En Estados Unidos ya no es noticia que una tropilla de policías blancos, desbocados, haya estrangulado a un muchacho negro, por puro negro nomás. O que una fiesta de cumpleaños haya terminado ahogada en sangre cuando alguien disparó con su rifle AR-15, un arma de guerra, contra unos, contra el que fuere, contra todos. O de que un recreo escolar, el patio del shopping o el templo del barrio se hayan convertido en la tumba de diez, veinte, treinta que hasta entonces proclamaban el heroico arte de vivir en una nación que insiste en hacer de la tenencia de armas la más pura y sublime muestra de libertad. Un día, el mismo día que los adoradores de las armas –la Asociación Nacional del Rifle (ANR)– se reunían a celebrar su pacto anual con la muerte, los sondeos dieron el enésimo toque de atención.

Consternado, el 14 de abril, The Gun Violence Archive reveló que en los primeros 104 días del año habían muerto 520 niños víctimas de las balas. Cinco por día, pero la ANR no les ofreció ni un hipócrita minuto de silencio. Por el contrario, ese día, en su convención anual de Indiana, la entidad que hasta su muerte presidieron los recios John Wayne y Charlton Heston recibió al ex presidente Donald Trump y a otros dirigentes republicanos para expresar su admiración al grupo de legisladores –republicanos y también demócratas– que timonean un proyecto de ley para declarar al AR-15, protagonista de todas las masacres,  como “el rifle de América” (de Estados Unidos). En ese mismo lapso se registraron 167 ataques (tiroteos los llaman, aunque nadie tire del lado de las víctimas), dos cada tres días.

Sin embargo, y pese a que en la emergencia Trump anunció que, procesado y todo, hará un nuevo intento de volver a la Casa Blanca, la ANR rindió homenaje, a su manera, a los niños de EE UU. Habilitó su convención para que los fabricantes de armas iluminaran sus stands y los pequeños, llevados por abuelos o padres, pudieran fotografiarse en posición de tiro, portando pistolas, fusiles o rifles. Y el AR-15, por supuesto. La web de los armeros y sus fans se engalanó con un sinfín de imágenes de niños sonrientes, a quienes sus mayores ayudan a sostener el arma elegida. Resonaba aun la promesa de Trump de “defender con mi vida la Segunda Enmienda, el derecho absoluto de los americanos a tener, portar y usar armas para su defensa, ese AR-15 con el que todos soñamos”.

La tan mentada Segunda Enmienda es una disposición que rige desde 1791, con el país en pañales todavía. Por ella, cualquier norteamericano puede armarse hasta los dientes para actuar en defensa propia cuando se sienta amenazado. Más de dos siglos después, el expresidente George W. Bush (2001-2009) corrigió “las carencias” de la Enmienda. Proclamó la expiración de la ley federal que prohibía la tenencia civil de armas de guerra y sancionó una Ley de Protección del Comercio Legal de Armas, que da inmunidad absoluta a los vendedores, comerciantes, fabricantes y a quienes transporten armas, para protegerlos de demandas basadas en el daño que causan. Las ventas se dispararon y en EE UU hay hoy más armas de guerra en manos de civiles que pobladores tiene el país (340 millones).

A las estadísticas sobre los asesinatos de niños y adolescentes siguieron en esos días otros informes no menos escalofriantes. Sus autores son las incuestionables The Gun Violence Archive y Kaiser Family Foundation (KFF). Según Centros de Control de Enfermedades –la entidad estatal encargada de vigilar y abordar amenazas a la salud pública–, desde el año pasado las armas de fuego son la causal número uno de mortalidad infantil, otro récord a nivel mundial. Una investigación del The Washington Post precisó que uno de cada 20 adultos (unos 16 millones de personas) es dueño de un AR-15. “El perfil de esas personas propietarias de armas letales es el siguiente: blancos, hombres, republicanos y viven en los estados donde en las últimas elecciones ganó Trump”.

El 3 de abril pasado la KFF entregó un informe que da cuenta de la repercusión social del uso de las armas de fuego y, en buena medida, dice cómo está condicionada la sociedad civil en un país que se proclama como el paraíso de la democracia y de las libertades. Una de cada cinco personas, confirmó la entidad, tiene un familiar muerto por armas de fuego. Eso es el 20% de la población total de EE UU. El 84% de los norteamericanos dijo que tomó “medidas extraordinarias” para proteger a sus familias, consistentes en “comprar armas y evitar lugares públicos como salas de concierto o estadios deportivos, el uso del transporte público y hasta la participación en actos religiosos”.

Collins Iyare, conocido en el mundo de las armas como “el negro Colion Noir”, es un joven abogado, hijo de inmigrantes nigerianos expulsados por alguna de esas cíclicas hambrunas (como la actual) que vuelcan su furia sobre las poblaciones africanas. Es, quizás, el mejor y más notorio entre los publicistas de la ANR. Muchos de los de su condición, el primer blanco de la violencia legal del establishment y de los tiradores norteamericanos, lo definen como “un negro blanqueado”. Otros, menos hirientes, dicen que “vendió su alma al diablo blanco”. En la reunión de Indiana fue el más ovacionado, incluso más que Trump,  cuando en el panel de cierre deliró que “los padres fundadores –esa molesta muletilla patriotera–  usaron sus rifles para salvarnos y hacer del AR-15 el arma de América”.   «

El tráfico de «artefactos de guerra»

Mientras internamente EE UU supera sus propias marcas y con la naturalización de la violencia armada degrada la calidad de su democracia, el mundo denuncia el tráfico de los “artefactos de la guerra” –blindados, misiles, fusiles, bombas, municiones– con los que lleva la muerte a otros ámbitos, al de sus aventuras bélicas y a la vida de otros pueblos. Lo rechazan los países violentados y quienes quieren dejar de ser cómplices de las masacres. Desde la Casa Blanca y los medios, desde el Pentágono hasta el último soldado raso, todos saben dónde, cómo y cuándo se lucra con el negocio de la muerte, pero el silencio y la mirada esquiva se han institucionalizado.

La semana pasada los 15 países de la Caribbean Community, víctimas del ingreso ilegal de fusiles made in USA, pidieron una urgente cita con el presidente  Biden para exigirle que intervenga a fin de frenar ese flujo con el que las “maras”, brazo armado del narcotráfico, aterrorizan a la población de esos países. La entidad se sumó a la decisión de México, que demandó en tribunales norteamericanos a las fábricas de armas “por diseñar y comercializar productos con los que provee de manera rutinaria a los cárteles”. El primer ministro de Bahamas, Phillip Davis, aseguró que “el arsenal relacionado con actividades criminales recuperado in situ proviene de EE UU”, el 98,6% en su país, el 87,7% en Haití, el 72,3% en México, el 67% en Jamaica y alrededor del 80% en el área Caribe.

“Biden sabe que las armas enviadas a Ucrania van al mercado negro. Polonia, Rumania y otros países están inundados con esas armas”, denunció simultáneamente Seymour Hersch, Premio Pulitzer 1990, una de las personalidades más reconocidas del ámbito periodístico. “Son enormes cantidades, reciben los cargamentos y los revenden o los envían al mercado negro. Eso obligó al director de la CIA, William Burns, a encarar al presidente Volodímir Zelenski”, reveló. Según Hersch, EE UU “al fin se preocupó por el destino de las armas y el comportamiento escandalosamente corrupto del gobierno de Kiev. Burns le dijo a Zelenski que Washington está irritado con él porque se embolsa mucho –dijo–, toma para sí una parte muy grande de lo que Occidente envía para Ucrania”.