“Lo grité como uno de ustedes, no como relator”, dice Sebastián Vignolo haciendo referencia al gol de Marcos Rojo frente a Nigeria. Argentina entró a octavos de final como quien entra por una ventana atando sábanas.

La semana pasada leí unas líneas de Kurt Lutman (ex jugador de fútbol y poeta) dedicadas a Lionel Messi. Me llegaron. Hablaba sobre la posibilidad de volver a lo lúdico, volver a la plaza, a la niñez. Suponemos que es el momento de goce en el juego. No lo sabemos si lo fue para Messi. No lo creo. Desde pequeño en la rueda mercantil, girando entre máquinas para crecer y billetes para ser comprado. Lutman dice que «somos crueles con Messi porque somos crueles con nosotros», que no nos animamos a entregarnos al hacer por hacer, al amar por amar. No podemos salir de una razón instrumental. Coincido.

En el documental sobre el mundial ’86, “La historia detrás de la copa”, se recupera algo de lo que se construyó en torno a la narrativa futbolera argentina. Más que recuperar, lo vuelve a poner entre los relatos patrióticos, mundialistas, argentinistas: es el del amor y el sacrificio por la camiseta. En la pieza, con guión del brillante Ariel Scher y la voz en off de Víctor Hugo Morales, los campeones cuentan en cámara los periplos y obstáculos que supieron esquivar o sortear para triunfar en México. Esas historias son similiares. Pibes de escasos recursos que pelean por un sueño: jugar en primera, en la selección y ganar el mundial. La dimensión más romántica, tal vez, de la versión de los futbolistas que nos presenta el mercado.

Hay algo en ese documental que me hace voltear la cabeza –nuevamente- y hacerme algunas preguntas: ¿Cambiaron los jugadores? ¿Los condicionan las reglas del espectáculo, las redes sociales y el sistema de estrellas, del cual forman parte? ¿Por qué no hablan del amor al juego, de sus historias de vida? Las respondo con las pruebas a mano de todos y todas. Quienes monopolizan la construcción de la noticia deportiva están preocupados por la minucia y el chisme (la intimidad que se vuelve show). Ya lo decía Carlos Mangone, por el ’98. Y, en tendencia, suponemos que los espectadores también completan esa noticia, legitimando un espectáculo que tiene sus reglas. A decir de Ruggeri en la última publicidad de Quilmes, hay un contrato. Pero entre cláusula y cláusula median y negocian los especialistas de la noticia deportiva, que vuelven noticiable un hecho que no saben ni siquiera si sucedió (faltan fuentes, chequearlas, y sobran rumores). Antes de Croacia, la noticia que circulaba entre canales, portales web y diarios era que Messi estaba caído emocionalmente. ¿Cómo lo saben? ¿Quién se los contó? ¿Messi habló? ¿Esa es la noticia?

No encuentro diferencias entre un grupo de hombres (cualquiera) y la máquina de convertir a un chisme en una noticia. Entonces las preguntas que me hice tienen una respuesta: cierto sector del periodismo deportivo y nosotros, el público. El periodista es el mediador que, nosotros como público, tenemos para conocer algo (lo que sea) del jugador, y que pregunta siempre lo mismo y con muy poca creatividad. Creo entender el espectáculo futbolístico y sé que la noticia se compra y se vende. Lo sé. Si a los públicos les interesa saber el nombre del perro de Wanda Nara, más que el funcionamiento táctico de Argentina en el mundial de Rusia (para eso están los Latorre o los Ruggeri, legitimados por haber jugado al fútbol), es un pacto entre los productores y las audiencias. Y en ese convenio está la crueldad: nuestra, sobre nosotros, sobre Messi y sobre cualquiera. La clave es la pregunta. ¿Qué preguntan los periodistas? ¿Qué miramos los que miramos? Ni purismos, ni esencialismos. Este es el espectáculo. Pero se vuelve insoportable, y a veces incuestionable. Aprovechemos el mundial y miremos esa historia que nos cuentan, y veamos cuán feroces son las voces que narran una noticia, y cuán feroces somos como públicos. Es que no podemos amar por fuera de la lógica mercantil.