentro de la cancha, es decir, los jugadores y entrenadores, los que comentan desde fuera, es decir, los periodistas, quienes viven entre el palacio y la televisión, es decir los políticos profesionales, se apuran a advertir que no hay que politizar el fútbol, mucho menos el mundial. Estos últimos, son los primeros en traicionar la sentencia y lo hacen de un modo chabacano, buscando llevar aguas a su molino personal o de facción. ¿Pero se puede llamar a eso “politizar”? Los otros, se pretenden ajenos a los efectos de toda esa concentración de expectativas, pasiones y dilemas, esa gran amalgama existencial y política de la que necesariamente forman parte. ¿Es creíble la despolitización como producto de una desprevenida expresión de deseos? Más allá de la historia de las superposiciones entre deporte y política que marca la historia del siglo XX (nuestros cuerpos lo saben por 1978 tanto como por 1986, de maneras muy diversas), y de la captura financiera del deporte en el siglo que nos toca, la celebración callejera permite pensar en una dimensión política –ni partidaria, ni mercantil– aprovechable por ninguno de los poderes constituidos, sino por un pueblo venidero. Se trata del ánimo como excedente disponible, tal vez por cortísimo plazo hasta que se cierre el portal de un posible régimen fantástico y nos vuelva a absorber el anodino realismo que parece gobernarnos.

La fantasía es más importante hoy que la utopía, porque nos puede habitar en presente, haciendo de este lugar otro lugar o, mejor dicho, un lugar para otra cosa. Según una etimología de café, “fantasía”, lejos de toda referencia onírica, reúne fantasma, manifestación, imaginación, potencias corporales, en este caso, de resonancia multitudinaria. Materiales para un materialismo fantástico que no solo toma nota de las relaciones concretas y sus modos de producción de cosas, hechos y más relaciones, sino que requiere también de la invención. Supongamos que hay pueblo, o eso que llamamos pueblo, cuando “todo el mundo” está en la calle y los automovilistas y “vecinos” que se molestan son minoría, como los gobernantes de vallado fácil (con sus policías de gatillo fácil)… ¿Qué nos mueve para que las invenciones colectivas tengan lugar? ¿Qué fibra despierta (ya que, decíamos, no se trata del sueño)? No pocas veces el oprobio, el clímax de un malestar o el último umbral de lo intolerable desencadenan la creatividad popular, entre avances y retrocesos de luchas y formas de resistencia. Pero, ¿es posible que, a pesar de las penurias actuales que no son pocas, hoy contemos con la alegría regalada como un instante de bienestar anímico impensado para inventarnos otros posibles? La fantasía es la forma proyectiva que en un momento histórico o en un instante eterno asume el asombro de existir, el incalculable hecho de que aquí estamos graciosa y trágicamente sin saber por qué.

Un filósofo dice que la alegría posee una suerte de carácter totalizante, ya que cuando se produce desborda sus causas aparentes y no hay objeto evidente que pueda justificarla, al punto de volverse “aprobación incondicional” a la existencia misma. El escéptico moderno entendió a la alegría como “liberación de responsabilidades concedida a todas y cada una de las cosas”, una condición anímica que puede ubicarse como emergente espacio temporal, pero que pone de relieve una dimensión existencial y política que siempre estuvo ahí, solapada, sepultada por el tedio de los días. Nietzscheana tirada de dados que todo lo desordena para amedrentarlo en un cubilete roñoso o en uno delicado cubierto interiormente de paño y, finalmente, volver a reunirlo bajo la jocosa custodia del azar. Todo se construye y se destruye tan rápidamente… La sonrisa de Diego, el sarcasmo de Charly, la inexpresividad irreductible de Messi, movilizan una alegría que no puede no ser trágica, que no puede no ser política. Cuando los motivos (y claro que el mundial es el motivo) se desdibujan en unos efectos que no les corresponden de manera lineal… realista, los efectos se vuelven más relevantes por su potencial político.

