De muy pibe, Alejandro Argüello era la sombra del cartero de su barrio. El mensajero entregaba puntualmente los sobres y, pocos segundos después, el pichón de filatelista tocaba timbre y pedía a los destinatarios que le regalaran las preciadas estampillas. «Tenía ocho años, pocos recursos económicos y en mi familia nadie coleccionaba –explica el hoy presidente de la Sociedad de Comerciantes Filatélicos de la República Argentina–, pero no me podía quejar, los vecinos de Florida siempre fueron muy generosos». De aquellos iniciales tesoros postales, nunca pudo olvidar la estampilla de 4 pesos tatuada con el rostro de José Hernández: el retrato en rojo lacre del poeta gauchesco, la fina viñeta y el preciso dentado. «La saqué de un sobre en forma artesanal, no tenía la más pálida idea de cómo hacerlo. Así llegué a este mundo. Fue instintiva la cosa». Antes de cumplir los 15, Argüello ya tenía un generoso –pero desordenado– lote, poblado por piezas argentinas y francesas. «Un día mi viejo, que era empleado del Banco Francés, cayó en casa con una bolsa repleta con 5000 cartas, correspondencia archivada y luego liberada por el banco. Sentí lo mismo que cuando venía Papá Noel». En plena adolescencia, un tanto hastiado del vicio, resolvió vender todo. Se tomó un colectivo hasta Plaza Dorrego y entró decidido a un localcito donde lo atendió un viejo y sabio coleccionista: «Ese día entendí el sentido de la filatelia. Me explicó que lo que tenía no era una colección y me reveló cómo armar una». Regresó a casa con las estampillas, pero también con un clasificador y una pinza, las dos armas fundamentales de todo filatelista de ley. Desde entonces, no pasa un solo día sin ordenar el universo postal que lo rodea. 

Silvia Kevorkian, la mujer de Argüello, aprendió a jugar con estampillas antes que con muñecas. La pulsión filatélica está adosada a su historia familiar: el abuelo, el padre, todos los Kevorkian amaban las estampillas, «hasta que en un momento mis hermanos se abrieron. Así que soy la única que siguió la tradición con el local a la calle –cuenta la señora, pinza a mano, en su pequeña y célebre tienda del Microcentro–. No soy coleccionista, a mí lo que me apasiona es el comercio, incentivar a los clientes, darles pautas de conservación, pero sobre todo aprender de ellos. Los filatelistas son gente muy culta, saben de todo. Mi marido tiene memoria de elefante». Entre los muchos eruditos que visitaron sus dominios, Kevorkian no duda un segundo y elige al «señor Antonio Carrizo. Coleccionaba todo lo que tuviera que ver con la literatura, Borges era su preferido. Pero su pasión máxima era Boca Juniors. Acá compró una carta de 1910 con el sello de la Secretaría de Boca, dirigida a un jugador del club Alumni. Una joya». 

En los ’80, Argüello y Kevorkian tuvieron puestos de venta en la feria que rodea al longevo ombú del Parque Rivadavia, la histórica meca –sin olvidar al bar El Coleccionista– adonde peregrinan religiosamente los fieles porteños todos los domingos. Hace décadas tienen locales en las galerías de Maipú al 400, en lo que queda del polo filatélico capitalino. No los unió ninguna carta de amor. Fueron las reuniones en la sociedad de comerciantes las que certificaron sus coqueteos. Pegaron onda y pronto  quedaron adheridos como estampillas. La pareja acopia miles de piezas en sus locales, pero confiesan que no podrían elegir su preferida. «No tengo un fetiche –asegura Argüello y pasa revista a los últimos lanzamientos nacionales, con las imágenes de Mafalda y de Sandro–. Mejor dicho, nuestro fetiche es tener esa estampilla que alguna vez vimos y nunca tuvimos».

