En el caliente diciembre de 2001 todo pareció estallar por los aires. No solo la sucesión de presidencias inconclusas y las salidas cinematográficas, sino el final de la larga década de la Convertibilidad, el 1 a 1, el Primer Mundo al alcance de las manos.

Existe una lectura de diciembre de 2001, muy presente en el imaginario social, como el inicio del final. En el relato periodístico suele aparecer como el “corralito” sucedido por las protestas de los “ahorristas”. Este actor social aparecía como un colectivo difuso, sin liderazgos claros –aunque luego emergería de allí a la política el cómico Nito Artaza-, con una bronca clara y explícita: “Devuelvan nuestros ahorros”. Al enemigo se lo asediaba con furia: los bancos amanecían y anochecían vallados. Congreso y Poder Judicial también eran blanco de la protesta.

Sin embargo, la omnipresencia de los “ahorristas” expresaba algo más. En rigor, este escenario de crisis social ya estaba presente antes de esta irrupción decembrina. Fruto de una larga acumulación organizativa, movimientos sociales, piqueteros y sindicales marcaban el día a día de las calles, compitiendo en la pantalla de la televisión con el minuto a minuto del riesgo país. La diferencia estaba en el estrato social que se sumaba: la “clase media”.

El modelo de la Convertibilidad se mostró como una gran fuerza centrífuga, que angostaba los rieles de circulación de estos sectores sociales. Más allá de la autopercepción, en los noventa la clase media hacía equilibrio entre quienes lograban sostener su empleo y accedían a ingresos estables, y quienes se hundían velozmente hacia la zona de exclusión social donde convivía la mayor parte de la sociedad. No solo se trataba de ingresos, sino del acceso a bienes de consumo, educación o salud privada, viajes, barrios cerrados. Un modelo de consumo que quería emular la promesa del Primer Mundo (así lo llamábamos entonces, aunque ahora no se use ese término), pero para hacerlo dejaba atrás a la mayoría. Los ahorristas fueron los últimos en la clase media en enterarse de esta promesa fatua: no estaban incluidos en ese destino final de una Argentina privilegiada.

Para muchos, la posibilidad de retirar 250 pesos-dólares por semana no era un límite, sino un sueño. Recordemos que por entonces el salario mínimo era de 200 pesos y las jubilaciones mínimas de 150 pesos. Esto no deslegitima en absoluto a los ahorristas y su justo reclamo, pero sí al relato que pone en su ebullición espontánea el principio clave de la crisis. Por su carácter –reivindicado- de anti-política, se presenta como anverso ideal para anular su vigencia a través de la acción del Estado como ordenador de la vida social –esfuerzo al que se abocó de lleno el kirchnerismo desde su primer día en el gobierno.

Pero antes que los ahorristas, una sociedad entera padeció la Convertibilidad… y no lo hizo callada.

El modelo neoliberal se sostenía sobre la precarización de la vida. Esto se traducía en aumentos del desempleo, del subempleo, el empleo precario, la pobreza, la indigencia, que lejos de una rémora, fueron la norma que acompañó el fuerte crecimiento económico de la década. Quedó claro como nunca que crecimiento y desarrollo, o mejora en las condiciones de vida, no iban de la mano.

Esto fue denunciado tempranamente por las corrientes combativas del sindicalismo, incluyendo la naciente CTA y el MTA, conducido por Hugo Moyano. Incluso las organizaciones de pequeños y medianos productores confluyeron en varias oportunidades con el movimiento obrero en rechazo al modelo. El movimiento piquetero, que creció desde Cutral Có y Plaza Huincul, en el Sur, Mosconi y Tartagal, en el Norte, realizaba no solo cortes de ruta sino congresos y movilizaciones masivas. Aún con importantes divergencias internas, no dejaban de ser un actor presente en todo el territorio nacional con al menos un reclamo común: trabajo digno.

Muchas de estas organizaciones participaron tempranamente de la Alianza Social Continental, que marcó la resistencia coordinada en Latinoamérica al modelo del ALCA promovido por Bush, que finalmente sería enterrado en Mar del Plata en 2005. Esa coordinación traía una década de convergencia y diálogo detrás. No solo de resistencias, sino de propuestas. En la Argentina, terminaron en diciembre de 2001 las marchas del Frente Nacional contra la Pobreza, el FRENAPO, que trajo consigo propuestas claras en torno a la necesidad de cambiar el rumbo mediante un shock redistributivo.

Fue la resistencia social al ajuste la que puso límite al modelo. La que indicó hasta dónde se podía llegar. Y lo hizo de la mano de una larga acumulación de organización, que presentó no solo los límites sino las propuestas alternativas. Los estallidos de agotamiento de diciembre no fueron un rayo en una noche tranquila. A diferencia de aquel entonces, hoy ni las demandas ni los propios movimientos se encuentran en la total oposición al Estado.

Así y todo, no fueron las organizaciones sociales ni sindicales las que ordenaron la salida de la Convertibilidad con sus propuestas. Estas fueron parcialmente contenidas, en aras de lograr ciertos consensos, en el programa del Grupo Productivo, un cisma interno del bloque en el poder capitaneado por la industria. Su propuesta, oportunamente difundida, se basaba en la devaluación, la suspensión de los pagos de la deuda y la pesificación de la economía. Cómo siguió ese rumbo, es otra historia. A pesar de muchos paralelos con el diciembre de hace 20 años, no hay hoy una ruptura interna del bloque en el poder, dispuesta a negociar con clases subalternas los contenidos de la salida a la crisis.