Un agudo comentarista de Spinoza intenta explicar el amor colectivo (o amor de nosotros mismos) recurriendo al filósofo que a esta altura es una atmósfera: “Cuando el alma se considera a sí misma y considera su potencia de obrar, se alegra”. Convengamos que “alma” no es una categoría tratada con delicadeza hoy día, por lo que podemos separarla de los rudimentos con que la literatura o la música sentimental se encargan de ella, para retener solamente su parentesco con el ánimo. Se trata, en el fondo, del reconocimiento anímico de lo que somos capaces, un conocimiento en cierta medida anterior a las representaciones de las que disponemos para dar cuenta de ese “nosotros”. Un conocimiento ni docto ni científico, sino don del encuentro, como cuando conocemos a alguien antes de la historia posible con ese alguien: “Hoy conocí a alguien”. Solo que, en este caso, el del pueblo mundialista, la multitud callejera encontrándose con una alegría regalada, se trata de un conocimiento proveniente del encuentro con las propias potencias colectivas. El domingo conocimos algo de nosotros mismos. En contraposición, ¿es exagerado decir que el martes de la caravana fallida de la Selección se vio empañado no solo por la impericia tan característica del gobierno, sino por la montaña de representaciones que saturaron la escena?

Ese “amor de nosotros mismos” derivado del reconocimiento anímico, es decir, del conocimiento proveniente del encuentro, del afecto como fuente de sabiduría colectiva, es un amor sin imagen, ya que se trata de la alegría real que, a partir de un hecho identificable, nos recorre, cada vez menos identificable, por el hecho de existir. Es contraintuitivo plantear semejante cosa en una época tan plagada de imágenes que cuesta imaginar una porción de existencia o una dimensión de lo que somos aun no capturada. Es útil la distinción que el spinozista hace entre “amor a nosotros mimos” y amor propio, ya que, mientras éste último recorta una imagen y sólo se expande distinguiéndose u oponiéndose a los otros, el primero goza de una fuerza centrífuga, potencia en cada quien lo que potencia en común, y cuando parece volver homogéneo el sentimiento, se expande por contagio y relaciona vitalidades que conservan su singularidad ya no como oposición al resto, sino como riqueza de lo común.

Reconocer lo que podemos es una alegría en sí misma, una forma de conocernos por los actos, donde muerde la contingencia, donde empuja la existencia. Cuando podemos pensar algo, cuando alcanzamos un cometido, cuando fluye una actividad o un encuentro, nos alegramos con sorpresa, sin la necesidad del certificado del mérito. ¡Cómo no identificar un potencial político ahí! Una creatividad popular que esta vez no provendría de las capacidades que desarrollamos ante la opresión, sino de una alegría regalada, un amor a primera vista. ¿No fue algo parecido a ese flechazo algo caricaturesco lo que vivimos en las calles el domingo? Amor fati que, reconocido en un contexto concreto, en un tramo que incluso podríamos caracterizar como apático o decadente, puede fundar otro escenario, otras condiciones de posibilidad para habitar, para luchar, para reinventar el lazo.

Lo que los filósofos suelen llamar “acontecimiento”, más allá de las diferentes miradas e incluso rivalidades, permite pensar una existencia que no es idea pura ni mero hecho empírico, sino la justa tensión (justo una tensión) entre lo que acaba de ocurrir y lo que va a pasar, pero no ya como un sucederse. Por eso, referirse a la ebullición anímica del domingo como un “suceso” o como algo que sucedió desviaría la potencialidad política del sentido. No hay sucesión, sino acontecimiento y pregunta o, al decir de otra filosofía (otra más), preguntas: “¿Qué va a ocurrir? ¿Qué acaba de ocurrir?”. La tristeza del posibilismo tiene que ver con el descarte de estas preguntas, justamente, porque a partir de una posición que sabe lo que ocurre y lo que sucederá, se arroga la decisión sobre lo posible. La respuesta a ese realismo político no puede no ser paradójica, ya que el acontecimiento, por definición, no puede ser promovido o motivado con las herramientas de la política profesional o de la militancia de lo posible. Hay que estar permeables, disponibles con la mayor generosidad posible a la toma de registro de eso que nos pasa y que, pasajero como todo lo que es –como la felicidad que tiene fin, mientras la tristeza no, según cantan los cariocas susurrando livianos– puede regalarnos una vitalidad que estaba faltando.

