En medio de un clima de acoso de la ultraderecha política y sus poderosos aliados internos, en vísperas del plebiscito sobre una nueva Constitución y cuando su imagen, groseramente esmerilada por la oposición, cae día tras día, el flamante presidente de Chile, Gabriel Boric, acudió a un recurso que siempre rechazó para afrontar la histórica disputa del pueblo mapuche con el Estado. Como todos sus predecesores de la posdictadura, militarizó el sur, la Araucanía y el Biobío, los confines que pertenecen a las comunidades originarias desde que el sol iluminó esas tierras por primera vez. Pese a tomar un camino a contramano de lo que ha sido su vida militante, e incluso con un discurso similar al del enemigo, busca frenar las nada sutiles advertencias recibidas en los últimos días.

El estado de emergencia dispuesto el martes 17 le otorga atribuciones especiales al Poder Ejecutivo para desplegar a los militares en una zona específica, a fin de apoyar a la policía en labores de seguridad y control del orden público. El decreto no hace alusión a hechos aparentemente policiales pero que, por su gravedad, preocuparon al entorno presidencial. Concretamente, el ataque a uno de los custodios de Boric y el robo del vehículo oficial en el que se desplazaba y, luego, el ingreso a la luz del día a la casa de la ministra de Defensa, Maya Fernández Allende, de donde llevaron objetos varios, un automóvil y computadoras. Estos dos episodios se registraron el mismo día, cuatro días antes de la firma del decreto.

Por más que en el sur existe un estado de violencia latente, la militarización abrió un cisma, a dos meses de instalado el gobierno, cuando todo indicaba que los ministros trabajaban en armonía. Que los mapuches reclaman sus tierras, y que entre ellos hay grupos violentos no es una novedad. Que las empresas forestales que usurpan esas tierras tienen sus propias policías bien entrenadas, bien equipadas y siempre bien dispuestas, tampoco es novedad. Nadie olvida que los camioneros –no los trabajadores que exponen su salud cargando madera, soportando la intemperie y durmiendo en la ruta, sino los empresarios de oficinas con vista al mar o a la montaña–, también están allí, cortando las rutas. Viejos motores de la derecha desde el golpe contra Salvador Allende (1973) saben que son vitales en un país de 4300 kilómetros de largo

Cuando era diputado, Boric votó contra la prórroga del estado de excepción impuesto por el entonces presidente Sebastián Piñera y, tras ser investido él mismo como presidente de la República, optó por no renovarlo. En ambas circunstancias repitió que “de nada valen esas medidas con las que se reprime o se amenaza con reprimir, basta ver que en los últimos cuatro años se triplicaron los hechos de violencia”. Sin embargo, como antaño pero ahora, con su firma, esos militares de pasado genocida y presente cómplice volvieron a ser los dueños de las rutas centrales y secundarias de un territorio de 72 mil kilómetros cuadrados donde los grupos de resistencia territorial mapuche actúan con creciente audacia.

La decisión de Boric, y no solo por inesperada, prendió todas las alarmas. La Coordinadora Arauco Malleco reaccionó con una de sus típicas bravuconadas: “Los milicos nuevamente desplegados en el Wallmapu –el territorio histórico del pueblo mapuche– custodiando los intereses del gran capital. Es la expresión en pleno de la dictadura militar (1973-1990) que ya hemos sufrido, dictadura que ahora asume el gobierno lacayo de Boric. A prepararse, a organizar la resistencia armada por la autonomía de la nación mapuche”, dijo su vocero Héctor Llaitul. En respuesta, la ministra del Interior, Izkia Siches, justificó la medida: “En el último tiempo hemos tenido un aumento de la violencia, hemos sido testigos de cobardes ataques y también hemos visto cortes extendidos de las rutas”.

Todo el mundo entendió que la bravata estaba dirigida a la Coordinadora, pero la ministra aclaró luego que, en realidad, había aludido a los bloqueos de rutas de los camioneros, “poniendo en riesgo el libre tránsito y cortando las cadenas de suministro, aumentando el costo de la vida en las zonas más rezagadas del país”. El discurso, idéntico al de Piñera (2018-2022) cuando durante su mandato apeló repetidamente a la militarización, apuntaba a las empresas de camiones, que intimaron a sus trabajadores a protagonizar los piquetes en demanda de seguridad en las carreteras, reducción del impuesto a los combustibles y baja de la tarifa de peajes. De las dos partes, un discurso repetido, salvo que los camioneros esta vez no pidieron que los militares entraran en acción.

Nadie esperaba que el pueblo mapuche volviera a ser el blanco de los blancos. Su historia, desde la llegada de los conquistadores, está marcada por la defensa de la tierra. Desde siempre, el Estado desconoce los pactos de coexistencia de 1825, fueron invadidos en la segunda mitad del siglo XIX por tropas que al amparo de la llamada Pacificación de la Araucanía de 1861 (casi en simultáneo con el genocidio de la llamada Conquista del  Desierto lanzada en 1878 en Argentina), pretendieron exterminar al pueblo y robaron sus tierras, entregadas en el siglo XX a colonos europeos y tras el golpe de Estado de 1973 a las forestales. Firmada la militarización, Boric reiteró que esta no resolverá este desencuentro histórico, pero dijo que igual tiene voluntad de negociar. El problema es que los mapuches entienden que no se puede dialogar con una metralleta sobre la mesa. «

La seguridad y las discrepancias

Es como en todas partes. Delincuencia e inseguridad son los principales problemas que dicen tener los chilenos. Diariamente esto se manifiesta en la supuesta aparición de cadáveres por todas partes, sea un descampado o una plaza de un poblado lejano. Repetido hasta el hartazgo por los medios, como en todas partes, se genera una situación que termina en la gestación de un agobiante cuadro de inseguridad. Hasta ahora, Argentina y Uruguay llevaban la primacía. Ahora Chile también pasó al frente, y aunque el narcotráfico y la delincuencia transnacional (el lavado y todos los tráficos) son dramas urbanos, se aplican aquí para justificar la militarización del sur chileno.

La ministra del Interior, Izkia Siches, se alineó con el presidente y reivindicó que “hemos decidido hacer uso de todas las herramientas para garantizar la seguridad y libertad de nuestros ciudadanos, decretando el estado de emergencia”. Para quien quiera creerlo, agregó que se tomarán otras medidas para promover soluciones reales a los problemas del sur: “Se impulsará la creación de un Ministerio de Pueblos Indígenas (2,5 millones de almas) de los cuales el mapuche es el mayor entre diez; se creará una mesa de diálogo para responder a demandas en vivienda, gestión urbana y telecomunicaciones, entre otras”.

En el gobierno no todos comulgan con las medidas. Casi que en las antípodas, la ministra de Desarrollo Social, Jeanette Vega, se manifestó en contra de la militarización “porque la seguridad es lo último en el orden de prioridades de los mapuches”. La cuestión es de fondo, agregó, tienen muchas posibilidades menos que el resto del país de acceder a la educación, la salud y los beneficios sociales. “Ahí en el sur –reiteró– las condiciones de pobreza son mayores, casi el doble con respecto a cualquier otra región, y eso no se arregla con un estado de excepción que coarta un montón de derechos y libertades”.