El 2020 se comportó parejito, anduvo casi siempre, entre lo descorazonante y lo trágico. Pero sigue siendo un bajonazo porque se niega a hacer mutis por el foro. Con inobjetables razones de calendario el 2021 procura hacerse notar, decir que es su momento, que ahora le toca a él. Pero algo falla, ya que tiene muy poco de nuevo y eso lo vuelve una clara continuidad del que, imaginábamos, ya había concluido el 31 de diciembre. El año anterior sigue imponiendo sus propios protocolos y nos sorprende, como si fuera una novela de Stephen King, con una estremecedora duración de 14, 16 o 18 meses. ¿O acaso pueden ser más?

Solo la aplicación masiva de una vacuna eficaz será capaz de enfrentarlo, de mirarlo fijo a los ojos y cantarle las cuarenta con convicción: Ahora sí, 2020, podés retirarte, esta es la puerta. Y dejarnos a nosotros para ver como salimos de esta vida descafeinada resuelta a dos metros de distancia; para darnos cuenta de cómo el miedo a la enfermedad tan desconocida, el inevitable encierro y el consecuente distanciamiento formatearon cabezas y afectos tal vez para siempre y para comprobar si, como ambicionábamos, apareció la mejor versión de nosotros mismos o si, una vez más, sucumbimos a los pinchazos de la desazón.

Hoy, domingo 24 de enero, celebro una efeméride inútil. Se cumplen 300 días de mi última jornada común y corriente. Se trata de un aniversario intrascendente para la humanidad, pero lleno de significados para mí. Desde entonces no tomé ni ómnibus ni subtes, por lo que olvidé en qué lugar de la casa está la tarjeta SUBE. Tampoco necesité de taxis o remises. Para cumplir con las formalidades sanitarias dejé de concurrir personalmente a mi tarea semanal en una radio. Me hice ducho en el trabajo a distancia, modalidad que, estoy convencido, llegó para quedarse.

Hasta mitad de marzo era un activo septuagenario; de pronto supe que calificaba para población de riesgo; hasta entonces cumplía con el ritual de ir al chino, pero de sopetón y entre contagio y contagio el boliche creció en importancia y pasó a denominarse comercio de cercanía. Y, cómo lavarse las manos veinte veces por día no resultó suficiente, la pasamos alcoholizados, pero de alcohol en gel o rebajado al 70 por ciento. La habitual concurrencia al teatro, al cine, a recitales, a presentaciones de libros y charlas se transformó en una dieta de puertas para adentro abundante en virtualidades, Zoom, Meet Jitsi, Skype, streaming. Por suerte creció la lectura, ese refugio maravilloso de siempre. La vida se convirtió en un continuo se mira y no se toca, con un aumento brutal de horas – pantalla. El encierro les puso indefinidos puntos suspensivos a encuentros de cualquier tipo. De familiares a amorosos; de amistosos a profesionales y políticos. También borró del mapa caminatas despreocupadas o físicamente exigentes, cafecitos enriquecedores y hasta consultas médicas. Estos acontecimientos disruptivos, propios de la llamada «nueva normalidad» probaron que es posible encarar lo cotidiano de una manera diferente. Pero, por las dudas lo aclaro, si se puede elegir, me quedo con lo que hacía y cómo lo hacía, antes de la declaración de la pandemia.

Este barbijo es mío

En estos meses el regalo que más aprecié fue uno que me hizo una de mis hijas: un par de pantuflas que sigo usando. Con el propósito de no caer en la desanimante jogginización cada mañana me vestí como si tuviera que emprender una jornada de trabajo normal. Lo que aumentó, hasta sumar media docena, fue la dotación de barbijos, incluso uno, precioso, con el escudo de Racing, regalo de mi otra hija.

Según detalló uno de los buscadores más frecuentados de Internet lo que más interesó a las/los argentinos/os en los meses pasados fueron: resolución de trámites a distancia; clases a distancia; los requisitos para cobrar subsidios como el IFE; instrucciones para armar un cumplezoom o tutoriales para cocinar platos sencillos como ñoquis o flanes. Por su parte, la Fundación del Español Urgente (dependiente de la Real Academia Española y de la agencia de noticias EFE) declaró a “Confinamiento” como la palabra del año, por delante de otras como infodemia, teletrabajo, pandemia y, triunfo heroico, de coronavirus y Covid 19.

Los expertos que eligieron esa palabra la definen como “reclusión forzosa”. Dos mataburros confiables le adjudican a la palabra síntomas algo dramáticos. “Encierro limitado”, explica el Pequeño Larousse Ilustrado. Y añade: “Relegamiento del condenado en cierto lugar sometido a vigilancia”. El Diccionario Kapelusz refiere que se trata de una “pena que consiste en recluir en cierto lugar seguro para que viva en libertad, pero bajo la vigilancia de ciertas autoridades”. Frente a los anti multipropósitos y sus desvaríos que en ocasiones llegaron, aquí y en el mundo, a la violencia, fuimos muchos los que elegimos llamar “aislamiento consentido” al razonable cuidado sanitario que, seguro, evitó más contagios y muertes. Fue el modo de no sentirnos condenados o sometidos a vigilancia. Apenas si fuimos racionales integrantes de un colectivo ciudadano (los que en un spot oficial fueron presentados con el ingenioso mote de Cuidadanía) que cuidándose mucho, cuidó a los demás.

La Fundación del Español Urgente despidió su reciente comunicación con un deseo tan apreciable como compartido: “Ojalá que la palabra del 2021 sea vacuna”. Le tomamos la palabra.