La final única para la definición de sus copas que la Conmebol estableció desde este año convierte al fútbol sudamericano, al menos en sus últimas instancias, en un asunto turístico. Así como la televisación tiene su pay per view, el pague para ver, el sistema del fútbol tiene su viaje para ver, donde también hay que pagar. A la masa de hinchas de River, esa enorme mayoría que le resultaba imposible viajar a Santiago de Chile, se le acaba de sumar la porción a la que Lima le resulta inaccesible, algunos incluso después de haber perdido dinero por las reservas de hospedaje o compra de boletos aéreos y hasta paquetes a agencias de turismo. La Copa Libertadores siempre fue un recorrido por la geografía sudamericana, pero desde su concepción lo que valió fue el ida y vuelta en todas sus instancias. Si no se podía ir de visitante, siempre quedaba estar de local. La excepción ahora es la final, el evento turístico del fútbol sudamericano, que agranda la desigualdad entre los hinchas para acceder a un partido así.

La Conmebol no podía prever un estallido en Chile cuando en agosto del año pasado eligió a Santiago como sede de la primera final única de Copa Libertadores. El nuevo formato, su europeización alla Champions, parecía además un remedio ante lo que había sido la definición entre River y Boca que terminó jugándose en Madrid. Aunque se le reproche la demora en sacarle la final a la capital chilena, los tiempos de la diplomacia deportiva son otros. Alejandro Domínguez, presidente de la Conmebol, esperó que el gobierno de Sebastián Piñera declinara su posición, que pagara el costo político de la mudanza. Pero Chile, que ya había desistido de recibir al Foro Económico Asia-Pacífico (APEC) y la cumbre mundial del clima (COP25), se ratificó como anfitriona de la final hasta la semana pasada, lo que obligó a Conmebol a mover. Una pregunta sería por qué vendió entradas cuando ya todo indicaba lo que finalmente sucedió. Pero los tiempos de los negocios son distintos a los de los hinchas.

Las entradas se devuelven, el problema lo tienen desde la semana pasada quienes ya tenían todo comprado para Santiago y ahora se encuentran ante una sede más lejana, con boletos por las nubes, opciones terrestres de cuatro días o un rompecabezas de escalas para abaratar costos (de Santiago a Arica, de Arica a Tacna, de Tacna a Lima, y el regreso) que arman más que un viaje, una aventura. Y están los que no pueden ni pensarlo. No sólo es dinero, también es tiempo. Otra vez, como en 2018, habrá hinchas de River que no puedan ver a su equipo en la cancha jugando una final de Copa Libertadores.

No es la primera vez que el fútbol sudamericano tiene que lidiar con la coyuntura política de los países de la región. Y no siempre se toman las mismas decisiones. En 1985, un partido de Copa Libertadores se jugó bajo estado de sitio. La historia, difícil de hallar, se encuentra en el libro Juego, luego existo, que reúne las crónicas del periodista Ezequiel Fernández Moores. Se trata de un cable de la agencia Diarios y Noticias, fechado en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en septiembre de ese año, sobre el empate entre Argentinos Juniors y Blooming por la primera fase. El gobierno de Víctor Paz Estenssoro había lanzado una represión contra la movilización de obreros bolivianos, que había decretado un paro en La Paz. La respuesta de los trabajadores fue una huelga de hambre. Se decretó, entonces, un estado de sitio para arremeter contra las protestas. Pero el partido se jugó. “Ni el estado de sitio -escribió Fernández Moores- ni el toque de queda pudieron con el fútbol, la nueva religión de los pueblos”.

En 2001, la Confederación Sudamericana anunció la suspensión de la Copa América de ese año en Colombia por una serie de atentados en Bogotá, Cali y Medellín. A los pocos días, se retrotajo de la decisión. Pero el conflicto se agudizó cuando las FARC, quince días antes del inicio del torneo, secuestraron a Hernán Mejía Campuzano, vicepresidente de la Federación Colombiana de Fútbol y miembro del Comité Organizador. Conmebol, entonces, amagó con cambiar la sede durante una reunión extraordinaria. Andrés Pastrana, entonces presidente de Colombia, reaccionó: “Quitarle a Colombia la Copa es el peor de los atentados”. Mejía Campuzano sería liberado 72 horas después y la sede se mantuvo. Argentina, por orden de Julio Grondona, se retiró de esa Copa América: argumentó razones de seguridad y amenazas de muerte. La reemplazó Honduras.

Meses después, el foco se corrió hacia Buenos Aires. El estallido de diciembre de 2001, la represión ordenada por Fernando de la Rúa antes de su huida en helicóptero, con 40 muertos en todo el país, obligó a la suspensión del partido de vuelta por la final de la Copa Mercosur entre Flamengo y San Lorenzo que tenía que jugarse el 19 de diciembre, el mismo día en que se iniciaron los saqueos y los cacerolazos. Esa noche, De la Rúa anunció el estado de sitio en cadena nacional. De esos días del que se vayan todos lo que más se recuerda es el título de Racing, el primero después de 35 años, una definición obligada por la presión de los hinchas (un grupo se movilizó hasta la sede de Agremiados al día siguiente de la renuncia de De la Rúa) y también por las urgencias políticas. Ramón Puerta, a cargo del Poder Ejecutivo, diría años después que sus dos medidas más importantes fueron poner dinero en los cajeros y hacer jugar a Racing. Pero la final de la Mercosur, con un calendario más difícil porque el plantel de Flamengo había regresado a Brasil, se pasó para enero del año siguiente. Fue el primer título internacional para San Lorenzo.

Eran tiempos de finales ida y vuelta. Estos son los tiempos de finales únicas. Y siempre son los tiempos de una Latinoamérica convulsionada. También Perú atraviesa sus crisis políticas. Lima, incluso, había sido rechazada meses atrás como sede de la final única de Copa Sudamericana que Colón jugó ante Independiente del Valle en Asunción, a 700 kilómetros de Santa Fe. Una final a la que los hinchas de Colón pudieron llegar en avión, en caravana de autos y hasta en bicicleta. Más allá de esas posibilidades, si ya las copas sudamericanas implicaban viajar en partidos de visitante, ahora la final queda encapsulada como un paquete para agencias de viajes, disponible para quienes tienen tiempo y dinero, o para quienes se las ingenian en llegar a cualquier parte. Una final para turistas. El resto, la mayoría, mira por televisión. Una paradoja de un partido al que pueblo chileno terminó por expulsar mientras reclama en las calles contra la desigualdad.

Tres antecedentes de torneos con conflictos sociales

Copa América 2001. Se hizo en Colombia pese a una serie de atentados en Cali, Bogotá y Medellín y al secuestro de un miembro del Comité Organizador.

Mercosur 2001. La final San Lorenzo-Flamengo se debía jugar en pleno estallido de diciembre. Se pasó al 24 de enero y fue el primer título internacional del Ciclón.

Libertadores 1985. Argentinos-Blooming, por la primera fase de esa Copa que luego ganó el Bicho, jugaron en Santa Cruz bajo estado de sitio por una protesta sindical.