No hay juego, no hay asociaciones, no hay pases a un compañero, no hay salida limpia: no hay equipo. Pero está Messi, la única excusa válida para creer que un partido se puede ganar. Es el reseteo de la PC de la Selección, la solución urgente ante la falta absoluta de plan. Cuando el sistema se cuelga, sólo queda esperar que la pelota le llegue a Messi y volver a empezar. Deberá ser otra cosa. Debería haber otra cosa al servicio de su talento. Messi es el auxilio, pero no hay auxilio para Messi. La única compañía que tuvo en un Monumental desbordado de hinchas –incluso con una buena porción de hinchas chilenos- fue su propia furia; un calor interno que le permitió entregar unos pocos pero imprescindibles chispazos. Si por algo pudo justificarse la Selección en su triunfo frente a Chile, ese algo fue Messi.

¿Y fue el mejor Messi el que se vio contra Chile, el que volvió al Monumental después de tres años? No. Fue un Messi argentinizado –mascheranizado- y acaso no por voluntad propia, sino, en todo caso, condicionado por las circunstancias que le tocan, los despojos de un equipo sin pelota y sin mediocampo. Un terreno yermo. Messi quedó atado una Selección que eligió no jugar, en la que nunca encontró un lugarteniente. Edgardo Bauza le armó una formación que terminó siendo, más que una compañía, un corralito. El drama de esa soledad futbolística lo obligó a ser en varios momentos un cinco más, pegándose al dúo Mascherano-Biglia, tratando de ser un puente en el equipo. Pero tenía que ser el recuperador, el puente y el ejecutor. Todo junto.

Pero vamos a su momento, el éxtasis de su furia: el penal. Si la Selección fue un festival de pelotazos y pases erráticos, una idea amorfa, ese pasaje del partido fue el grotesco. Mascherano puso una pelota larga para Ángel Di María, demasiado largo. Di María no tenía chances de llegar, pero la corrió. José Fuenzalida hizo un movimiento que se pareció a un empujón, pero que no fue nada. Di María se inventó una caída. Fue un penal que vio el árbitro brasileño Sandro Ricci, pero si aún se pudiera suponer que fue falta, hubiera sido sólo producto de ese malentendido que es esta Selección de Bauza. Y Messi, parado frente al arquero chileno Claudio Bravo, resolvió el penal con pragmatismo. Fueron tres pasos cortos y el golpe de zurda, sin sonrisas.

Esa furia de Messi vivió un minuto después en un desborde, una apilada por derecha con la que le sirvió a Agüero para llevarse una pelota que sólo fue un uhhhhh. Y esa furia, también, vivió en las puteadas del final del primer tiempo. El Messi caudillesco, sin posibilidades de juego, empujó un carro viejo. Se tiró al piso varias veces, acompañado siempre de una ovación. ¿Era eso lo que le pedían los miles de hinchas que fueron a verlo? Acaso eso también sea su otro corralito: el supuesto mandato maldito de que muestre sangre, de que apriete los dientes, como si no alcanzara con el esplendor de su talento.

Los “momentos Messi”, con el partido puesto, con el triunfo adentro, fueron la única atracción por la que valió la pena agotar las entradas. Alguna alma en pena le dirá que era contra Chile, pero en la final. Pero habrá quien habrá entendido -mientras se alejaba del Monumental, mientras todo se vaciaba- que si no es Messi, no es nada.