La Negra despegó sus pies de la tierra por primera vez en febrero de 2002. El bautismo de vuelo fue en la casa de unos amigos, en Villa Urquiza. Unos artistas corporales llegados de Brasil para una convención de tatuajes la guiaron en su asunción inicial en cuerpo y alma. «Desde afuera, la suspensión corporal se puede ver como algo extremo –reflexiona la muchacha de flequillo azabache, y pita hondo un cigarrillo armado–. Muchos se preguntarán qué sentido tiene meterte unos ganchos en la piel y salir a volar. La respuesta es sencilla: el sentido de sentir. Por eso me animé aquel día». Una década y media después, ese sentimiento sigue vivo. Sobrevuela toda su existencia.

La historia de La Negra despega hace 39 años. Es hija de un ingeniero agrónomo y de una profesora universitaria uruguayos que dejaron la Banda Oriental en los años de plomo. La morocha tuvo una infancia nómade –entre Carlos Casares, Venado Tuerto y Rosario– siguiendo los conchabos campestres de su padre. Su adolescencia la encontró en el cemento porteño, durante los años dulces del agrio menemato. Entre las pistas del Morocco, la movida queer y lo que quedaba del under ardiente de los ’80 halló un espacio de pertenencia. También de autonomía frente a los mandatos sociales: «Fui independiente desde muy chica, y en esos tiempos arranqué a explorar y a empoderarme. Y el cuerpo era un elemento central en esas búsquedas. Entonces llegaron los tatuajes». 

El primero se lo hizo a los 14. Nada muy rebuscado ni demasiado contracultural: un corazoncito con alas, «muy Aerosmith», ríe La Negra y aclara: «No, en serio, ahí me di cuenta de que verdaderamente era dueña de mi cuerpo. Que lo podía decorar, que tenía derecho a verlo como quisiera. En ese tiempo todavía no era cool hacerse tatuajes, no lo había absorbido el capitalismo». Ya perdió la cuenta de la cantidad que lleva grabados en su piel barroca. Los ríos de tinta tatuados sobre su cuerpo –al igual que sus piercings– narran su historia de pionera del body art en la Argentina.

Aunque no se siente parte de ninguna tribu urbana o de los colectivos que los sociólogos llaman «nuevos primitivos», La Negra dice que su exploración quizá la conecta con los pueblos originarios de América y Asia, que hacían un culto divino del cuerpo: «De chica flasheaba mucho con las fotos de la National Geographic y de la Muy Interesante. Las pinturas corporales, la desnudez no desnuda, los rituales. Esos momentos comunitarios donde los seres humanos se sentían dioses. La suspensión tiene mucho de eso. Cuando estás arriba, te sentís parte de un todo, en conexión con los que te rodean y acompañan. Esas son cosas que nuestra cultura fue perdiendo. Por eso también está bueno sacar los pies de la tierra». Elevarse por un rato. 

El aire y los dioses

La de la suspensión corporal es una historia milenaria. Hace miles de años constituía una liturgia ordinaria entre devotos hinduistas. La idea de «usar el cuerpo para trascenderlo» y conectarse con los dioses marcaba las prácticas de muchos adoradores de Shiva, en el extremo sur de la India. Los miembros de la etnia tamil mantuvieron vivo el ritual en la isla de Ceilán (ahora Sri Lanka), donde fueron forzados a migrar para trabajar como esclavos en las plantaciones de té del Imperio Británico. En la actualidad, las prácticas de suspensión son el acto central de dos «festivales de la perforación» no aptos para visitantes sensibles. El Thaipusam y el Chidi Mari congregan a decenas de modernos faquires en Malasia y en Tailandia, piadosos y agujereados del sudeste asiático.

En el norte de nuestro continente, los indios mandans realizaban un ritual similar en la actual Dakota, cerca del río Missouri. El «O-Kee-Pa» era un rito de iniciación que debían transitar los jóvenes guerreros en su camino a la vida adulta. La ceremonia incluía un largo ayuno, pruebas extremas y una corta –tal vez eterna– suspensión guiada por el chamán del pueblo. El notable pintor americano George Catlin visitó a los mandans en 1830 y pudo dar fe del sacrificio de los estoicos muchachitos en numerosas crónicas e ilustraciones hiperrealistas.

La subcultura primitiva urbana y el arte contemporáneo resignificaron la práctica en las últimas décadas. Hay referentes, pequeñas pero fieles audiencias, exposiciones en el nicho «freak» y, por supuesto, un mercado especializado. Fakir Musafar, Allen Falkner y el performer Stelarc son reconocidos como la santísima trinidad de la suspensión moderna. Artistas de la transformación corporal que perfeccionaron las técnicas –también los cuidados– y extendieron los límites de la disciplina. «Para hacerse una idea, en sus primeras performances, Stelarc usaba anzuelos limados –ejemplifica La Negra–. Ahora tenemos ganchos de acero quirúrgico, procedimientos para la esterilización, para conocer el balance de peso y saber cómo estirar la piel, es toda una técnica tallada». 

El precio de un equipo bien abastecido alcanza tranquilamente los 20 mil pesos. El combo incluye arneses, sogas, poleas, agujas de titanio y una buena dotación de guantes y gasas. Para los aventureros, los expertos ofrecen vivir la experiencia por 150 dólares. 

No hay dolor

Superman, De rodillas, Crucificado, Fetus, Asstronaut, Loto y La Hamaca. Las figuras que se ensayan en los vuelos no esquivan la metáfora. La Negra recuerda que cuando comenzó en el gremio sólo había cuatro posiciones. La más común es la bautizada «Suicide», que imita la pose de un ahorcado, con los ganchos atados en la espalda: «Todas permiten vivir sensaciones muy distintas –asegura–. Depende de si podés moverte, si la presión de la sangre va a la cabeza. Los puntos perforados tienen diferentes personalidades. Las figuras con los ganchos en el pecho son las más fuertes. La clave es llegar preparado». 

Con decenas de horas de vuelo en su legajo, entre performances y exhibiciones privadas, La Negra tiene la piel suficientemente curtida como para prevenir a los recién llegados: «El primer consejo que doy es dejar en tierra lo que es de la tierra. La suspensión es una búsqueda, hay otra corporalidad ahí arriba, otra forma de moverte, hay que encontrar quién sos en el aire. Se conectan la cabeza, el corazón y el espíritu». 

En la previa de la suspensión, los masajes en las zonas que serán perforadas y los ejercicios de respiración ayudan al despegue. La Negra acompaña a los novatos en ese trance. Sus palabras guían, relajan y contienen: «Es darle conciencia a la persona de lo que va a suceder, aunque no se sepa bien qué es, ya que es algo muy personal». La procesión, obviamente, va por dentro. Y, agrega La Negra, la práctica no deja ningún tipo de secuela visible: «Es dérmica, apenas una gotita de sangre y un vendaje. Al otro día te vas a trabajar como si nada. No es muy distinto a un deporte extremo».

En más de una hora de entrevista, La Negra no utiliza ni una sola vez la palabra «dolor» al relatar sus experiencias elevadas: «El dolor lo relaciono más con una sensación no deseada. Algo externo e irremediable. En la suspensión tengo sensaciones fuertes, pero las busco y las transito. Eso no es dolor».  «