María del Carmen Verdú, abogada y referente de la Coordinadora contra la Represión Institucional y Policial (CORREPI), apenas «La Negra» para cualquiera que se haya cruzado con ella más de una vez, dice, convencidísima, que su primer acto de rebeldía contra la autoridad y en defensa integral de los Derechos Humanos ocurrió en el colegio secundario durante una clase de zoología. Tenía 12 años.

“Nos hicieron llevar un sapo para hacer la clásica vivisección y verle el corazón latir después de muerto –recuerda–, pero yo le dije a la profesora que mi sapo se llamaba Bernardo (en homenaje al Nobel de Medicina Bernardo Houssay), que no lo iba a sacrificar y que el bicho se volvía conmigo a casa porque le había hecho una cuna al lado de mi cama. En realidad fue estratégico porque mi vieja le tenía asco a los sapos y así me aseguraba de que no entrara a mi habitación”.

La Negra ríe y es lindo verla y escucharla reír porque detrás de cada encuentro con ella hay un motivo cruel: un caso de gatillo fácil, una muerte en la cárcel, torturas en una comisaría, la violencia estatal en cualquiera de sus insistentes formas. Argentina y sus 40 años de democracia ininterrumpida, casi la misma cantidad de años que lleva esta mujer denunciando y enfrentando la represión estatal a manos de las distintas fuerzas de seguridad.

Problematizar

“Soy de la generación que hizo la primaria con (Juan Carlos) Onganía, la secundaria con (Alejandro) Lanusse e ingresé a la facultad en marzo del ’76 con 17 años recién cumplidos. Era la mascota de los más grandes, los que me enseñaron a detectar canas en las aulas, qué decir en la biblioteca o en el bar. Mi ámbito de confianza en la facultad eran los militantes; peronistas, radicales, troskos, maoístas, anarquistas, éramos uno solo frente a la dictadura. Ahí aprendí algo que no es menor en los tiempos que corren: la importancia de la unidad del campo popular cuando enfrente tenés al enemigo de la humanidad”.

Foto: TM

Una vez recibida de abogada y con la convicción íntima de trabajar a favor de la protección de los derechos humanos, Verdú encontró el faro en las marchas de las Madres de Plaza de Mayo y se sumó a la militancia para exigir que se juzgara a los genocidas de la dictadura cívico-militar. Sin embargo, fue la vinculación solidaria con dos casos de gatillo fácil y la muerte de un preso en el penal de Olmos lo que le daría a su vocación la forma definitiva.

“Éramos un grupo que empezamos a problematizar aquello de que con la democracia se come, se cura y se educa. Veíamos que en los barrios había gatillo fácil, hostigamiento y represión por parte de las fuerzas de Seguridad, y lo mismo encontramos en el resto del país. Ahí entendimos que había que organizar y generar visibilidad. Nos pasamos un año y medio recorriendo los organismos de derechos humanos con una carpeta bajo el brazo, tipo dossier de casos, para plantearles que se estaba aplicando un control y disciplinamiento social, que no se trataba del error de un loco suelto, sino que era la institución. Pero la verdad es que nos fue como el culo, nadie nos dio bola”.

Unidad y organización

La escasa o nula receptividad no alcanzó para desanimar a Verdú y sus compañeros de entonces. Mientras les cerraban las puertas de los despachos, en los barrios populares comenzó a circular la información de que había un grupo de jóvenes abogados que denunciaban y litigaban contra la violencia estatal. La consecuencia: las causas se fueron amontonando.

En este punto hay dos hitos en la conformación de lo que luego sería la CORREPI. El primero es lo que se conoce como la Masacre de Budge, ocurrida en mayo de 1987, cuando una comitiva de la Policía Bonaerense asesinó a tres jóvenes que tomaban cerveza en una esquina del barrio. El segundo, más mediático, es la muerte de Walter Bulacio, de 17 años, luego de ser detenido en una razzia de la Policía Federal a la salida de un recital de Patricio Rey y Los Redonditos de Ricota, en abril de 1991.

