Este es un acto transgresor. Voy a hablar de mi amiga, compañera, colega, hermana, Viviana Mariño, suponiendo que si leyera estas líneas tal vez no me perdonaría el sacarla del bajísimo perfil que mantuvo siempre como un dogma. Lo hago porque acaba de dejar este mundo y por estas horas dolorosas sólo puedo pensar en homenajear su paso por la vida empezando a construir parcialmente algo así como su «memoria».

Conocí a Vivi en 1998, cuando las dos fuimos convocadas por Jorge Grecco para integrar la redacción del primer diario Perfil, la aventura de Jorge Fontevecchia que duró unos pocos meses, pero de la que hoy puedo rescatar el haberme permitido cruzar nuestras vidas. Cada una había escuchado hablar de la otra, pero no nos habíamos visto nunca. De entrada conectamos: «Ah, vos eras…»

Veníamos de trabajar, ambas, en agencias de noticias: ella en NA, yo en DyN; y de otros derroteros laborales que nos habían conducido a la sección Política. Otro punto de encuentro: amábamos la política, la rosca, la información en off, las guardias eternas en Casa de Gobierno, la trasnoche de las convenciones radicales, la espera en la sede del PJ de la calle Matheu. Esa escuela de formación que más tarde nos serviría para procesar intuitivamente mucho de lo que pasó en la Argentina del final del siglo XX y principios del XXI, y nos tocó narrar como periodistas.

La corta existencia de ese periódico ambicioso fue, entonces, el origen de una amistad de 24 años, de los cuales 21 compartimos cotidianamente en una redacción. Le siguió una década en Cimeco, la corresponsalía de La Voz del Interior y Los Andes de Mendoza, y de 2010 hasta 2019, la experiencia de Tiempo Argentino, que nos formó en otro nivel: había que organizar el trabajo, pensar la edición, mirar la película completa, abrir la cabeza. Y luego del vaciamiento: ayudar a gestionar un medio de comunicación cooperativo, entendiendo la transversalidad de esa construcción. No me equivoco si hablo en nombre de quienes compartimos con ella el trabajo en este diario, tanto en su etapa comercial como en su etapa cooperativa (de la que Vivi fue una impulsora convencida): su híper profesionalismo, la capacidad para planificar, la entrega al laburo, pero también su “intensidad” y sus terquedades -sangre vasca al fin y al cabo- fueron su marca. Creo, sin temor a equivocarme, que la cobertura de las últimas cuatro o cinco elecciones nacionales llevaron su sello: el cronograma puntilloso, la infografía detallada, la asignación de las notas, la organización obsesiva del laburo, otra vez.

Vivi fue además integrante del primer Consejo de Administración de la Cooperativa Por Más Tiempo y una de las responsables del trabajo que realizó este medio junto con Reporteros Sin Fronteras para elaborar el más actualizado mapa de concentración de medios realizado en el país. Una experiencia en la que encontró la perfecta síntesis entre sus dos pasiones: la academia y la redacción.

En el medio compartimos una experiencia radiofónica muy discreta que nos reparaba pocos ingresos pero nos sirvió para coincidir en uno de los tantos veredictos que nos unían: «La radio no es trabajo», porque nos resultaba un placer. Emitir sentencias era un divertimento: «Nunca nos van a llamar para ir a la tele porque tenemos rulos», bromeábamos, y en los días de post parto: “Hay que sacarse el camisón antes de que se nos quede pegado”. Fueron tiempos en que debía alternar el laburo con la crianza de los hijos que tuvo con Fernando, Bruno e Isabela, de los que se asumía fan absoluta. 

Vivi amaba esta profesión. La amaba profundamente pero, además, disfrutaba transmitir ese conocimiento. Fue docente hasta hace pocos meses en la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA –casa de estudios donde había estudiado-, y formadora de nuevos periodistas en la agencia ANCCOM. Pero esa tarea también la ejercía ad honorem en las redacciones. Fui testigo de los conmovedores mensajes que recibió de sus compañeros de la agencia Télam en las últimas semanas, agradeciendo su profesionalismo, su contención. Y en las últimas horas, los chats de quienes estuvimos con ella en estos últimos días no paran de transmitir amor y reconocimiento. Era brava en el buen sentido, y se sentía lo suficiente fuerte para aceptar, desde 2019 en adelante, el desafío de gerenciar periodísticamente la agencia oficial en la etapa de reconstrucción, posterior al vaciamiento macrista. Aún quienes podían tener diferencias con ella, no podrán negar el respeto que inspiraba su forma de ejercer el periodismo. Esa fortaleza a la que una enfermedad hostil le pegó en el punto de flotación y que la pandemia la obligó a tramitar en silencio.

¿Qué me queda ahora? Extrañar los chats de WhatsApp mirando la tele, mientras comentamos los mohines de Cristina, cómo le queda el trajecito rosado, el subtexto de los discursos políticos, detectar el título, compartir ese código construido a lo largo de tantos años, que reconocíamos con solo mirarnos.

Vivi fue mi otra mitad profesional, y no exagero. Mi complemento. Quiso que la acompañara en su última cruzada periodística, pero los años me quitaron las ganas de empezar de cero una vez más, en otro lugar. «Julita me traicionó, no quiso venir conmigo», se divertía contándole al grupo “Acompañar” que formamos con Antonela, Loly y Claudia, las amigas cuidadoras que nos turnamos para bancar estas semanas duras.

Hoy me retaría por escribir esta despedida en primera persona, pero me permito desafiarla porque no podría hablar de ella de otra manera. Me llevo el «te quiero» que me dijo varias veces en estas semanas, nuestras últimas charlas y su cara hermosa, su sonrisa única. Chau amiga, gracias por tanto.