«Tengo miedo, tengo miedo a morir…». René Houseman se despidió con esa frase la última vez que habló con este periodista, hace ya algunos meses. Ya sufría el cáncer que la mañana del jueves lo mató. Fue uno de los más extraordinarios punteros derechos de la historia. Sin exageraciones. Un loco, como la enorme mayoría de los que habitan la vida al lado de la raya.  

La muerte no debe mejorar a las personas sino apenas provocar un recuerdo legítimo. René era el tipo que faltó a su primera práctica con Huracán. Esa tarde firmó el primer contrato pero no viajó a sumarse a la pretemporada del Globo, en Mar del Plata, porque prefirió jugar una final de un torneo nocturno de papi fútbol, con su equipo del barrio, en Excursionistas. Luego se quedó tomando una birrita. A la mañana siguiente lo subieron al tren. Sus nuevos compañeros esperaban a un tanque alemán. Lo recibió Fatiga Russo: “Es puro hueso”, dijo y le clavó un nuevo apodo. Alfio Basile lo vio entrar al entrenamiento y lanzó: “Tiene una pinta de pelotudo… En una semana con nosotros, vuelve corriendo a Defensores (de Belgrano)”. No volvió. El Gitano Juárez, el mentor de César Luis Menotti, le dijo al Flaco, entonces técnico de Huracán: “Engancha como si no tuviera meniscos”. Fue una pieza fundamental en el inigualable campeón del ’73. Ni siquiera en esa época dejó de tomar ni de fumar. 

Había nacido el domingo 19 de julio de 1953 en La Banda, en el hospital del barrio Los Lagos, en el gran Santiago del Estero, bajo el signo de cáncer, el planeta luna: era serpiente y su número base, el 7. Poco después la familia recaló en la casona de Blanco Encalada 904 del bajo Belgrano, que sería la envidia del barrio: tenía piso de cemento y agua corriente. Todavía no había caído Perón: una sudestada inundó la villa y lo llevaron a Olivos. Sus hermanos lo llamaban “Cerdo”. De muy purrete consiguió que lo tomara el dueño de la Carnicería El Triunfo, Oscar Canavesi, fanático de Huracán. Luego, trabajó en el Sheraton Hotel, fue sodero, cadete de farmacia, verdulero. Un día le vio quebrar la cintura a Ángel Clemente Rojas: “Se me puso la piel de gallina”. A los 13, se fue a jugar a Excursionistas. Lo echaron por afanar gaseosas del quiosco y terminó de Defensores de Belgrano. Mientras, jugaba en Los Intocables, con sus hermanos. Ya le decían “Quenó”. Luego, lo compararon con Corbatta y por él, le quedó “Loco”. Allí demostró su maravillosa destreza, una habilidad salvaje, una velocidad de rayo.

Era el tipo al que Menotti siempre trató como a un hijo. El Flaco aseguraba que “el fútbol es hijo de la miseria” y que “el juego se nutre del ingenio y el desenfado de esos hijos de los obreros que llenan las canchas”: el Hueso era su más fiel ejemplo.  

Al que aseguraba que borracho le había hecho un gol a Fillol; al que se bajaba de los aviones; el que se rajaba en cuanto podía de cada concentración, sea en los equipos o en la Selección, la soledad lo deprimía, el silencio lo angustiaba. No comprendía qué estaba haciendo allí. La sensación de estar libre lo excitaba.  

El Loco fue campeón del Mundo en el 78: era el primer suplente, el primer cambio en un equipo extraordinario liderado por el fútbol de Mario Alberto Kempes. Allí Osvaldo Ardiles, Chocolate Baley y Jorge Carrascosa lo trataban como a un hermano menor. En la concentración, Menotti le regaló “100 años de soledad” para que lo leyera, pero el Hueso alucinaba por las historietas de Isidoro Cañones. Era el responsable del Winco o de un pasacasete gigante, que llevaron a Rosario. Le encantaba el folklore. Dio la vuelta olímpica. Aquella noche del 25 de junio del 78, se fue a tomar whisky con sus amigos del barrio.  

Fue el jugador ya venido a menos muy temprano que pasó por River y tantas veces regresó a Huracán; al que el Pato Pastoriza llevó a Independiante; el que se fue a jugar por chirolas a Africa a un club de la etnia Zulu y el que se escapó cuando vio cómo sus compañeros se cortaban la piel para ciertos rituales. El que deambuló por Alemania, Australia, Islandia. Un sector de la tribuna Bonavena del Palacio Ducó lleva su nombre.  

El Hueso al que tantas veces recogieron del bar El Insólito, el que llegó tarde cuando tuvo la ocasión de ser extra de una tira protagonizada por Carlos Andrés Calvo; al que varios músicos le dedicaron temas: el summun fue Ariel Prat, quien armó la Houseman René Band. El que mangueaba camisetas para hacerse unos mangos, el que hace tiempo había tomado la costumbre de pasarse noches sentado en la esquina de Libertador y Pampa, porque le encantaba mirar a la gente pasar. 

Al que Osvaldo Ardizzone definió en El Gráfico: “Ese minúsculo gnomo, esa réplica diminuta de un dibujo animado. Esa pequeña marioneta manejada por los hilos mágicos de un titiritero atrevido y genial”. René siempre supo su realidad, aunque eligiera zambullirse en el dramatismo para justificarla: “Hay que pasar por lo que yo pasé para saber lo que es el infierno”. Infinitas veces vindicó su condición de villero. Se fue mil veces, siempre volvió. Siempre con Olga, su mujer. 

El Loco, junto a muy pocos jugadores más, acompañaron a las Madres, las Abuelas y Familiares, cuando se realizó “La Otra final”, el 25 de junio de 2008, al cumplirse 30 años del triunfo en plena Dictadura. No era militante aunque sí un peronista visceral. El día que murió el general, se estaba por jugar un partido por el Mundial 74, contra Alemania Oriental, y René se puso a llorar desconsoladamente. No quería entrar a la cancha, pero lo hizo. Convirtió un gol: “Cuando lo hice me acordé del Pocho”. 

-Una vez dijiste que la vida ya no tenía sentido. 

-Me equivoqué. La vida tiene sentido cuando la gente se preocupa por uno. Hay gente que lucha por mí. 

-¿El fútbol te dio todo o sentís que se deben algo? 

-En la cancha aprendí mucho. Sobre todo a gozar.

Un inconsciente simpático que le temía a dos cosas: la muerte y la soledad. Para él, era lo mismo. Murió el Loco René Houseman, en una mañana gris.