Violencia institucional sin fin. Detenciones de opositores, ya sean precandidatos presidenciales, empresarios, periodistas o líderes sociales. Persecución a organizaciones no gubernamentales. Allanamientos a medios no afines al Gobierno. Imposición de leyes antidemocráticas para justificar la represión. Una sociedad espiada, atemorizada. Violaciones interminables de derechos humanos. La búsqueda de una presidencia indefinida, alargada a toda costa.

El panorama en Nicaragua es tan abiertamente sombrío que interpela de frente a la izquierda, al  progresismo latinoamericano. Los pone en aprietos. La resistencia a la crítica queda en evidencia.

Los pretextos para justificar el silencio o minimizar e incluso desmentir la violencia del régimen de Daniel Ortega abundan: que si denunciarlo implica «hacerle el juego» a la derecha regional y a «la oligarquía» nicaragüense ; que es ponerse del lado de «los intentos golpistas» del «imperialismo yanqui»; que es ayudar a «la prensa hegemónica» que sólo centra su mirada en Cuba, Venezuela y Nicaragua para erigirlos como «el eje del mal».

La narrativa exculpatoria se apoya en arraigados lugares comunes. Pero quienes de verdad le hacen «el juego a la derecha» son los gobiernos autopercibidos de izquierda que reprimen a sus sociedades y violentan de todas las formas posibles a la democracia. Y hay que denunciarlos porque, de lo contrario, caemos en la doble vara que tantas veces criticamos. La coherencia, lo sabemos, es un bien preciado. Y tan escaso.

Sí, es cierto que la prensa tradicional de América Latina, la de más larga trayectoria y, en muchos casos, todavía la más influyente, cubre de manera militante, selectiva: la indignación, las denuncias, las primeras planas y las coberturas detalladas están reservadas para los llamados gobiernos populares.

Son «los malos».

De la violencia institucional y las públicas y probadas violaciones a derechos humanos en la Colombia de Iván Duque y el Chile de Sebastián Piñera los grandes medios se interesan poco y nada. Y luego se sorprenden de los estallidos, del hartazgo social que estaba latente y que, absortos en la construcción de espejismos neoliberales, no se habían interesado en mirar, ni contar. Más ejemplos: el golpe de Estado en Bolivia no fue reconocido como tal y la dictadura de Jeanine Áñez fue amparada hasta el final. Hasta Jair Bolsonaro, el presidente brasileño con récord de pedidos de destitución bajo el cargo de genocidio, es cubierto como un político más exótico que condenable.

El mismo doble rasero de este tipo de prensa se le puede adjudicar a una OEA a la que Luis Almagro terminó de desprestigiar y de restarle autoridad.

Pero nada de eso justifica que en la otra vereda ideológica se actúe de la misma forma y se intente tapar o desmentir la represión nicaragüense denunciando solo lo que ocurre en gobiernos de derecha. No. No se trata de una competencia para ver si Colombia o Chile son peores. No es ni argumento ni consuelo.

Porque entonces surge una duda: ¿de verdad nos interesan la democracia y los derechos humanos? ¿O sólo nos preocupan cuando son valores atacados por gobiernos que no nos gustan y miramos para otro lado si las agresiones las cometen líderes que supuesta y falsamente representan los modelos políticos que apoyamos?

Ya lo decía Cortázar en 1984, en sus ensayos sobre la Nicaragua tan violentamente dulce: «Todo está tristemente claro: Nicaragua caerá si no multiplicamos nuestros esfuerzos solidarios, y esto significa algo más que leer un texto como éste y estar de acuerdo con él… ¿Vamos a dejar sola a Nicaragua en esta hora que es como su Huerto de los Olivos?»

Eran otros tiempos de lucha, los albores del sueño revolucionario que Julio apoyó y que Ortega hoy convirtió en una pesadilla. Pero la pregunta sigue siendo válida: ¿Vamos a dejar sola a Nicaragua? Ojalá que no.

Seguimos. «