Es cierto, como decía María Elena Walsh, que “el mundo nunca fue para todo el mundo”. Pero hoy se ha vuelto tan salvajemente excluyente y el viento del odio tan arrasador que ni siquiera los verbos se salvan de la catástrofe. Muchos apenas si sobreviven en el diccionario como testimonios de una época en que se alentaban utopías y se predecían  futuros más igualitarios.

Basta con ver al verbo “soñar” para comprobar los efectos del capitalismo devastador. El pobre está flaco, encorvado, y se apoya en un bastón para caminar apenas unos pocos pasos. Enseguida se fatiga y se repliega por temor a que los cínicos lo acusen de promover la ingenuidad.

Y ni hablemos del verbo “cambiar” que ha sido víctima de una apropiación indebida y hoy parece que es patrimonio exclusivo de quienes tienen ideas más viejas que la injusticia o tan viejas como la injusticia misma, a las que pretenden vender como innovadoras agregándoles lucecitas de colores.

Pero quizá uno de los más afectados haya sido el verbo elegir. Es cierto que elegir siempre fue una prerrogativa de los elegidos, pero de un tiempo a esta parte el pobre verbo ha sufrido un proceso de jibarización que lo ha reducido a su mínima expresión. 

Si antes elegir era elegir una vida, un país, una posición frente al mundo, hoy pretenden hacernos creer que solo se puede elegir en la vidriera de las ofertas de una perfumería vieja. En esa vidriera las opciones no son muchas. Una tintura para el pelo color rojo carpincho de la que para muestra basta un mechón. Un negro azabache que deja el pelo abultado como si fuera un suflé de una extraña verdura transgénica y permite un peinado Billiken en una versión perversa de Belgrano. Una melena rubia y lacia con pensamientos lacios, rubios y tan filosos que pueden pretender cortar un salario por la mitad y decirlo sin vergüenza. Una cabellera que sea el reflejo de cerebros iluminados por las neurociencias.

Pero a no engañarse, esas perfumerías venden productos de dudosa calidad como los viejos bazares de Todo por dos pesos que vaya a saber cuántos pesos serían hoy. Los rojizos truchos se arratonan. El suflé se baja ni bien lo llevamos a la mesa y del aireado batido de las claras a nieve solo queda una peligrosa espuma de odio. El color rubio vira muy pronto al verde dólar y no tarda en mostrar unas raíces muy oscuras y turbias. Los reflejos de las neurociencias se apagan si no podemos pagar la boleta de la luz. Un verdadero fiasco.

A todos nos ha llegado el hartazgo de las falsas opciones de los productos vencidos y fallados, por lo que va siendo tiempo de restituirle al verbo elegir su dignidad perdida y que vuelva a tener su sentido de origen, que recupere su fuerza etimológica latina, ya que elegir no es elegir pasivamente sino “arrancar por medio de la elección.”

Si el diccionario de la Real Academia Española dice que elegir significa “escoger o preferir a alguien o algo para un fin”, habrá que pensar con qué fin elegimos las pocas cosas que podemos elegir, que no son tantas como solemos pensar, aunque los defensores de la meritocracia pretendan hacernos creer otra cosa. Bien se sabe que hay quienes no pueden elegir siquiera la posibilidad de elegir. Solo una vez cada tantos años nuestro alicaído verbo se democratiza y nos permite elegir a todos, no solo para elegir, sino para que podamos seguir eligiendo.

Por eso, no estaría mal escribirle una carta al presidente de la Real Academia Española. Aunque la institución esté acusada de vetusta y apolillada, y de practicar el imperialismo lingüístico, algún técnico debe tener capaz de componer los verbos con precisión de relojero. Después de todo el lema de esa casa respecto del idioma español se parece a los avisos del viejo Puloil: “Limpia, fija y da esplendor”.

Estimado señor Santiago Muñoz Machado

De nuestra mayor consideración:

Usted que tiene nombre de apóstol,  segundo apellido de poeta exiliado y preside una casa que redime los pecados de la lengua, sabrá comprender nuestro angustioso pedido. Por eso le solicitamos que tenga a bien tomar a su cuidado al verbo “elegir” que desde hace un tiempo el pobre anda medio pachucho y encogido, como si estuviera deshidratado. Es seguro que los técnicos y artesanos de esa prestigiosa Academia podrán inyectarle algún suero del sentido que le devuelva la salud.

Él quiere significar, pero no lo dejan. Uno abre la boca para pronunciarlo y una troupe de malos payasos con pelucas de lana lo achican y comprimen para convencernos de que solo se puede elegir entre espejitos de colores (sabrá usted disculpar esta mención a una todavía incómoda situación entre España y estas latitudes americanas, pero la verdad es la verdad y nosotros bregamos por ella, a pesar de cierto periodismo.)

Estos supuestos defensores de lo nuevo argumentan que “elegir” es un verbo de tercera conjugación y, por lo tanto, está perimido. Ahora todos los verbos pertenecen a la primera, incluso hasta los más infames como “googlear”, “scrollear”, “whatsappear”.

Le solicitamos no solo la restauración plena de nuestro verbo, sino también que arbitre las medidas necesarias para contener la acción de quienes lo deshonran. “Y si no estuviera en sus manos poner coto a tales desmanes –como dijo un coterráneo suyo-mándeles copiar cien veces que esas cosas no se hacen.”

Muy atentamente.

Los defensores del verbo elegir.