El jueves, Pablo acomodaba revistas en su puesto de trabajo en La Rambla de Barcelona, cuando sintió los gritos. Levantó la cabeza y miró adentro del negocio: ya estaba lleno. Entonces intentó resguardarse atrás de la estructura metálica. Alguien, asustado, lo empujó hacia su destino. Y ya no pudo escapar.

No es la primera vez que le sucede algo así. No tuvo una vida fácil. Cuando la mayoría de sus amigos de Ramos Mejía trasnochaba en las esquinas, él salía del pasillo de su casa a las tres de la mañana en bicicleta y pedaleaba hasta cruzar Camino de Cintura. Tenía 13 años y trabajaba en una fábrica de papas fritas. En verano, el viaje era menos duro. Pero eso no era el obstáculo principal. El problema era que sus manos se marchitaban y no le permitían acariciar a nadie. Es que los productos químicos que utilizaba en su trabajo dejaban su piel como una lija amarilla, hinchada y con la apariencia de la pudrición.

Tanto le insistieron sus amigos, que una mañana visitó al doctor para que lo revisara. Fue sin obra social ni mamá ni papá que lo acompañase. Apenas su hermana Mariela, un año más grande, se preocupaba por su salud. El diagnóstico fue claro: si no dejaba el trabajo, sus manos ya no servirían para nada.

Se sabe: los ‘90 fueron difíciles. Pablo vivía con su hermana y tenía que comer. Entonces consiguió trabajo en una pajarería y en un puesto de diario. Se despertaba a las cuatro, repartía diarios hasta media mañana; después caminaba dos cuadras y limpiaba la jaula de los pájaros.

En el techo de su casa, tenía un palomar. También juntaba lagartijas y había conseguido una iguana. De la veterinaria de unos amigos, se llevó dos chanchitos de la india. La nómina la completaban un loro y su perro: El Cachilo.

Además del corazón más grande del Oeste, Pablo tenía otra particularidad: su boca. Todos en Ciudadela, Ramos Mejía y Lomas del Mirador lo conocían como El Guasón. Bueno, solidario, honesto. Jamás puso excusas. Fue kiosquero en Once, valijero en el aeropuerto de Ezeiza, hasta que se cansó y cruzó el océano hacia Barcelona. Desde entonces, el barrio fue menos bueno.

En Cataluña, consiguió trabajo en un puesto de diarios de La Rambla. En 2017, se cumplieron diez años de la cena de despedida en la parrilla de Villa Luro, donde tronó por última vez la canción que lo persiguió durante toda su vida:

-Oy oy oy, oy oy oy, son las palomas de El Guasón.

La tecnología lo mantuvo conectado a sus raíces: el barrio sabe que si alguien viaja a Barcelona, El Guasón lo va a estar esperando. Porque así es, la mejor persona de toda una generación de jóvenes que crecieron juntos en la calle.

El atentado

-He visto la camioneta que venía a toda velocidad por La Rambla. Y pisando a la gente. Los que pudieron se metieron adentro del puesto. Yo me quise meter pero no pude: ya no me daban los segundos para correr. Entonces quise esconderme detrás del puesto pero un hombre me empujó y quedé de frente, cara a cara con la furgoneta. Pegué con los codos en el parabrisas y salí despedido. Caí al piso. Todos lloraban alrededor creyendo que estaba muerto. Me arrastraban por el suelo y empecé a gritar pero mis compañeros estaban tan shockeados que pensaron que estaba muerto. Fue una locura ver la como la camioneta venia pisando gente. No te imaginas, boludo, que locura.

Pablo es uno de los argentinos que sobrevivieron al atentado terrorista. En el “boludo” se reconoce que no perdió su identidad. El Guasón voló por el aire después de ser atropellado por la irracionalidad de la posmodernidad y salió vivo para contarlo. Quizás lo hayan salvado sus palomas. Tal vez fue su corazón el que lo protegió. Porque no sufrió ninguna lesión: ni fracturas ni quebraduras.

Así que después de algunas horas de observación en el hospital, volvió al departamento que alquila junto a un grupo de amigos. Y en la soledad de una ciudad asustada, quizás haya pensado en su barrio de La Matanza, donde sus vecinos y amigos ayer se preguntaban si le había pasado algo a Pablo, El Guasón, el tipo más bueno que pisó esas calles.