Foto: Télam

“A los 15 minutos de conocer a los padres de Walter, movilizamos a unos 15 mil pibes a la Plaza de Mayo. Eso nos sacudió y nos hizo preguntarnos cómo nos teníamos que llamar. Teníamos claro que no queríamos ser ni encuentro ni frente, sino una coordinadora contra la represión policial pero las siglas eran horribles, hasta que un pendejo que estaba con nosotros empezó a joder con ‘corré pibe que viene la yuta’; ahí nos miramos todos y dijimos es esa: ‘corré pibe’”.

Ya pasaron más de 30 años y “La Negra Verdú» es sinónimo de CORREPI, la organización que actúa en el campo de los derechos humanos frente a la violencia del Estado. Una referencia que parece necesitarse más que nunca. “Es momento de unidad y organización. Lo que va a pasar es que vamos a salir a pelear por los derechos conquistados y por todo lo que nos falta. Esta es una etapa ultra defensiva en lo que lo fundamental va a ser resistir”.

Walter Bulacio.
Represión

El 8 de mayo de 1987, la Policía Bonaerense asesinó a Agustín “El Negro” Olivera (26 años), Oscar Aredes (19 años) y Roberto “Willy” Argañaraz (24 años) en una esquina de Ingeniero Budge, en Lomas de Zamora. A las víctimas se les “plantaron” armas para simular un enfrentamiento.
El 19 de abril de 1991, a la salida de un recital de Los Redondos, la Policía Federal detuvo a más de 80 personas sin motivo alguno. Walter Bulacio fue llevado a la comisaría. Denunció golpes. Luego fue asesinado.
El 26 de junio de 2002, en inmediaciones de la estación Avellaneda, la Bonaerense reprimió una protesta de movimientos sociales contra el gobierno de Duhalde. Mataron a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
El 3 de febrero de 2011 la policía asesinó a dos chicos de 16 y 17 años en Carcova cuando buscaban mercadería de un tren descarrilado.
El 20 de mayo de 2019 fue la Masacre de Monte: la Bonaerense mató a 4 jóvenes. Este año condenaron a 4 policías.
En diciembre de 2017, con Bullrich como ministra de Seguridad de Nación, el agente Chocobar asesinó por la espalda a un joven en La Boca.Tuvo el respaldo de las autoridades.

Chocobar con Macri y Bullrich.
Foto: Presidencia
El fin del servicio militar, un hito de la seguridad en democracia

En agosto de 1994 se dio uno de los hitos en seguridad de estos 40 años de democracia: el fin del servicio militar obligatorio. Pero antes debió ocurrir una tragedia. O mejor dicho, un asesinato.

El 3 de marzo de ese año ingresó al Grupo de Artillería 161 del Ejército Argentino, en la localidad de Zapala (Neuquén), Omar Octavio Carrasco. Tenia 19 años, era tímido, repartidor de pollos congelados, lector de la Biblia. Llevaba apenas tres días como conscripto cuando lo mataron a golpes por «torpe». Aunque eso se supo después. Primero su cuerpo estuvo desaparecido. 

Las autoridades militares adujeron que el muchacho se había fugado. Pero sus padres (Sebastiana, ama de casa, y Francisco, albañil), lo descartaron, al saber el carácter dócil de su hijo. Un mes después, el 6 de abril de 1994, encontraron el cuerpo sin vida de Omar. Quedaría como un símbolo de la violencia institucional y de un servicio signado con los años por la violencia y el maltrato hacia los chicos.

Por el crimen del soldado Carrasco, fueron condenados el subteniente Ignacio Canevaro a 15 años de prisión, Víctor Salazar y Cristian Suárez a 10, y el sargento Carlos Sánchez a 3 por encubrimiento. 

Mientras se investigaba el crimen, el Servicio Militar Obligatorio fue derogado gracias a un decreto firmado por el entonces presidente Carlos Saúl Menem el 31 de agosto de 1994. Se pasó a un sistema de voluntariado rentado. Así se ponía fin a la Ley Nº 4031 aprobada por el Congreso el 11 de diciembre de 1901, cuando los senadores habían dictaminado un año en tierra y dos en la marina a los varones de 20 años.

Hacia los años noventa el desprestigio del sistema de conscripción se evidenciaba en los números: mientras en 1983 se habían incorporado unos 65 mil soldados, diez años después la cifra se había reducido a 16 mil.