¿Los lugareños de Miramar son una gran familia? No exactamente, pero todos se conocen. Tal fue el caso del pibe Luciano Olivera y el policía Maximiliano González. Ambos vivían en el barrio Parquemar.

Durante la noche del 9 de diciembre, el abuelo del primero, don Carlos Benavidez, lo vio irse en su motocicleta hacia el bosque aledaño al Anfiteatro para jugar a la pelota. Luego observó por la ventana el arribo de Maximiliano al volante de un patrullero que le cedieron en la comisaría para ir a su casa con el propósito de brindar por su vigésimo segundo cumpleaños. Al concluir tal jubileo, partió en aquel móvil hacia la sede policial.

Unas horas más tarde, ya en medio de la madrugada del viernes, asesinó con un disparo en el tórax a Luciano, de apenas 16 años.

“¡Fue un accidente!”, exclamó el homicida, cuando el caño de su Bersa aún humeaba. Dicha justificación también fue esgrimida por los policías que lo acompañaban en un control vehicular sobre la avenida 9, entre las calles 34 y 36. Claro que su arma estaba sin el seguro y él, en posición de tiro.

El cuerpo del chico recién fue retirado al mediodía.

Pasadas las cinco de la tarde, una movilera de TN abordó al ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, al emerger del hogar de los Olivera:

– ¿Qué le dijo a los papás? ¿Cómo los contuvo?

–En esta situación no hay mucho que decir…más que garantizar que el proceso sea transparente y expeditivo.

Al anochecer, familiares y vecinos de Luciano fueron reprimidos con postas de goma al movilizarse hacia la comisaría.

Berni ya había emprendido su vuelta a La Plata.

A diferencia de muchos de sus predecesores, el tipo no tiene las manos manchadas de sangre, pero aquel fluido acababa de salpicarle en la cara. Y no por primera vez. Entonces, en voz muy baja, resumió la posible solución con una sola palabra: “reentrenamiento”. ¿Acaso los policías únicamente matan porque están mal amaestrados?

Lo cierto es que la ejercicio sistemático del “gatillo fácil” no es sino el signo visible de una disfunción estructural más orgánica y extendida. Porque, en primer lugar, la democratización de las agencias policiales sigue siendo la gran deuda que el Estado tiene con su propia historia. En semejante contexto, las ejecuciones sumarias son el único delito que los uniformados cometen sin fines de lucro (aunque, desde luego, hay excepciones).

Desde la noche de los tiempos, ellos hicieron de ciertas contravenciones tradicionales parte de su sistema de sobrevivencia: proxenetas capitalistas de juego y comerciantes irregulares trabajaron siempre en sociedad forzada con las comisarías para seguir existiendo. Luego, a tal estilo de trabajo se sumaron otros pactos con hacedores de una gran cantidad de quehaceres objetados por la ley. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participan en un diversificado mercado de asuntos, siendo los más lucrativos el tráfico de drogas, los desarmaderos, la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y la concesión de “zonas liberadas” para cometer asaltos. Es lógico pensar que el punto de inflexión entre ambas etapas haya sido la última dictadura, en cuyo devenir los policías sumaron a sus cajas dividendos obtenidos con un sinfín de delitos graves y, en algunos casos, hasta aberrantes. Finalmente, fue durante la década del ’90 cuando tales actividades adquirieron un sesgo empresarial.

Es de suponer que Berni sabía que una fuerza que se autofinancia es una fuerza que se autogobierna. Y también sabía que La Bonaerense es un Estado dentro del Estado. Y que tener bajo control a aquella bestia de 90 mil cabezas será una hazaña nunca vista o, en caso contrario, su peor pesadilla. Y que no debía abusar de su condición castrense debido a la inquina de los “Patas Negras” –como se les dice a los efectivos de esa fuerza– hacia todo lo que sea verde oliva. Tal animosidad se remonta a la época del general Ramón Camps, cuando las patotas del Ejército no les habilitaban a los muchachos de La Bonaerense los “botines de guerra”; es decir, los televisores robados en las viviendas de los desaparecidos.

  Berni también está al tanto de la triste experiencia del teniente coronel Aldo Rico, quien fue ministro de Seguridad, nombrado el 11 de diciembre de 1999 por el gobernador Carlos Ruckauf, que cayó solo tres meses después por una broma iniciática. Los policías habían captado que su punto más vulnerable era la comunicación. Es posible que la maniobra se haya urdido en alguna sobremesa de comisarios. Y se la puso en práctica la mañana del 15 de marzo.

Ese día, su vocero, un tal Poggi, recibió un sobre con una fotografía del presidente Fernando de la Rúa y un custodio. Al dorso decía que el custodio no era otro que el Indio Castillo, un terrorista de ultraderecha. Sin perder un segundo, Rico convocó a una conferencia de prensa para revelar esta cuestión. Había caído en la trampa: el supuesto Castillo era en realidad un subcomisario de la Federal que se le parecía. Rico renunció esa misma tarde.

Y Berni pretende aplicar allí su preciado “reentrenamiento”, cuando la sangre vertida por el “gatillo fácil” sigue corriendo en plano inclinado. «