Paula tenía 23 meses cuando la separaron de su familia. A sus padres los llevaron al pozo de Banfield; a ella, el subcomisario Lavallén la anotó como su hija biológica. Era mayo de 1978. La confirmación de que Elsa era su abuela llegó 6 años después.

Era un triunfo de la memoria y la ciencia, y un impulso a continuar una búsqueda que había comenzado mucho tiempo atrás.

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Mientras todavía se escuchaba el eco de los gritos de los goles en el Monumental que silenciaban otros gritos que nadie quería escuchar, madres y abuelas ya llevaban más de un año gastando la suela de sus zapatos en las rondas de Plaza de Mayo.

Pasaban horas mirando bebés en los parques, en la calle, en Casa Cuna buscando respuestas en sus caras. La forma de los ojos, la curva de la nariz, esos rulos que parecen tan familiares. No existía, hasta ese momento, otra forma de encontrar a sus nietos y nietas desaparecidas. Pero, incluso con la seguridad de haberles encontrado, ¿cómo podrían probarlo ante la justicia? Nadie nunca aceptaría como evidencia “tiene los mismos ojos y hoyuelos que mi hija”.

La respuesta apareció una mañana como cualquier otra, en 1979. Y cambió el curso de la historia. Una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, Chicha Mariani, leyó en un diario de La Plata una noticia sobre un hombre al que habían sometido a un análisis de sangre comparativo porque negaba la paternidad de quien luego resultaría ser efectivamente su hijo. ¿Podrían hacer algo similar con sus nietos y nietas? Quizás con un mechón de pelo guardado de cuando eran bebés o con los dientes de leche que nunca se llevó el Ratón Pérez. O mejor aún, ¿podrían ellas mismas servir como comparación? ¿Podría el análisis de sangre saltar una generación?

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Los horrores más extremos de la dictadura se vivieron en por lo menos 814 centros clandestinos de detención desplegados en todo el país. Números precisos de víctimas no tenemos, pero porque los genocidas sistemáticamente se encargaron de ocultarlos. Sin embargo, ya a mediados de 1978, el agente chileno Arancibia Clavel informaba a sus superiores que los perpetradores hablaban de 22.000 muertos y desaparecidos. Otros elementos relevantes para estimar la cantidad de detenidos-desaparecidos son el número de hábeas corpus presentados, o las estimaciones previas de los propios genocidas acerca de cuántas víctimas serían necesarias para sus planes.

King y Estela, en su visita reciente a la Argentina días atrás.
Foto: Ministerio de Ciencias

Pero el horror no solo tenía lugar en los centros. En su célebre y archicitada —pero no por eso menos digna de recuerdo— carta abierta de 1977, Rodolfo Walsh enumeraba las torturas, asesinatos y desapariciones y las vinculaba con “la política económica de ese gobierno”, en la que debía “buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. En el momento en que escribía, el primer aniversario del golpe, ya se podía vislumbrar el carácter antipopular, empobrecedor y desindustrializador de la dictadura genocida, que no haría más que profundizarse en los siguientes años y cuyas consecuencias continúan hasta hoy.

La dictadura elevó los niveles de pobreza a valores inéditos, de alrededor del 20%, de los que la sociedad argentina nunca logró volver, condujo en su primer año a una inflación del 444%, y deprimió los salarios (en línea con el hecho de que el grupo social con mayor cantidad de desaparecidos sea el de “obreros y empleados”, con el 48,1% de los casos de la CONADEP).

Lo que no llegó a denunciar Walsh, seguramente porque no lo sabría, y que aparece como una pincelada más de horror es el robo de bebés. El “traslado por fuerza de niños” de un grupo a otro grupo es, de hecho, una de las cinco prácticas descritas por la Organización de las Naciones Unidas en la Convención para la Sanción y Prevención del Delito de Genocidio como tendientes a “destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso” y que, no casualmente, comparten la dictadura argentina, el genocidio armenio, el franquismo y el nazismo.

