Ernesto Quesada recorrió Rusia desde el mar Báltico hasta el Mar Negro, cruzó Asia hasta el Mar Caspio. En 1888 publicó dos tomos de Invierno en Rusia, sus viajes, el descubrimiento de una nación, todavía bajo el zarismo, a la que le adelantó un papel central en Europa y el mundo entero. Quesada, un intelectual que formó parte de la Generación del 80, fue el primer argentino en escribir sobre el gigante. “Es la raza eslava que viene a disputar a la germánica el cetro de la civilización, arrancado por aquella a la latina”, dice en sus textos, donde concluye que no se puede conocer este país sin su idioma y sin vivir mucho tiempo. Quesada no hubiera podido imaginar a los cientos de argentinos que convirtieron en su pequeña patria a Nikolskaya, la peatonal encerrada en una zona que tiene como satélites el Kremlin, la Plaza Roja, el GUM, la catedral de Kazan y el teatro Bolshoin, la mitología moscovita.

Nikolskaya, un territorio del turismo, exagerado en estos días por el Mundial, tiene sus luces colgantes, luces señoriales, un paisaje que hasta parece navideño. Ya no es el decime qué se siente de Brasil. Lo que suena es el himno, el oh oh oh, el oh juremos con gloria morir. Siempre hay formas de hacerse notar. De darse ánimo. A nadie le importó si la advertencia era no generar aglomeraciones. Esto es el Mundial. En Nikolskaya los hinchas caminan apretados, a veces entran como en un tubo, es una salida de la cancha permanente, donde  se mezclan todas las camisetas. Se calcula que del total de visitantes mundialistas, entre Sudamérica y México aportan el 40%.

Para sentirse más cerca, los argentinos tienen una contraseña: Lionel Messi. Messi aparece en gigantografías, en las calles, en una publicidad de lácteos, en la publicidad de un banco, en la publicidad de televisión, durante el entretiempo de Uruguay-Egipto. Messi en ruso: Месси. Le llevó cuatro años prepararse para este Mundial. Lo empezó a pensar unos días después de la final con Alemania, en el Maracaná, en una carrera con otros obstáculos: dos finales –dos derrotas en penales- de Copa América con Chile, una renuncia que no se efectivizó, el pase al Mundial con el tubo de oxígeno casi vacío. Tres entrenadores en un año. Aún con esa ruta empedrada, Messi aterriza en Rusia sin sobresaltos. Con un descanso acorde a un Mundial, acaso más aplomado en su personalidad, con los cincelazos que da su triple paternidad barbada, sus 30 años que serán 31 en pocos días.

Hace unos días, en la catedral de San Basilio, un argentino de Haedo agitaba la bandera de Diego Maradona: “Este es el más grande, papá, el gordo es lo más que hay, no me vengan con ninguno más”. No decía Messi, pero lo decía. Es una excepción. Porque ya nadie le pide a Messi que sea otra cosa que Messi. Le pedirán el Mundial, pero no hay futbolero que desconozca que el centro vital del equipo está en él. Pero que para alcanzar los siete partidos, los escalones al paraíso, Messi también necesita de un equipo, la suma de subjetividades sobre las que todavía –ahí sí- se monta una incógnita. El laboratorio que se montó en Bronnitsy, al costado del río Moscova, a unos 50 kilómetros del centro de Moscú, se pondrá en práctica con Islandia, este sábado. Hay equipos mundialistas que recién aparecen ahí, en los Mundiales.

Jorge Sampaoli entiende que estas tres semanas con el plantel le permitieron ganar el tiempo que no tuvo durante su año de gestión, la administración de una generación con tres finales en los hombros. Llegar hasta ahí, hasta el último partido, fue una política de Estado en estos tiempos. Nadie sabe qué pasará en Rusia. Pero como hace 130 años le tocó a Quesada escribir sobre estas tierras, ahora es el turno de Messi. Uno escribía sobre el papel. El otro lo hace sobre la cancha. Uno escribía sobre la historia. El otro es la historia. Tampoco es invierno. Es verano en Rusia, el cielo está despejado, hay sol y una atmósfera en la que todo parece menos lejano. Y el que escribe es Messi, y sabemos que escribe bien.