La estatua de Lenin mira al horizonte. Abajo hay un cartel: Official fan shop. Auspician Adidas y Visa. Es la puerta de entrada al estadio Luzhniki, donde los obreros trabajan a contrarreloj para que los stands de los patrocinadores FIFA y el escenario de los shows dedicados a los hinchas estén listos el jueves cuando el Mundial se desperece por completo. Alguna vez el Luzhniki, que además del partido inaugural recibirá a la final, se llamó estadio Central Lenin. Pero eso era otra historia, era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A las orillas del río Moscova se juntan las Rusias.

Rusia recibe al Mundial occidentalizada, con su capitalismo de Estado, con la cartelería traducida del cirílico al inglés. ¿El fútbol es otra fase del proceso de occidentalización de Rusia? ¿O son los efectos sorpresa por los prejuicios que Occidente vuelca sobre Rusia? De las advertencias que se reciben antes de llegar acá está la generalización –alla Manual de AFA- sobre las tramas de la personalidad rusa: los rusos son duros, los rusos son difíciles, los rusos no te hablan en otro idioma que no sea el ruso. El espíritu granítico de los eslavos. De todo eso habrá algo, pero también hay amabilidad, risas, un sentido de la colaboración que no se agota en la indicación de una calle o en la simpatía del taxista. Acaso el Mundial ablandó los músculos de la cara.

Tampoco hay, por lo menos hasta acá, una Rusia militarizada ni mayores operativos de seguridad, más allá del control sobre el gigantesco Metro y las zonas céntricas. Rusia es el tercer país con más cantidad de policías después de China e India. Pero los Mundiales son más que el país que los recibe, son desde hace mucho tiempo un territorio FIFA, un cogobierno de un mes. Esa mixtura es una obra de la pelota, del negocio que la rodea.

El contexto del Mundial hay que buscarlo también en la geopolítica. En ese ajedrez donde Rusia también mueve sus piezas. Ahora que el país que gobierna es sede del fútbol, Vladimir Putin dice que Rusia también está lista para recibir al G7, de donde fue expulsada luego de la anexión de Crimea en 2014. Hasta Donald Trump le hace guiños para devolverla a la mesa de las potencias. “Rusia debería estar en esta reunión”, dijo antes de la cumbre en Canadá con los líderes de los países más industrializados. También Italia apoya la idea. En paralelo, casi como si se tratara de una devolución de cortesías, mañana Rusia apoyará la candidatura de Estados Unidos, México y Canadá para el Mundial 2026. No está unida una decisión con la otra, pero parecen paradojas.

No va a ser el Mundial de fútbol el que resuelva esos asuntos, pero lo ayuda a Rusia ocupar el centro de la cancha, mostrarse en la pantalla. De eso también se trata todo esto, mucho más después de que los Juegos de Invierno en Sochi le dejaran esquirlas por los casos de dóping. Después de la disolución de la Unión Soviética, de los años de Boris Yeltsin, Rusia intentó reconstruir su autoestima, la que este martes feriado en el país celebró con actos su día, el Día de Rusia, una celebración por la caída socialista. “El futuro está garantizado”, prometió Putin en una Moscú que amaneció soleada y se deslizó bajó la lluvia.

El futuro ahora mismo es el Mundial 2018, por el que el gobierno de Putin lleva gastados 14 mil millones de dólares, también abona a eso. Sólo la remodelación del Luzhniki costó unos 400 millones de dólares. Inaugurado en 1956, escenario de los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, ahora el ex estadio Lenin ocupa la centralidad del Mundial, al menos para su inicio y final. La estatua del máximo dirigente revolucionario, el hombre que escribió el Qué hacer y lo puso en práctica, se verá en continuado para todo el mundo. Putin, que viene de ser reelegido y cuya popularidad aumenta, dijo alguna vez que quien no extrañe a la Unión Soviética no tiene corazón, pero que quien la quiera de vuelta no tiene cabeza. Es una suerte de nostalgia controlada, auspiciada ahora por la FIFA y las grandes marcas.