El 23 de agosto de 1939, en un salón del Kremlin decorado con banderas de la URSS y del Tercer Reich, se firmó el pacto germano-soviético, con cláusulas de mutua no agresión.  

El ministro de Asuntos Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop, supo estampar su rúbrica con expresión muy seria. Su contraparte local, Viacheslav Mólotov, lucía sonriente. Detrás de ellos, Stalin mostraba un semblante cargado de ambigüedad.

Al respecto, la prensa occidental interpretaba que este sentía más recelo hacia el anticomunismo de Londres que por el anhelo expansionista de Berlín. ¿O acaso fue su modo de ganar tiempo ante lo inexorable?

De hecho, a los nueve días la Wehrmacht invadió Polonia, favorecida por la falta de acción del Ejército Rojo, que controlaba la otra mitad de aquel país desde el río Vístula. Así comenzó la Segunda Guerra Mundial.

Hitler ya había consumado la anexión de Austria y el desmembramiento de Checoslovaquia. Pero su campaña polaca hizo que Gran Bretaña y Francia le declararan la guerra. Ello, desde luego, estaba en sus cálculos.

Su siguiente paso, en abril de 1940, fue ocupar Dinamarca y Noruega. Al mes siguiente, invadió Bélgica y Holanda. Luego, tras una lucha desigual, las tropas alemanas entraron en París, celebrando tal logro con un espectacular desfile bajo el Arco de Triunfo. Ya en septiembre, el Reich firmó con Italia y Japón un pacto, quedando así constituidas las Potencias del Eje.

En este punto hay que retroceder a 1938, cuando la grave situación que se asomaba en Europa no le impidió a un tal Adam Mikler concretar un sueño comercial: fundar la compañía The Foreign Excellent Trench-Coats, con sede en Bruselas y filiales en varios ciudades del Viejo Continente. Su negocio era producir y exportar abrigos impermeables.

Cabe destacar que justamente en la elección de dicho rubro se advierte una involuntaria humorada, ya que esa empresa era en realidad la tapadera de una red soviética de espionaje, cuya eficacia —como es lógico— estaba cifrada en su capacidad para evitar filtraciones.

El verdadero nombre de Mikler era Leopold Trepper, un judío nacido en la región polaca de Galitzia, cuya militancia comunista lo llevó a ser reclutado por el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD, según sus siglas en ruso), del cual dependía el servicio de Inteligencia exterior de la URSS.

Trepper consideraba acertada la analogía trazada por el contraespionaje alemán entre las redes de agentes enemigos y los integrantes de una orquesta sinfónica. De modo que su jefe era el “director” y su intérprete más relevante, el radio operador —considerado el “pianista”—, por su responsabilidad de teclear el transmisor, llamado en este caso la “caja de música”. Así fue que la unidad a su cargo fue bautizada “La Orquesta Roja”.

La estructura del “Gran Jefe” —como se le decía a Trepper— llegó a tener 500 emisoras. Las principales funcionaban en Lieja, Gante, Bruselas, Ginebra,  Estambul, Atenas, Belgrado, Viena, Roma, Lyon, Ámsterdam, Madrid, Barcelona, Amberes, Estocolmo, Copenhague, Marsella, Lille, París (solo allí había 30 transmisores) y Berlín, lo cual pondría los pelos de punta a los nazis, aunque no inmediatamente. Porque estaban drogados de triunfalismo. ¿Acaso tales redes no se extinguirían por sí solas ante el peso final de la victoria? Esa era la pregunta retórica que se hacían los jerarcas nazis. El mismísimo Führer había dicho: “El edificio soviético está tan podrido que bastará una patada en la puerta para que todo se derrumbe”. 

En los primeros meses de 1941, el forzado idilio entre el Tercer Reich y la URSS se había deteriorado a pasos agigantados. Pero Stalin suponía que los nazis aplazarían su incursión a la URSS hasta no tener consolidada de manera definitiva sus posiciones en el frente occidental.

