uando el 9 de abril el presidente Donald Trump designó a John Bolton como asesor de seguridad nacional en lugar del general H.R. McMaster todos sabían que tarde o temprano el temperamento y la ideología extrema de este señor que parece salido de un dibujo animado terminará por aflorar. Trump lo había convocado para eso; para ser un halcón entre halcones en un Gabinete que con el secretario de Estado Mike Pompeo y la jefa de la CIA Gina Haspel conforma un peligroso tridente ofensivo que nadie recomendaría como garantes de la paz.

Heredero de un puesto que alguna vez tuvieron dos de los grandes estrategas de Estados Unidos, Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, Bolton fue uno de los más activos integrantes del Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense (Project forthe New American Century, PNAC) un think tank que promueve por las vías  a su alcance la fortaleza del imperio de Estados Unidos. 

Este lunes protagonizó una escena con pocos antecedentes en la diplomacia internacional. No por el contenido, ya que simplemente dijo que su país no aceptará que la Corte Penal Internacional investigue crímenes de guerra cometidos por tropas estadounidenses en Afganistán. Lo que si sorprendió a quienes no lo conocían fue la rudeza con que lo dijo. Enfurecido, agitando su tupido bigote y su melena blanca, amenazó con «impedir a esos jueces y fiscales la entrada a Estados Unidos. Vamos a aplicar sanciones contra sus bienes en el sistema financiero estadounidense y vamos a entablar querellas contra ellos en nuestro sistema judicial».

No es casualidad que hubiese esperado esta ocasión para lanzar su furia. Faltaba poco para que la Corte de La Haya tomara la denuncia por las aberraciones perpetradas durante los últimos 15 años en ese país asiático por soldados estadounidenses en el marco de la invasión ordenada por George W. Bush, luego de los atentados a las Torres Gemelas del 11 S de 2001. Con un adicional: Bolton fue uno de los miembros del Gabinete de Bush que más hizo para oponerse a que Estados Unidos firmara y refrendara a ese tribunal, creado en 2002.

Integran la CPI y ratificaron el Tratado de Roma posterior 123 países del mundo, entre ellos Argentina, pero no Estados Unidos, China, Israel, Rusia, India ni Sudán. El gobierno de Barack Obama tampoco dio un paso adelante para aceptar la injerencia del tribunal o ser parte de él. La Corte puede intervenir porque Afganistán sí es miembro.

El historial de Bolton lo muestra consecuente con un pensamiento de derecha racista y beligerante. No es la imagen de abuelo comprensivo que se podría percibir en una foto fija.  Nacido en 1948 en Baltimore, a los 16 años se sumó al comité de campaña de Barry Goldwater, un republicano ferviente anticomunista y racista que disputó la presidencia contra Lyndon Johnson pero perdió por paliza. Luego, el joven Bolton se uniría a Jesse Helms, quien haría carrera desde el Senado en todas las causas antipopulares y emprendió una cruzada especial contra Cuba.

Bolton llegó al gobierno tras un cambio de Gabinete que ensayó Trump a principios de este año y en el que colocó a lo peorcito que encontró revolviendo la caja de herramientas del partido republicano. Fue cuando Pompeo, titular de la CIA, reemplazara a Rex Tillerson en la Cancillería. La jefatura de la agencia de inteligencia exterior de EE UU fue ocupada entonces por Gina Haspel, que hasta entonces había sido la directora adjunta. Con casi tres décadas en la «compañía», Haspel estuvo el frente de operaciones encubiertas en varias partes del mundo y en Tailandia, según se reveló cuando fue nominada para el cargo, supervisó interrogatorios en los que fueron aplicadas varias técnicas de tortura.

En ese equipo, Bolton se siente a gusto porque, según el investigador norteamericano John Ricardo «Juan» Cole, fue uno de los responsables de haber promovido la invasión de Irak y ayudó a crear al grupo yihadista conocido como Estado Islámico. «En un mundo justo, Bolton estaría en juicio en La Haya por crímenes de guerra», sostiene Cole. Tal vez por eso reaccionó como lo hizo.

Juez con antecedentes

Donald Trump tenía ocasión de armar una Corte de Justicia a su paladar tras el retiro de Anthony Kennedy. La postulación de Brett Kavanaught creó inquietud entre los demócratas pero mucho más entre quienes luchan por la ampliación de derechos. Se lo considera, por sus antecedentes, partidario de revocar o limitar aun más el derecho al aborto que contempla el fallo Roe vs. Wade de 1973.  Luego de semanas de chicanas de los demócratas, que alegan la necesidad de esperar la elección de noviembre antes de proponer un nuevo integrante de la corte –donde ya los conservadores son mayoría– el Senado comenzó a debatir su designación. Parecía que la cosa venía bien luego de un par de sesiones donde lo acribillaron a preguntas, cuando apareció una inesperada impugnación. Una mujer mandó una carta a los legisladores demócratas que evalúan su candidatura denunciando que hace 30 años había intentado forzarla sexualmente durante una fiesta. «Rechazo de manera categórica y sin equívoco esta acusación», dijo el aspirante en un comunicado.