La vida es una sucesión de ellos, aunque la característica de estos tiempos sea la naturalización de una porción demasiado abundante de oscuridad, difícil de superar si no es con oleadas de aire puro, como puede ser el beso de un nieto, la alegría de un hijo o la siempre oportuna caricia del amor acurrucado entre las sábanas. O cuestiones más banales, como el recuerdo de aquel atardecer tibio frente al mar, el sabor de ese chardonnay helado, ese reencuentro aunque sea por el celu, la frase apropiada en la penúltima página del libro, esa foto impresa en la que el pelo no se había aventado y la sonrisa era sinónimo de felicidad. O sensaciones bien individuales y personales como el estallido de las brasas que preanuncian la carne asada, el chasquido de una pelota de cuero en su flirteo con la red, momentos inigualables como el estallido ronco de la traversera de Ian Anderson en «Bourée» o a La Negra susurrando «Cómo te explico…», en «Soy pan, soy paz»….

Son aquellas pequeñas cosas. Son millones, únicas, absolutamente individuales. Son momentos, caprichosamente seleccionados. Caricias en el alma ante tanta bofetada en la mandíbula. Son las que conviven con la cotidianeidad y te salvan de otros momentos.

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Todas las tardes se acerca a preguntar, con temor, con angustia, con pesar adelantado: ¿se conocen las cifras de hoy? Un momento que naturalizamos desde hace 15 meses así como desde hace semanas que los muertos superen el medio millar largo y que los contagiados se cuenten por alrededor de los 30 mil. Aunque definitivamente la economía le gane a la salud y se blanqueen aperturas que existían de hecho. Goyán dice que sueña con que en septiembre haya un avance importante en pos de la normalidad. Ese, definitivamente, será un buen momento.

Son momentos que no deberíamos olvidar, para que la historia no se repita.

Son momentos que nos marcan este presente, estas últimas horas. Buenos o desagradables. La vida.

Buen momento en el que se decidió que la Copa América no se realizara en Argentina. La razón está explícita en ese video lacerante, combativo, que demuestra que se trata de “más de un Maracaná, un Mineirao y un Garrincha juntos, que se podrían llenar diez estadios con los brasileños que murieron y lo hacen a diario”. Pero esos estadios de Brasil estarán vacíos mientras se juegue a la pelota. En silencio. El ruido estará en los cementerios.

Buen momento en el que Leandro Santoro tradujo el pensamiento de tantos ante ese comisionado abyecto, reflejo de el holgado abanico opositor: “Trabajaste para que la gente no crea en la capacidad de las medidas de cuidado. Formaste parte de siete movilizaciones llevando a la gente con consignas berretas para que se contagien. Fuiste uno de los que menos apoyó la posibilidad de que los argentinos mantuvieran la unidad en el momento que más lo necesitamos. Por mezquindad política fuiste a hacer politiquería barata de la peor. Te cagaste de risa de los muertos del Covid. Y ahora que tenemos 80 mil muertos, lo único que se te ocurre decir es ‘no trajeron la vacuna de Pfizer’. Después de que fuiste vos el que votó la ley que no permite que Pfizer esté en la Argentina”.

No deberíamos olvidar esos momentos. Ni otros, dolorosos o vindicatorios, que lavan el dolor y el oprobio de cuatro años. Así como nuestros mayores repiten orgullosos la experiencia de las patas en la fuente, cómo olvidar ese juguetear de Néstor con el bastón presidencial. El tránsito por la Plaza el día de su muerte. El abrazo infinito con su mujer electa presidenta. Ese «vamos a volver». Tantos llamados de contención en un período aciago, las cenas empapadas en la melancolía de la derrota. La caminata de CFK y AF tras anunciar la fórmula de las elecciones, la marea de la asunción… Mariana y su grito en el auricular del celu: “Viva Perón, compañero”. Paloma, con el pañuelo verde atado a la muñeca y a su alma.

Son momentos antojadizos, sí. Solo algunos que reviven el placer en el corazón. Solo son los que brotan en una memoria gastada, aunque no del todo. Momentos que inevitablemente recaen en los actuales, en los que más llegan en estas horas.

Personales, desordenados, indelebles.

Como ese aciago momento en el que Alberto que, muy lejos de ser Macri, tendió un puente para facilitar el acceso al agraviante recuerdo de aquellas disculpas ante el Rey y las ridículas angustias de nuestros patriotas, también enraizadas en la sumisión ante el poder dominante, en el europeocentrismo enclavado en el inconsciente colonizado, cultural y políticamente del que, está a la vista, nos cuesta un mundo escaparnos. Del relato de los barcos no tiene la culpa Nebbia sino tanto accionar histórico, pertinaz, calculado, para alejarnos del pensamiento de que América no fue descubierta sino sometida. ¿Por qué a los españoles hay que decirles que los admiramos tanto? ¿Olvidamos sus tropelías, en épocas de virreyes y mucho más recientes? ¿Por qué no se respeta a los pueblos originarios y sus derechos ancestrales? América es atacama, aymará, charrúa, mapuche, comechingón, maya, quechua, ona, pampa, guaraní, qom, cheroqui, tehuelche, navajo, sioux, diaguita, huarpe, toba, colla y una lista que completaría esta página. Son esos 60 millones de indígenas asesinados por la espada y la cruz. También los que descendemos de los que llegaron en los barcos, idealizados con virtudes superiores a las de los nativos. América es mestiza: alguna vez se elevará sustentada por una conciencia pluricultural. 

Tal vez sea el momento para insistir en la recuperación de la identidad. También en que, definitivamente, el gobierno se replantee en serio cómo y de qué modo comunica sus ideas y sus actos. Otra deuda, impostergable, aunque no esté en la lista de las más urgentes.

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En el parlante de la radio repiquetea la voz de Víctor Hugo. El sol indeciso, matinal, eleva la luminosidad, aporta tibieza entre las hojas perezosas del liquidámbar que tardan en caer. El humito del mate se transfiere en sabor templado y agradable. El ruido del teclado acompaña cada idea trasformada en párrafo. Ese también es un momento único, siempre lo es, aunque el autor de este relato se emperre en recurrir a esa placentera fórmula, desde hace ya varias décadas, que parecen demasiadas. 

El llamado de Silvana es para avisar que al fin le llegó el momento de la vacuna. La emoción se comparte y hasta una lágrima atraviesa la invisible conexión de un celular. La ilusión se empieza a traducir en promesas de encuentro, de abrazo, de una risa compartida, de saborear juntos al fin, como hace más de un año, como hace demasiados momentos, aquel chardonnay helado. «