¿Qué es este estado de ánimo que aparece como suplemento de una alegría regalada? Ante la tediosa continuidad de lo que sucede y se sucede, la imagen del progreso quebrantada por la sensación de la decadencia, la repetición de lo mismo que parece confinarnos en un laberinto de espejos, el acontecimiento parece indicarnos que no hay progreso que valga, sino un comenzar o recomenzar a partir del cual se abre en cada quien una expectativa vital menos cargada de representaciones y repeticiones fatídicas. El comienzo no es un origen mítico, ni una grandeza fundadora, sino algo modesto como el asombro, inagotable asombro. Y, a su vez, el asombro no se nos aparece como sentimiento originario, sino como brisa que apenas logramos poner en palabras, incluso forzar… hacernos los sorprendidos. Porque no hay conversiones instantáneas como las que prometen las casas evangelistas, hay intuición, forzamiento, incomodidad, algo de obstinación aun en la incredulidad, como en los cánticos y las arengas callejeras del domingo. Asombrados por una alegría regalada. ¿Merecida? ¡Qué importa! ¡Qué espantosa la cantinela del mérito! ¡Qué envilecida una sociedad que se niega a sí misma apropiarse de semejante regalo! ¿Acaso vivimos porque nos lo merecemos? A esa basura moral se le responde desde la calle, sin culpa, con lo que hay de político en nuestros cuerpos atormentados, con nuestra política que está por inventarse.

Nuevamente, ¿qué es este estado de ánimo que aparece como suplemento de una alegría regalada? Nada de transparencia, el acontecimiento nos lega una opacidad que es materia de trabajo, tarea política, comprendernos a nosotros mismos perforando las causas evidentes para volver a ingresar en el misterio de existir, ahí donde bailamos con los efectos. Los maestritos con micrófono pretenden infantilizar a sus audiencias: “es solo fútbol”, “al fin y al cabo la vida sigue como siempre”, “muy lindo el festejo, pero ahora hay que volver a la realidad”… ¡Chocolate por la noticia! Lo cierto es que no sabemos, y el sólo hecho de plantearnos la duda, más callejera que metódica, permite construirse un oído a prueba de ese batifondo de lugares comunes. Oído laberíntico, cuyo recorrido nos toca investigar, cuyas disyunciones nos toca experimentar.

La fiesta, la danza espasmódica en el medio de la calle, los miradores improvisados en techos de quioscos de diario, semáforos o fuentes, los abrazos con desconocidos, la propensión al humor fácil, la picardía como clave de una complicidad sólo incomprensible para los guardianes de la realidad, la solidaridad deseosa (esa que brota de los poros y no responde a ningún mandato), la confianza en un tejido común posible. No hay enseñanza moral, solo experimentamos que es mejor vivir así. ¿Es una experiencia efímera, recortada, parcial? La derecha y su brazo armado (por caso, la policía de la Ciudad) no lo entendió así cuando se empezaba a insinuar la fiesta, tras la victoria en semifinales, y metió valla y gestos represivos. Pero el domingo no había con qué. Sobre todo, porque esa otra vitalidad posible se impuso anímicamente. No respondimos a un programa de derecha con un programa progresista o de izquierda, sino que contestamos a la política de la tristeza (o tristeza de la despolitización) con una alegría, una alegría regalada, con potencial político.

