Gaspar repasa con voz chillona el opíparo padrón de figuritas que todavía no consiguió. «Puf, serán más de 200. Mi sueño es completarlo antes de que arranque el Mundial», se ilusiona el pibe de 12 años y se lanza en un mano a mano de cromos con Olivier, de siete, otro fanático de las autoadhesivas mundialistas, que se vino hasta el Parque Rivadavia desde Valentín Alsina. Lo acompaña su mamá María Rosa, infatigable, que lo marca bien de cerca, cual aguerrida stopper, cuando comienza el ritual del trueque musicalizado con el inmortal «late, late, late, nola». «¡Estamos todos locos! Hace un rato nos pidieron 20 fichus por la de Cristiano Ronaldo. Llenar el álbum no es nada barato: unos 2000 pesos», calcula la señora con aires de ecónoma. Con la estampita del egipcio Mohamed Elneny que obtiene en la transa, Olivier completa el plantel africano y lo celebra con el puño cerrado mirando al cielo plomizo. «Una menos –suspira María Rosa–, pero todavía nos falta la de Messi. En aquel puesto me la ofrecieron a 100 pesos. Mejor seguir buscando. Esto va a ser más duro que llegar a la final en Rusia.»

Es un mediodía fulero, frío y con amague de lluvia en Caballito, pero a nadie parece importarle. Chicos, grandes, curtidos coleccionistas y vírgenes aficionados se dan cita –religiosamente todos los sábados y domingos, pero en masa en la previa del Mundial– para intercambiar las figuritas repetidas, conseguir las difíciles, comprar paquetes en promoción o simplemente compartir esta pasión que, cada cuatro años, nunca se despega demasiado del merchandising oficial de la gesta futbolera globlal, mucho antes y también después de que la pelota empiece a rodar. 

 El mercader de Caballito 

Orlando comanda uno de los puestos más concurridos del parque, a pasitos de la avenida Rivadavia, bien cerca de las garitas estables que ofrecen libros de segunda mano y literatura de primerísima calidad. Ha trajinado todas las categorías del rubro. Arrancó hace cuatro años, durante el Mundial de Brasil: «Me enteré de que la gente se juntaba para cambiar figuritas y cuando llegué no lo podía creer: pila de pibes. Yo soy vendedor de alma, y acá vi que había un negocio. Al otro día me vine con una caja de zapatos llena de figuritas.» Así nació el pequeño emporio de Orlando: una tabla sobre cuatro cajones de fruta a manera de exhibidor, una docena de álbumes y cientos de paquetes –precio oficial: 15 pesos– que esperan ser degollados. En el gremio ya es un jugador de primera.

Este año, Orlando incorporó los fundamentales catálogos: «Y bueno, uno se va profesionalizando y hay que organizarse: son más de 600 figuritas. Los folios te ahorran tiempo y se ve mejor la mercadería.» Entre las mil y una caripelas mundialistas que han pasado por sus manos, elige la estampita 322, la de Ikechukwu Ezenwa, arquero nigeriano: «Tiene cara de tipo divertido, jodón. Lo invitaría a comer un asado. Fijate». Tiene razón.  

Antes de regresar a sus tareas lucrativas –una jauría de compradores exige su presencia–, el dealer repite como un mantra el discurso oficial de Panini, la empresa propietaria de los derechos oficiales: «No hay figurita difícil, no hay figurita difícil… El problema es que la gente atesora la de Messi o la de Agüero, para pegar en la heladera o en un cuaderno». Agrega que las llamadas «leyendas» son las más cotizadas. Las postales del rey Pelé en México ’70 y del Diego en el estadio Azteca van de 60 a 100 devaluados pesos.

 Algo de chupi y las App

«Acá hay algunos que son más usureros que el FMI», se queja un padre al pasar justo frente a una ronda de negociaciones. A unos metros, un caballero consulta atento en su moderno smarthphone el programa Checklist, una aplicación que le informa las figuritas que debe conseguir. Otro hombre agita por el aire unas planillas de Excel repletas de numeritos que parecen obra del ministro Aranguren. El parque también es una metáfora urgente del país. 

Jorge pulula por los puestos armado con un lápiz y un papelito, todo muy artesanal: «Hoy lo liquidamos, nos faltan sólo 20. Ojalá terminemos antes del mediodía, ya no doy más y me quiero ir a almorzar», dice el padre de Nico. El escudo de la AFA, el de la FIFA y el retrato del portugués Cristiano Ronaldo retrasan el pitazo final. «Me tengo fe –afirma Jorge–, ya en mi época completé el del Mundial ’78. El trago amargo fue el del ’74. Nunca pude conseguir la de Mukombo. Era un morocho de Zaire. Imposible.» 

Andrés nunca pudo completar el álbum en su rol de hijo, pero sí como padre. «En 2014, acá mismo conseguimos las que nos faltaban. El Parque Rivadavia nunca falla», explica el papá de Martino y Timoteo. No es demasiado fanático del fútbol ni de los mundiales, pero disfruta de acompañar a sus hijos en el trajín de la búsqueda. «Creo que aporta en muchos campos. En lo educativo, porque los chicos le prestan atención a los números, pero también les abre nuevas culturas, geografías… Y sobre todo está el intercambio social. Pensá que muchos son pibes de departamento, y esto los obliga a salir, charlar con otros chicos, dejar la tablet por un rato», arriesga el psicólogo llegado desde Floresta. La versión digital del álbum que ofrece esta edición mundialista no le parece atractiva: «Son tiempos demasiado virtuales, pero no hay con qué darle a una buena figurita de papel».

En los ’70, Juan José era un capo jugando al chupi. De las figuritas con caricaturas de aquellos años, nunca pudo olvidar la del «Loco» Houseman con cara de bohemio, la de Bochini con la pelota atada y la del aguerrido «Hacha» Ludueña. Hoy comparte la pasión con su hijo Juanchi, de siete años. Acaban de conseguir la última estampa que les faltaba: «Mirá si no vamos a estar contentos. Sin embargo, te cuento que antes tenía otro gustito: cuando llenabas el álbum, te ganabas una pelota. Imaginate, pasar de la pulpito a una de cuero. Festejábamos todos los pibes del barrio. Era como ganar un Mundial». «