Carta a una señorita inglesa

El extraño anuncio apareció impreso en las páginas del diario londinense The Times en 1841. Una joven buscaba los originales «peniques negros» –los primeros sellos postales adhesivos, impresos un año antes por el correo británico– para «empapelar su tocador con sellos usados». De esa semilla nació la pasión por coleccionar estampillas. El 21 de agosto de 1856 apareció en la provincia de Corrientes el primer sello argentino. «Acá la serie arranca con los famosos ‘escuditos’ –dicta cátedra Argüello–, que eran muy fáciles de falsificar. Después llegaron los Rivadavia, que los hicieron los ingleses. El primer sello conmemorativo del mundo se hizo en nuestro país, salió en 1892 y recordaba el ‘descubrimiento’ de América».

Para Argüello, la época dorada de la filatelia se dio a principios del siglo XX. La Argentina, sostiene, era potencia en el nicho. «Imagínese que la famosa casa Stanley Gibbons eligió Buenos Aires para abrir su primer local fuera de Inglaterra. Estaba acá nomás, cerca del Banco Central. Pero cerró en plena crisis del ’30». A pesar de los booms y cracks económicos y de los considerables cambios tecnológicos que cambiaron la actividad, la filatelia sigue en pie. «Las estampillas, más allá de su fin comercial, cuentan la historia de un país. Le aseguro que mucha gente no sabría cómo eran las caras de Güemes o Alberdi si no fuera por las estampillas».

¡Rescatate!

Carlos Alberto Chiavello es coleccionista desde que tiene uso de razón. De chapitas, de marquillas de cigarrillos y etiquetas de vino, de caracoles y de estampillas, sobre todo estampillas. «El que colecciona tiene esos hábitos. Tengo de todo, pero mi fuerte es la historia postal», se sincera mientras cataloga una pila de distinguidas postales impresas para el centenario de la Revolución de Mayo. «Es más fuerte que yo, compro todo lo que puedo. Arranqué con mi padre en un puesto con sombrilla del Parque Rivadavia. Teníamos dos valijitas llenas de cartas. Hoy tengo el local, el sótano y una oficina de acá arriba repletos. Creo que necesitaría un container para guardar todo», dice el coleccionista, 51 años, sitiado por pilas y pilas de cajas de las que asegura tener un inventario puntilloso en su memoria.

Chiavello es toda una eminencia en historia postal, lo que él llama «la rama superior de la filatelia». «Es una evolución. Hay muchos detalles fundamentales que se pierden cuando se despega la estampilla del sobre: cómo se transportó, quién lo hizo, si hubo censura. La carta es un testimonio histórico». Se especializa en correspondencia de la Guerra Civil Española y de las dos Guerras Mundiales. Su trabajo es el del historiador que echa luz sobre el pasado. De las miles de piezas que rescató del olvido, recuerda una carta escrita en alemán por una trabajadora polaca, durante el régimen nazi. «Fue de las primeras que hice traducir. La mujer relataba cómo eran trasladados, cómo vivían hacinados en lugares cada vez más pequeños. Es muy fuerte. Mi intención es rescatar estas cartas, que son parte de la vida de las personas, porque no quiero que se pierdan para siempre». En el local familiar le da una mano su joven hijo Lucas, a quien no pudo transmitir el legado epistolar: «Probé con todo: estampillas, monedas antiguas… pero las nuevas generaciones son inmunes. Reina la cultura del tirar».

Antes de ser retratado en el atiborrado sótano, el coleccionista toma de una caja de zapatos una carta estampada con sellos aéreos y una firma de puño y letra: «Esta piecita es hermosa. Año 1929, primer vuelo entre Comodoro Rivadavia y Bahía Blanca, realizado por la Aeroposta Argentina, subsidiaria de la francesa. Fíjese la firma del piloto –Chiavello acaricia el papel y acerca una lupa a la rúbrica–. Sí, señor: Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito. Ve por qué la lupa es fundamental para el filatelista». Casi siempre, lo esencial es invisible a los ojos. «