¿Qué significa politizar la vida? Tal vez, en principio, volverla un asunto común en tiempos de privatización y expropiación de la experiencia. La depresión individualizada, el malestar masticado en familia puertas adentro, el conflicto repartido entre pares (el famoso “pobres contra pobres”), la angustia psicologizada, la tristeza farmacologizada, son formas de remitir la vitalidad al reducto personal, a esa intimidad mal llevada por ensimismada, por falta de aire y permeabilidad, de apertura. Además, si nos sustraemos de la posibilidad de experiencias comunes, el nivel de los dramas biográficos o las cuestiones individuales se vuelven oprobio, narcisismo, individualismo. Las vidas despolitizadas no encuentran el tono de una existencia amable, digamos, mínimamente disponible para una alegría regalada.

La derecha ganó las elecciones en 2015 con gran picardía, vendiendo una “revolución de la alegría” que, atestiguamos, se refería a la excitación de los que tienen casi todo y van por más. Con sus globos de Troya, repletos de policías, con sus bailes ficticios, propios de un show televisivo de dudosa calidad, con la soberbia de los timberos disfrazados de economistas, finalmente, con un modelo de felicidad cuyo único destino es Uruguay, suerte de exilio de la abundancia, ante el fracaso cantado de todo proyecto abiertamente antipopular.

Nuestra alegría no necesita de todas esas impúdicas fullerías, no hay nada que venderle a nadie. Ni siquiera una pesada revolución. Necesitamos algo tan raro como una introspección colectiva, masiva incluso, ahora que algo ocurrió y algo va a ocurrir, ahora que el acontecimiento fabrica un lugar para habitar, un “adentro” abierto, disponible, para pasar un rato, quedarse, deliberar, compartir intentonas de felicidad. Crear dos, tres, muchos lugares, por qué no. Lo anímico no es un estado individual ni momentáneo, sino la clave de nuestra relación con la condición animada por la cual existimos. Solo que permanece aislado hasta que vuelve a la superficie, se hace superficie de nuevos despliegues. Del ánimo aislado a la vitalidad que nos devuelve, cuerpo a cuerpo, un ánimo politizado, descubierto, tal vez, en una circunstancia que podría ser una más, catarsis o excepción limitada, un feriado dispuesto tardíamente por el gobierno y criticado hipócritamente por la oposición. 

El funeral de Diego mostró la hilacha antipopular de un oficialismo que había ya tirado por la borda aquella plaza del 10 de diciembre de 2019, su límite para articularse con un “nosotros” que incorpora lo irrepresentable. La derecha revive a costa de un peronismo que dejó de ser mayoría –¿qué es el peronismo cuando no es mayoría, ni del todo popular?–, de un progresismo blanco posibilista, de la comodidad de cada sector acomodado en su lote, de una izquierda autocomplaciente y sectaria. Pero ese dinamismo por derecha, capaz de ampliar sus posibles, quedó desdibujado por la marea popular, producto de una alegría regalada, tal vez, hoy, única posibilidad para revertir el escarnio ajustador e inflacionario sobrevolado por una deuda violenta e ilegítima que se posa en las espaldas del peronismo que queda, mientras la derecha juega internas salvajes como las que tienen lugar cada vez que un espacio político se siente favorito camino al gran botín.

Cómo asociar el puro efecto de la alegría, el buen ánimo inesperado, el autoreconocimiento social de la movilización, las ganas de compartir un escenario mejor, la posibilidad de una Argentina menos resentida consigo misma, la solidaridad entre tradiciones (antes que la pulsión de las identidades por sobrevivir a costa de la política), la atención a lo que nos pasa y la disposición a reinventarnos de diversos modos a la vez… he ahí una verdadera tarea política. ¡Cómo no politizar el mundial! 

El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA), codirector de Red Editorial, autor de Nuevas instituciones (del común), El anarca (filosofía y política en Max Stirner), con Adrián Cangi, coautor y compilador de Si quieren venir que vengan. Malvinas: genealogías, guerra, izquierdas, Renta básica. Nuevos posibles del común, Linchamientos. La policía que llevamos dentro, entre otros. Integrante del IEF CTA A.