Quizá sea porque los tutoriales han invadido  Internet y los hay para todo, desde la construcción de catedrales góticas en pleno siglo XXI hasta la eliminación de hormigas en el jardín o la transformación de un paraguas en un transatlántico, dos escritores argentinos tan distintos como Eduardo Berti, que reside en Europa, y Félix Bruzzone, que vive en Argentina, han escrito dos tutoriales literarios que enseñan lo que es imposible aprender.

Foto: Eduardo Sarapura

Indudablemente, en materia de tutoriales literarios Julio Cortázar fue un precursor, aunque en el prólogo del libro de Bruzzone, 307 consejos para escribir una novela, Daniel Divinsky menciona también el Manual del buen vendedor, de Felisberto Hernández.

Cortázar describía minuciosamente y con empaque teórico lo que casi todo el mundo hace sin que nadie se lo enseñe. Hernández, por su parte, recomendaba “Venda. Venda. Venda más. Venda todavía más. Venda…” con lo que dejaba en claro que hay cosas que sólo se pueden hacer haciéndolas. Según Divinsky, experimentado maestro de la edición, esto es, precisamente, lo que está en el trasfondo de los consejos de Bruzzone, nada menos que 307.

Una pregunta frecuente de los periodistas culturales a los escritores que dictan talleres es: “¿se puede aprender a escribir?”.  Curiosamente nunca preguntan: “¿se puede aprender a leer?” como si una cosa u otra no fueran la cara y contracara de la misma moneda.

De esto último se ocupa, precisamente, Eduardo Berti, autor de libros siempre sorprendentes en los que, a través de la escritura, una y otra vez descubre su condición de lector. En su tutorial literario, lo que hace es complejizar, y en buen hora, la condición de lector. Quienes pertenecen al mundo de la pedagogía suponen que leer es un hábito que debe adquirirse de chico, igual que lavarse los dientes. Pero los dientes no se lavan porque sí, sino porque es la forma de mantenerlos sanos y sin caries. Lo que nunca se especifica es para qué se lee. Y es así como la lectura suele convertirse en una penosa obligación escolar cuando, como señala Daniel Pennac, el verbo leer, del mismo modo que le verbo amar, no admite el modo imperativo. Por lo tanto, de poco servirá la orden “lee”, porque un lector es algo mucho más complejo que un niño obediente. La necesidad de leer nace de cosas tan heterogéneas como la necesidad de buscar un espacio donde refugiarse de la realidad, de la necesidad de saber por qué ese adulto que tanto quisimos en la infancia pasaba horas con los párpados bajos leyendo un libro…y siguen las razones absolutamente ajenas al deber moral de la lectura.

Es justamente esto lo que demuestra el libro de Berti, cuyo método “fácil y rápido” para ser  un lector es capaz de agotar a todo aquel que lo intente. He aquí una de las pruebas tomada al azar: “Busque acrósticos involuntarios en poemas. Trate de hallar, en la primera letra de cada verso, algún mensaje vertical que el autor no había previsto. Busque lo mismo en obras de prosa (en novelas, en relatos), sirviéndose de las primeras o las últimas letras de cada líneas.”

Hay, incluso instrucciones mucho más complejas que requieren habilidades en apariencia más complicadas que bajar un libro de un estante de la biblioteca y ausentarse del mundo por un largo rato sin levantarse del sillón del living.

Dos tutoriales literarios

Las instrucciones de Berti son a un mismo tiempo absurdas y poéticas en proporciones casi  idénticas.  “A lo mejor este libro –dice su autor en el prólogo- no es más que un sincero tributo a la lectura. Un tributo bastante explícito que dio comienzo con mi libro Círculo de lectores (2019) e  incluso bastante antes (La mujer de Wakefield, 1999).

Foto: Prensa / Magdalena-Siedlecki

En este último, el relato de Berti completa el costado de la narración que Nathaniel Hawthorne había dejado en la sombra, mientras que en el citado en primer término difumina los límites entre la realidad y la ficción tomando a los personajes de los libros que leyó a lo largo de su vida como si fueran de carne y hueso. Es decir, escribe a partir de la literatura. Lo dicho: leer y escribir son dos caras de la misma moneda.

También Bruzzone se mueve entre lo absurdo y lo poético, aunque lo poético pareciera producirse, a veces, a su pesar, como cuando dice “No escribir una palabra que no haya venido a pedir que la escriban”. En esta frase decididamente poética se encierra una verdad aplicable a todo arte: menos es más o lo que no suma, resta. Lo mismo vale para, por ejemplo, “Escribir con muchas ganas de no morir”. ¿No es la escritura del mismo modo que la lectura  una suerte de conjuro contra la muerte?

“No usar aparatos de ortodoncia. En las novelas los dientes crecen silvestres”. “Leer todo como si todo fuera una novela y escribir como si nada fuera una novela”. “Escribir sin balcón” son algunos de sus otros consejos más breves. También los hay más extensos.

En algunos de sus consejos es posible vislumbrar, a menos que la lectura sea equivocada, que el autor de Los topos dice cosas que realmente cree y que toma en cuenta en su propia escritura como cuando incita a no usar jamás la palabra “piedrecita”. Hubo un autor que detestaba la palabra “rostro” del mismo modo que Gabriel García Márquez detestaba los gerundios. Es posible que, de ser una creencia propia, ésta linde con el prejuicio.

 Quizá un consejo que instara a escribir una novela con palabras que uno no usaría jamás podría ser un ejercicio muy provechoso. Fue en respuesta a un odiador de gerundios que Alberto Laiseca escribió “Matando enanos a garrotazos.” Hay palabras que pueden resultar despreciables hasta que alguien las utiliza para escribir una novela genial. Si los consejos para escribir  una novela resultan absurdos es, precisamente, porque no hay caminos prefijados para hacerlo. En materia de escritura, como suele decirse, “nunca se sabe por dónde puede saltar la liebre”.

Si hay algo que tienen en común los libros de Berti y de Bruzzone más allá de su condición de tutoriales absurdo es que demuestran que las instrucciones casi disparatadas  pueden convertirse en libros maravillosos, de esos que sorprenden, sacuden, obligan a sacudir certezas y  dibujan sonrisas en el lector solitario. En fin, los libros que espejan en el lector la riesgosa aventura  que al autor vivió al escribirlos.