La primera que vez que fui a ver Argentina, 1985 salí de la sala tarareando: “A simple vista puedes ver, como borrachos en la esquina de algún tango, a los jóvenes de ayer… Convencida de que era parte de la banda de sonido, me sorprendió cuando no la escuché la segunda vez que fui al cine.

¿Por qué se me había pegado esa y no Tratando de crecer, por ejemplo, retrato perfecto de la “primavera democrática”?

La canción A los jóvenes de Ayer de Serú Girán, por el contrario, no expresa ni la alegría del regreso a la democracia, ni la esperanza en un futuro armonioso e incluso, fue objeto de polémicas entre quienes sostenían que se trataba de un homenaje a los “grandes valores” del tango y el folclore y los que decían que era la respuesta irónica a las acusaciones de “extranjerizantes” que habían recibido de algunos de los próceres de la música popular.

Probablemente sea un poco de las dos: mezcla de rebeldía juvenil en busca de un lugar propio y de admiración por los grandes Maestros. La canción podría ser el retrato perfecto de las tensiones en el proceso de transmisión/apropiación de la experiencia entre generaciones.

¿Pero qué tendría que ver esto con la película?

La imagen de aquella generación de la que hablaba la letra de Charly (la de los hombres y el tupé, la de las viejas yendo al cine en la función matineé) era para mi, (en mi versión conurbana) la de los viejos del barrio en musculosa, con banquito, pava y mate de jarrito de lata, tomando “el fresco” en la vereda, o la de alguna señora con ruleros y pañuelo en la cabeza haciendo “las compras” con la bolsa de rafia trabada en el pliegue del codo.

Pero esos, en realidad, eran los jóvenes de ayer de Charly… ¿y los míos? ¿Dónde estaban? Y más aún ¿cuáles serían los jóvenes de ayer para los jóvenes de hoy? ¿Se los podía ver a “simple vista”? Ni mis “jóvenes de ayer”, ni mi juventud de ayer, parecía poder verse tan a “simple vista”.

La salida de los cines se poblaba de personas de mediana edad que, con ojos vidriosos, explicaban, ampliaban o corregían frente a la mirada atenta de adolescentes y jóvenes. Argentina, 1985, nos hacía visibles para nuestros hijos, pero también para nosotros mismos.

Una época en la que parecía no haber pasado nada, de golpe estaba bajo el reflector principal. Quienes hasta hacía muy poco se aburrían con nuestras anécdotas, ahora parecían querer saberlo todo: dónde habíamos estado, qué edad teníamos, cómo era la vida, cómo había seguido la historia…

Con la musicalización, el vestuario, y el excepcional trabajo de iluminación, la película nos devolvía no solo un año, no solo el juicio a las juntas, sino una época de nuestras vidas, y con ella, el olor al café con leche en la taza de “vidrio irrompible”, la birome Bic para rebobinar el cassette sin gastar pilas (“¿Ese es tu walkman? ¡Qué moderno que es!”), la campera de jean nevado con corderito y las hombreras, el reclamo por justicia, la esperanza de comer, vestirnos y curarnos con la democracia.

Nos devolvía también la decepción posterior, la frustración, la bronca de verlos impunes. Nos devolvía la lucha, asimétrica pero aguerrida (porque, como nos decía Hebe: “la única lucha que se pierde es la que se abandonaba” ¡y cuánta razón tenía!)

Nosotros no habíamos podido hacerle lugar a esas experiencias en la historia (en nuestra historia), y entonces, no habíamos podido transmitirlas a quienes nos siguieron. La experiencia de la primera década desde el retorno democrático había quedado arrumbada en algún lugar del altillo, ese donde se guardan las cosas que una no quiere tirar, pero tampoco sabe dónde poner.

Las lágrimas que se nos asomaban no eran solo por los que no estaban, o por las queridas Adriana Calvo o Iris Pereyra de Avellaneda y sus valientes testimonios; eran también por nosotros. Porque esa experiencia (nuestra experiencia), de creer y descreer, de pelear contra los molinos de viento, de golpe y sin previo aviso, ahora tenían un lugar, no sólo en nuestra biografía personal, sino en la historia del país. Tenían valor y merecían ser contadas (así fuera de forma medio jolibudense, con Batman y Robin como personajes principales). Merecíamos ser los “jóvenes de ayer” de las nuevas generaciones.

¿Y los nuestros?

Muchos de ellos, los que estaban más a “simple vista”, eran rostros en blanco y negro congelados en pancartas, pintadas y en la larga bandera de fondo azul que ingresa cada 24 de marzo a la Plaza de Mayo llevada por Madres, Familiares, organismos y cientos de manos anónimas que se agolpan para levantarlos. Esos, nuestros “jóvenes de ayer”, seguían siendo jóvenes hoy (¡incluso mucho más jóvenes que nosotros!).

Los “a color” y con movimiento no habían sido tan fáciles de ver a “simple vista” (tal vez porque eran los que iban detrás las pancartas). Y sin verlos, tampoco habíamos podido ponerlos en el lugar de nuestros “jóvenes de ayer”: eran testigos del horror, héroes, monumento, la voz de los que no estaban.

Charly y Lebón tenían a sus jóvenes de ayer con quienes discutir, a quienes agradecer, de quienes tomar la experiencia para elegir el propio camino. El genocidio nos había robado a los nuestros y la capacidad de ser los de la generación siguiente.

Mucho se ha discutido y escrito sobre la película. Críticas y valoraciones, todas legítimas, que pudieron emerger a “simple vista” gracias a su existencia. Quizás sea esa su mayor virtud: hacer observable lo que no lo era.

El domingo nos quedamos en las puertas del premio Oscar, casi como una analogía perfecta de lo que sucedió con el proceso justicia por más de dos décadas. Pero también, como nos sucedió entonces, la decepción va dejando paso a la creatividad, la reflexión y la lucha, y en estos días nos encontramos con nuevas reflexiones y comentarios que vuelven a problematizar distintos aspectos del proceso histórico y a poner en debate aquello invisibilizado por tantos años.

A 47 años del golpe militar, bienvenidos los debates que desempolvan los altillos. A casi 40 del retorno a la democracia: bienvenidos los jóvenes de ayer a nuestra propia historia.