El último día de octubre, al cerrarse en Roma una nueva cumbre de los países del G20, los mandamases del FMI, el Banco Mundial y la OMS se reunieron con esos dueños del 86,1% del PBI mundial y con las multinacionales farmacéuticas para pedirles, una vez más, que se comprometan a lanzar una gran ofensiva para que no quede nadie sin vacunarse contra el Covid-19. Lanzaron su proclama en momentos que la pandemia se mantiene en el mundo y experimentaba -experimenta-, un aterrador crecimiento en Europa. La reunión buscaba garantizar una distribución equitativa de las vacunas, que las dosis lleguen a los países pobres y, nombrados por su nombre por primera vez, a los millones que revistan en lo que se conoce como los ciudadanos apátridas. Que no son, como se ha querido hacer creer, unos malos bichos traidores a su patria.

En un tiempo, postrimerías del siglo XIX, distintas causas impulsaron a personalidades notables a renunciar a su nacionalidad de origen para, años después, tomar la del país que los había acogido. Es el caso de Albert Einstein y Friedrich Nietzsche. Pasaron cien años y en las décadas finales del siglo XX, las dictaduras sudamericanas impusieron la expulsión de sus países y la quita de nacionalidad a muchos de aquellos que, de pequeños, habían sido traídos por sus padres europeos en los inicios de la primera postguerra mundial. Es el caso de múltiples abogados defensores de los derechos humanos en Uruguay y Brasil. Y hubo un tiempo –los últimos años del siglo pasado– en el que cientos de miles vieron desaparecer sus países. Es el caso de los cosmonautas soviéticos, que se quedaron orbitando sin saber en qué país volverían a parar. Todos fueron apátridas.

La ONU, que no tiene a ninguna de sus agencias orientada a atender específicamente el drama de los sin patria, calcula más o menos a ojo el número de personas en esta situación. Tan a ojo que dentro de las mismas oficinas del Alto Comisionado para los Refugiados hay quienes estiman en 4 millones el número de personas que no son nacionales de ningún país y otros que elevan la cifra hasta 10 millones. Los apátridas no tienen protección ni amparo del país en el que nacieron o viven, no tienen acceso a la salud pública, la vivienda, la educación, el empleo y los derechos laborales, la libertad de movimiento, la participación política. Con una certeza que sorprende en medio de las vaguedades con que la diplomacia mundial aborda el tema de quienes cayeron en la apatridia, un informe de la ONU asegura que en 2019 el 51% de los apátridas eran mujeres y niños.

A falta de una definición exacta, El Orden Mundial –medio de análisis divulgativo, según se autodefine en su página web– precisa que un indocumentado no tiene por qué ser un apátrida, pero si a un bebé no se lo registra al momento de nacer o una persona no adquiere una nueva nacionalidad al perder la antigua (la que fue suya), está en riesgo de apatridia. En más de 50 países la ley discrimina por género, impidiendo que las madres solteras traspasen la nacionalidad a sus hijos que, por ello, nacen apátridas. En general, se acepta la definición dada en 1989 por la Unesco, cuando habla de “habitantes de un espacio geográfico concreto al que tienen como referencia, seres con señas identitarias propias y voluntad de definirse como de una misma nacionalidad: historia, etnia, lengua, cultura, religión o ideología”.

El “olvido” del llamado mundo civilizado hacia los apátridas se evidencia en dos puntos de desarrollo en el ámbito del alto organismo multinacional;

1) En 1954 la ONU promovió la Convención sobre los Apátridas, para ampararlos en línea con lo dictado por la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a tener una nacionalidad”. Siete décadas después, la Convención sólo fue ratificada por 95 de los 195 países de la ONU, menos de la mitad.

2) En 2014, y con metas a 2024, el organismo lanzó la campaña Yo Pertenezco. Sus acciones incluyen evitar que haya niños nacidos apátridas y garantizar su registro, impedir la privación discriminatoria por nacionalidad y mejorar las bases de datos sobre población apátrida. Siete años después, sólo se logró garantizar el registro de 81.000 niños y adultos apátridas.

En medio de este cuadro de situación en el que los apátridas sufren, cada día, una nueva forma de discriminación, horroriza pero no sorprende que el casi nulo acceso a los servicios de salud se haya agravado durante la pandemia, pues la inmensa mayoría fue excluida de los procesos de vacunación. El tan divulgado caso de Israel con los palestinos es sólo uno más. Apátridas, refugiados, desplazados, solicitantes de asilo y migrantes han sido marginados de los planes de vacunación o relegados a recibir sus dosis en el último lugar. Después de todo, los participantes de aquella reunión de Roma habrán pensado que un apátrida contagia y muere como cualquier ciudadano del norte global.

Mucho se habla de ellos pero no se sabe ni cuántos son…

Cada vez que se habla de hambre o violación de derechos, los apátridas –aunque no está bien definido a quiénes se identifica así– siempre aparecen entre las primeras víctimas del establishment global y hasta suelen merecer algunas lágrimas. Sin embargo, entre los 37 programas, fondos, agencias especializadas, entidades y organizaciones adheridas que componen la ONU, no aparece ninguno que se ocupe específicamente de esos parias sin patria, ni bandera, ni himno, ni escarapela. Tanto, que mucho se habla de ellos pero no se sabe ni cuántos son. Se llega a un número por acumulación de datos aislados y a cada caso por los resúmenes de prensa que han logrado adentrarse en algunas situaciones:

Myanmar (Birmania). En 1982 el régimen budista de Myanmar votó una ley de ciudadanía que convirtió en apátridas a los rohingyas, musulmanes del sur. Los que escaparon al genocidio (¿900 mil?) se refugiaron en Bangladesh o deambulan en su antigua tierra.

Tailandia. Habría 480 mil apátridas miembros de minorías étnicas que habitan en la región montañosa fronteriza con Myanmar y Laos. A ellos se suma el pueblo seminómade de los moken, los llamados “gitanos del mar”, que sobreviven de la pesca en el sudeste del Índico.

Siria. En 2011 había unos 300 mil, kurdos a los que en 1962 se les quitó la nacionalidad. Hoy quedarían 160 mil, acogidos en campos de refugiados de Jordania y Líbano. Si tienen hijos allí, esos niños ya nacerán apátridas.

Kuwait. Se habla de entre 95 y 110 mil apátridas. Son los “bidún yinsiya” (sin nacionalidad en árabe), herederos de tribus nómades que se movían en los alrededores del golfo Pérsico.

Irak. Unos 50 mil bidún y 100 mil kurdos faili, históricos residentes de la frontera con Irán a los que en 1980 se les retiró la nacionalidad.

Nepal. El gobierno niega la existencia de apátridas, pero entre la red montañosa dominada por el Himalaya se estima que habría varios cientos de miles, hijos de mujeres nepalesas con extranjeros, a los que, por ley, no pueden transmitir la nacionalidad.

Costa de Marfil. Aquí se habla con exactitud de 692 mil, hijos de migrantes de los países vecinos que en el siglo pasado fueron a trabajar en las plantaciones de café y algodón.

Letonia/Estonia. Con el fin de la Unión Soviética, cientos de miles de rusos permanecieron en los nuevos Estados bálticos, donde quedaron definidos como “no ciudadanos”.

Europa. Decenas de miles de gitanos quedaron apátridas tras la partición de Yugoslavia y Checoslovaquia, los desplazamientos provocados por las guerras de Kosovo y Bosnia o la incapacidad de registrar a los hijos por falta de certificados de nacimiento.