Y esto qué es? ¿Un aviso de Ya Pelo, la empresa que promete recuperación capilar de alta densidad sin cirugía? ¿Una promoción del revival del musical Hair? ¿Un nuevo emprendimiento del estilista Roberto Giordano, que nos insta, como lo hacía con sus modelos, a seguir moviendo las cabezas? ¿La publicidad de una tintura de cabello o de un producto para eliminar los piojos? ¿El anuncio de la reedición de Historia del pelo de Alan Pauls o de Historia descabellada de la peluca de Luigi Amara? ¿Una nueva versión de Gorilas en la niebla?

No. El mechón que aparece en un tuit con el hashtag «Es juntos» constituye el lanzamiento de la campaña digital de Diego Santilli como precandidato a diputado por la Provincia de Buenos Aires. Nunca una campaña política resultó tan absurda. Los memes no se hicieron esperar, como tampoco las acusaciones de disparatada banalidad.

Lo cierto es que fue precisamente su carácter absurdo lo que hizo que todo el mundo hablara del lanzamiento, aunque fuera para reírse de él. ¿Pero no fue acaso la instalación del disparate y el absurdo repetido al infinito por los medios corporativos el mayor capital con el que contó siempre y sigue contando el macrismo? Cada uno de sus integrantes parece guionado por Eugène Ionesco. Quizá no sea una mera casualidad que la primera obra del dramaturgo con la que nace el teatro del absurdo tenga un título que aluda a lo capilar: La cantante calva.

A Lilita Carrió, a Patricia Bullrich –hoy corrida de la escena principal– les cabría perfectamente el parlamento de la señora Smith, una de sus protagonistas: “El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo”.

Por su parte, Fernando Iglesias, también desplazado de la campaña, podría interpretar a la perfección cualquier parlamento del señor Smith, por ejemplo: “Hay algo que no comprendo. ¿Por qué en la sección del registro civil del diario dan siempre la edad de las personas muertas y nunca la de los recién nacidos? Es absurdo”.

El gran triunfo del PRO y de su alianza eleccionaria consistió precisamente en naturalizar el absurdo a través de un fuerte aparato publicitario que reemplazó las ideas por el slogan. En un alarde de autoayuda social crearon el “Sí, se puede”, tan parecido a la publicidad de una marca de zapatillas deportivas que decía “Impossible is Nothing” y ni siquiera tuvieron la necesidad de explicar qué es lo que se puede y de qué modo podría lograrse aquello que no se sabe qué es. “Se robaron dos PBI” fue y es un caballito de batalla repetido hasta el cansancio por los seguidores del slogan fácil sin tener la menor idea de cuál es el monto de un PBI. Inventaron el concepto de “infectadura” con el mismo criterio con el que la publicidad inventa un laboratorio que parece la Nasa para vender un jabón para lavar la ropa.

Con mentalidad televisiva quien fuera ministra de Seguridad se vistió de marine con uniforme-camuflaje, de presa vintage, de cowgirl y hasta emuló a Jorge Cafrune con vestimenta de gaucho y a caballo. Por su parte, quien cobró sueldo de ministro de Ambiente y Desarrollo Sustentable se disfrazó de árbol para mostrar su devota adhesión a la causa ecológica.

Pero quizá la mayor eficiencia publicitaria haya consistido en imponer en la sociedad la lógica del inconsciente en la que una cosa puede ser a la vez ella misma y su contraria sin entrar en contradicción. Así dijeron sin ponerse colorados: “la vacuna es un veneno” y “en el país faltan vacunas por ineficiencia del gobierno”; o “para nosotros la prioridad es la educación”, “qué es eso de andar fundando universidades por todas partes”, “los que no pueden pagar una escuela privada tienen que caer en la educación pública” y “los pobres no llegan a la universidad”.

Paradójicamente, la lógica del disparate no es en absoluto disparatada. Su peligrosidad consiste en que no se la puede combatir con la razón. ¿Podría un infectólogo usar con eficiencia su saber para convencer de las bondades de la vacuna contra el Covid a quien dice que por culpa de ella su madre quedó imantada y se le pegan los objetos metálicos? Sería como convencer a un paranoico de que nadie lo persigue o a alguien que padece delirium tremens de que las imágenes que lo atormentan solo están en su imaginación.

Por eso, en lugar de utilizar el supuesto mechón de pelo de Santilli –quizá demasiado rojo y tupido para ser auténtico– podrían haber recurrido al vello axilar de Atila o al vello púbico de los líderes de la Campaña del Desierto, que no estaba desierto sino habitado por los pueblos originarios hasta que Roca lo dejó más lampiño que la cabeza de Larreta.

Lo importante era insertar la campaña en una lógica de manicomio inmune a cualquier razonamiento y repetir la naturalización del disparate. Es cierto que, tarde o temprano, la realidad termina por imponerse. Pero costó cuatro años entender lo que puede pasar en un país gobernado por un grupo de bestias peludas. «