La humedad de las calles empedradas los días de lluvia. La gratificante soledad del Parque Lezama un lunes a la tarde. La mirada de Evita al doblar a la derecha desde Chile hacia la 9 de Julio. Los grafitis que mutan en una interminable exhibición de arte callejero que incluye afiches a modo de invitación: “¿Y si vos y yo nos bailamos unos tangos?”; dudas filosóficas: ¿te parece que los artistas van a cambiar la sociedad?; o sabias revelaciones: no quiero terapia, quiero fernet”.

Las sonrisas y saludos intermitentes, a lo largo de Tacuarí, con mis amigos y amigas del barrio con los que ya nos conocemos de hace tantos años. Los chinos del súper y de la lavandería. Zulma, Olivia y Susana, las bolivianas que atienden con extrema generosidad mis verdulerías favoritas y que me reservan las papayas más frescas, las paltas a punto, el cilantro cuando escasea. Fermi, la modista paraguaya que hace magia con mis vestidos. Miguel Ángel, mi peluquero misionero que es una celebridad.

Más allá, en Piedras y Estados Unidos, el almacén colmado de harina de maíz, queso fresco, tamarindo y frijoles con el que mis nuevos mejores amigos venezolanos enriquecieron mi vida culinaria por completo. La bendita y salvadora migración. Y qué decir de la mejor fábrica de pastas, la que tiene ravioles de osobuco o de salmón, la más variada y original, que está sobre Humberto Primo, justo frente al mercado.

El mercado, claro, el gran símbolo. Mejor evitarlo los fines de semana porque se vuelve intransitable. La temida y expulsiva gentrificación ya está a la vuelta de la esquina. La resistencia vecinal asoma en los carteles que convocan a asambleas.

Cualquier otro día, vale el disfrute de pasar a Mercí por las baguettes, los cruasanes y el pain au chocolat que tanto le gusta a Juana; por los churrasquitos de pata y muslo en la pollería orgánica más prolija; por las milanesas más ricas que preparan en la mejor carnicería.

Ya es un ritual recorrer sus pasillos con Seba para buscar telas, bisutería, copas y lo poco que queda de antigüedades. O, un domingo cualquiera, deambular juntos por Plaza Dorrego y pasar a saludar a nuestra amiga Teresita que, a sus setenta y tantos años y en su puestito de El Divino Botón, nos transporta a una dimensión plagada de formas, colores y belleza.

Parte del inventario cotidiano incluye caminar por Chacabuco al 900 nomás para sentir los aromas de La Peruana, el molino de café enclavado en una época añeja. Disfrutar el café superior de Zavalia, en Bolívar al 900. O el de Origen, en Humberto Primo y Perú, que además tiene sus exclusivos, riquísimos y portugueses pastelitos de nata. Justo enfrente, degustar el servicio de té de Cinco Sentidos. Los sábados con mañanas soleadas, desayunar huevos con champiñones y queso fresco en Obrador, en Chile al 500, con tostadas y jugos recién hechos.

 Si habré escrito crónicas y libros, si habré leído en los cafecitos de mi barrio. Lugares para estar, reconfortarse y refugiarse en la amabilidad y sonrisas de quienes los atienden. Es un privilegio.

Tanto como degustar un gin tonic vespertino en la Cantina del Café San Juan, en Chile al 400, o en el Café Rivas, en Estados Unidos y Balcarce. Descubrir el novísimo Perón-Perón en Bolívar al 800 para probar “El elegido del General” o “el Peroncho hasta los huesos”, platillos abundantes aderezados con la marcha que los militantes entonan a cada rato con su ya conocido fervor. En Chacabuco al 800, cenar en El Refuerzo, el preferido de siempre, sede de tantas primeras citas que, muchas veces, también fueron las últimas.

Salir todas las tardes sin destino fijo, con la meta única de cumplir diez mil pasos en una especie de meditación en movimiento.

Enfilar por Independencia o Belgrano hacia Puerto Madero y recorrer la Costanera. Del caos a la calma absoluta en unas cuantas cuadras. O por Bernardo de Irigoyen hasta atravesar las fronteras barriales con Barracas o La Boca. Por Piedras y Diagonal Sur rumbo a Plaza de Mayo y el microcentro. Por la 9 de Julio rumbo a Avenida Corrientes o Recoleta. Por Avenida de Mayo hacia el Congreso con destino final los abrazos que siempre me esperan en Abasto o Almagro. Nací en una gran ciudad. Aquí todo me parece cerca y fácil.

Y luego, de vuelta a casa.

Un departamento impregnado de recuerdos de cenas, risas, bailes, canciones. Envuelto en la quietud de un silencio que se interrumpe cada tanto con el repicar de las campanas de la Iglesia de Independencia y Tacuarí, o con los ensayos de un desconocido vecino-cantante lírico que interpreta arias de Verdi y de Puccini que se filtran por el balcón.

Volver invadida por la serena alegría que provoca el sentido de pertenencia.

Por la certeza de que este es mi barrio, mi casa. Mi hogar.