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¿Había forma de identificar la “abuelidad”? En 1982, las Abuelas recorrieron el mundo buscando a alguien que pudiera resolver este interrogante. Golpearon puerta tras puerta y una y otra vez encontraron lo mismo: no era posible probar filiación como ellas necesitaban. Una respuesta que no estaban dispuestas a aceptar. A fines de ese año, lograron contactar a un médico genetista argentino que, en 1975, se había exiliado escapando de la Triple A: Víctor Penchaszadeh. Les devolvió la esperanza: sí, lo que necesitaban era difícil y nadie lo había hecho hasta el momento, pero no era imposible.

Penchaszadeh conectó a las abuelas con una reconocida genetista, Mary-Claire King quien tampoco cerró su puerta. Decidió enfrentar el desafío y formar un equipo que incluyó también al hematólogo Fred Allen. Así comenzó la búsqueda del “índice de abuelidad”. Para esa época todavía no se podían analizar genes, es decir fragmentos de ADN, porque no existía la tecnología necesaria. Lo que sí podía hacerse era estudiar las proteínas que se fabricaban a partir esos genes.

King y su equipo se centraron en unas proteínas que están en la superficie de las células: los “antígenos de histocompatibilidad” (HLA). Son las que nos permiten diferenciar lo propio de lo ajeno y a las que hay que “silenciar” al realizar un trasplante para que no haya rechazos. Eligieron estas proteínas porque la probabilidad de tener los mismos HLA son muy bajas entre personas que no comparten parentesco. Tras un año de arduo trabajo llegó la noticia: la sangre de las abuelas servía. El “índice de abuelidad” era una realidad.

Resuelto este primer obstáculo hubo que enfrentar una cuestión puramente práctica: hacer los estudios en Estados Unidos era complicado porque se necesitaba sangre fresca. Afortunadamente el laboratorio de inmunología del Hospital Durand contaba con la tecnología para llevar adelante los estudios. El primer día hábil de la vuelta a la democracia, en diciembre de 1983, se interpuso la denuncia por el caso de Paula. Las Abuelas lograron una orden judicial para sacarle sangre y consiguieron muestras de sus tíos y abuelas. En junio de 1984 los resultados confirmaron que esa niña era Paula Eva Logares, la nieta 23. El 13 de diciembre recuperó su verdadera identidad y fue restituida a su abuela materna, Elsa. Es el primer caso en el que la filiación pudo demostrarse mediante estudios sanguíneos.

Laboratorio del Banco Nacional de Datos Genéticos.
Foto: argentina.gob.ar

Poco tiempo después, los avances científicos permitieron el desarrollo de las pruebas genéticas: dado que los genes son fragmentos de ADN que se transmiten de generación en generación resultan muy útiles para probar filiación. El ADN que se encuentra en el núcleo celular es resultado de la herencia de ambos progenitores, pero en las células también hay otras estructuras, las mitocondrias, que tienen su propio material genético con una particularidad: a diferencia del que está en el núcleo, solo se hereda por vía materna. Mary-Claire King notó lo extremadamente útil que sería este hecho para mejorar el “índice de abuelidad” y, de hecho, fue una de las pioneras en el uso del ADN mitocondrial para los estudios de filiación.

Tiempo después, a los estudios de HLA y ADN mitocondrial se sumaron los del cromosoma Y para llegar a la fórmula estadística que se utiliza hoy en día: un “índice de abuelidad” que establece parentesco con una eficacia del 99,99%.

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En mayo de 1987 se creó el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG), pionero en el mundo. Desde su puesta en funcionamiento, ha permitido esclarecer crímenes de lesa humanidad vinculados al terrorismo de Estado e identificar nietos y nietas nacidas en cautiverio.

Mónica Grinspon, la mamá de Paula, estaba embarazada cuando la familia fue secuestrada. Ella y Claudio siguen desaparecidos hasta el día de hoy. De la hermana o hermano de Paula no se tienen noticias.

Casi medio siglo después las Abuelas siguen luchando para devolverles a los nietos y las nietas la identidad que les robaron. Cuando ellas ya no estén, el Banco Genético seguirá custodiando la memoria, para que se conozca la verdad y para que haya justicia.