Sin embargo, empezaban a titilar signos contrarios a semejante creencia. Otro espía soviético, Richard Sorge, tuvo un papel clave en esta cuestión. Con una cobertura falsa como corresponsal en Japón del

Frankfurter Zeitung, pudo gozar de la confianza del cuerpo diplomático del Reich acreditado en ese país. Fue él quien, en mayo, informó al Kremlin que la Wehrmacht concentrará sus tropas en las orillas del tramo polaco del río Bug, hasta su desembocadura en el Vístula, para atacar al Este.

Pero ¿cuándo?

Lo cierto es que la Orquesta Roja aportó la fecha exacta fijada para la invasión al territorio soviético: el 22 de junio.

No obstante, Stalin recién consideró el dato al oír el primer cañonazo.

Apenas tres noches después, una estación receptora que desde la ciudad prusiana de Cranz, sobre el mar Báltico, se encargaba de interceptar emisiones clandestinas, se topó con una señal desconocida que soltaba mensajes cifrados.

Así fue como los nazis descubrieron la existencia de La Orquesta Roja.

Lo relatado hasta ahora en este texto solamente es el prolegómeno de la trama que aborda el libro L’Orchestre Rouge (La orquesta Roja / 1967), del periodista y escritor Gilles Perrault.

Allí es donde empieza la acción: un contrapunto casi ajedrecístico entre los agentes del Gran Jefe y los esbirros de la Abwehr (el servicio de espionaje y contraespionaje militar del Reich), de la Funkabwehr (el área especializada en detectar las emisoras enemigas) y de la Gestapo. Allí también empieza la pesadilla de sus cabecillas, el Reichsführer Heinrich

Himmler y el almirante Wilhelm Canaris, a sabiendas de que tenían enquistado al “mal” en su propia fortificación berlinesa. Un desvelo que se extendía a Hitler.

Tanto es así que, en mayo de 1942, llegó a declarar: “Los bolcheviques son superiores a nosotros solo en el campo del espionaje”.

Por entonces, a raíz del ataque japonés a Pearl Harbor, Estados Unidos ya se había sumado al conflicto bélico.  

Al año siguiente, una vez concluida la batalla de Stalingrado, Canaris opinó de Trepper: “Su actuación le costó 200 mil muertos a Alemania”.

La derrota nazi en aquella ciudad significó un punto de severa inflexión en el resultado final de la guerra. Para los nazis era el principio del fin.

En ello, por cierto, la red berlinesa de la Orquesta Roja tuvo mucho que ver, puesto que contribuyó a desmantelar la estrategia alemana al proporcionar —entre otras joyas informativas— datos precisos sobre la fabricación de armas convencionales  y cohetes V1 y V2. Lo más notable es que lo hiciera con las jaurías de Himmler y Canaris pisándole los talones.

Tal es la progresión coreográfica de este libro.

Perrault —cuya bibliografía exhibe otros 26 títulos, entre investigaciones periodísticas, novelas y ensayos, escritos entre 1956 y 2016— suele comparar las pesquisas históricas con la tarea de buscar un diplodocus: “Uno encuentra un hueso aquí, otro allá, y con una dosis de suerte y mucha perseverancia uno logra reconstruir algo parecido a un esqueleto”. Pero también advierte que “el espía es la peor especie de diplodocus”.

Para rearmar esta historia, Perrault recorrió Europa durante tres años, en busca de sus sobrevivientes: viejos agentes de la red soviética, exfuncionarios de la NKVD, veteranos del contraespionaje nazi y otros testigos. También está la palabra del propio Trepper (fallecido en 1982).

En lo genérico, Perrault consiguió con esta obra un logro injustamente soslayado: haber sido un pionero de la non fiction, solo precedido por Rodolfo Walsh (con Operación masacre / 1957) y Truman Capote (con A sangre fría / 1965).

Con ustedes, la hermosa música de La Orquesta Roja.