Las manos son la ventana de la mente. Dos grandes manos muestra el viejo stencil. Está tatuado en una de las paredes del hall, justo frente a la boca de acceso a la estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. La obra mira a la siempre transitada avenida Pavón, en el corazón obrero de la obrera Avellaneda. La pintura atrapa el momento preciso en el cual Darío protege a su compañero malherido ante el avance de la asesina Policía Bonaerense aquel 26 de junio de 2002. Su mano derecha es lo que a primera vista llama la atención. El brazo combativo extendido y los dedos militantes frente al plomo de la represión. Pero quiero detenerme en la otra mano de Darío. La izquierda que abraza la palma del cumpa caído. Gesto solidario, amoroso, memorioso. Mano con mano frente a la barbarie.

“Mano con mano” se titula el poema de Manuel Suárez que inspiró el dibujo. Su autora es la artista visual y militante Florencia Vespignani. Lo trazó a mano alzada con lápices de colores en un simple papelito allá por el año 2003. “Manuel me pasó el poema, volví a mi casa en el colectivo y pensé en hacer el dibujo. Sale de la foto que hizo Pepe Mateos y sacó a la luz la cacería. Resalté las manos piqueteras, de lo que habla mucho el texto de Manuel, como símbolo de lucha colectiva”, dice Vespignani frente al curtido stencil. Debajo de las siluetas de los pibes puede leerse una frase: “No están solos”. Cuánta razón. Desde hace 20 años, las luchas populares y el arte –que debe ser también una lucha popular– se toman de las manos en la estación Darío y Maxi. Son para siempre, grita el poema de Suárez, “flameante bandera de combate piquetero”.

Lápiz, piquete y cacerola

Vespignani tiene 50 años. Se gana el pan laburando como docente en escuelas públicas del extremo sur Conurbano.  Cuenta que militó en el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón (MTD AV) desde finales de los años duros del duro menemato. Antes de que la Argentina neoliberal timoneada por la Alianza naufragara en el crac de 2001, Florencia ya ponía el cuerpo y el lápiz en las barriadas. “Vivía en Villa Corina, desocupada. Me habían rajado de un laburo en centros culturales de la Capital. Contratos basura de los ’90. Ahí empecé a militar en el MTD. Dibujaba las cartillas de educación popular. Imágenes sencillas, potentes, didácticas”. Escenas de la dignidad piquetera: marchas, ollas, asambleas, la bloquera, la panadería, los comedores. Resistencia artística frente a la demonización estatal y mediática. Bien lejos del caballete y de los merchantes, de la pizza y el champán, son obras que florecieron en murales, carteles, remeras, banderas, medios alternativos y vaya uno a saber qué otro salón de ese museo a cielo abierto del campus libre que llamamos arte popular. Recuerda Flor: “Los compañeres me pedían que dibujara a todos abrazados. Lucha y arte colectivos”.

En las asambleas del Movimiento La Patria Vencerá conoció a Darío. Militaron codo a codo en ese nido; en 1998 abrieron las alas y migraron al MTD. Flor mira el rostro de su cumpa en un mural, de fondo se escucha una formación del tren Roca que acelera rumbo al Sur, entonces la colorada pintora viaja a otra estación del pasado: «Cuando Darío se mudó de Don Orione a Lanús paraba en casa. Dormía en la habitación de mi hijo y tenía un cajoncito con sus cosas. Era muy querido por los vecinos».

Dignidad piquetera

La siguiente parada del recorrido por su memoria es en el día de la masacre. Hace semanas que Vespignani dedica largas horas a recordar y escribir sobre ese oscuro mediodía de injusticias: “Llegué  tarde al corte del puente porque mi hijo tenía otitis. Me tomé el 570 hasta Avellaneda, bajé en Mitre y vi las corridas. Avancé para el lado del puente para buscar a mis compañeres. Era una cacería. Nadie tenía celular en esa época. Nadie sabía nada de lo que pasaba. Con un compañero, el Nica, entramos a la estación. Vi la sangre, solo la sangre. Eran las 13:15. Yo creo que les dispararon a las 12:50. No había nadie acá, era un desierto. Solo algunos policías. Y la sangre”.

En el punto de repliegue en la estación de Lanús no sabían nada de Darío. En el Hospital Fiorito, tampoco. Florencia recuerda: “Nos dijeron que había dos muertos. Que había detenidos, más de cien; que había muchos heridos de bala de plomo, más de 30. En la puerta de la comisaría llegó la confirmación de Darío y Maxi. Y ahí, nada, cómo te lo pongo en palabras”.

“Gracias por dar hasta sus vidas por la dignidad piquetera”, reza el primer mural pintado en la estación. Fue parido al mes de la masacre. “También pintamos un mural grande en el Puente Pueyrredón. Acá se hizo este firmado por la Verón y se puso una placa que enviaron los trabajadores de Zanón. Fue lo que empezó a cambiar la fisonomía de este espacio, a resignificarlo. Ese lugar lleno de sangre y muerte se empezó a convertir en un espacio de memoria y vida”. Querían transformar el dolor –lo único que es real– en lucha. “Con la alegría de seguir peleando –dice Flor frente al mural–. Así seguimos hasta hoy”. 

Presentes

Las paredes de la estación son un patchwork. Retazos de batallas populares narran cada milímetro de sus paredes. La lucha piquetera hecha mural se da la mano con los feminismos, con los pueblos originarios, con la clase trabajadora, con el guardapolvo de Carlos Fuentealba, con la bicicleta del Pocho Lepratti, con Tehuel y Jorge Julio López que siguen sin aparecer, con una cholita marina que reclama mar soberano para Bolivia, con la sonrisa iluminada de Mariano Ferreyra, con la dignidad de los nadies.

Alejandra Andreone es una de las artistas que alimenta el espacio con su trabajo. Resalta que la iniciativa funciona en forma independiente y a puro pulmón. Andreone se acercó en 2005, en la época de los juicios contra Franchiotti y Acosta, los policías condenados a perpetua por los asesinatos. “Creo en la militancia como una perspectiva de vida, para extender las barreras de lo posible. Este espacio amplifica luchas, es una expresión popular auténtica. Un ‘no-lugar’, de paso, que te invita a pensar y a tener memoria, y está vivo, siempre mutando”, dice Alejandra. Una de sus obras, un collage combativo, se puede disfrutar en el hall. Cuando tiene que elegir la pintura que más la moviliza, deja de lado los grandes murales. Se queda con un grupito de azulejos algo descoloridos que tiene un mensaje clarito para los aún impunes responsables políticos de la masacre: “Van a pagar cada lágrima asomada, cada gota derramada de la sangre popular”.

Desde hace varios años, la estación cuenta con un anfiteatro, un espacio manejado por la UTEP dedicado a la producción textil y un local donde se produce y se puede aprender el arte de la cerámica. Lorena trabaja en la coordinación de los talleres y la producción. En el horno del local, decorado con retratos del eterno Durruti y El Che, se forjan tazas, cuencos y dignas placas piqueteras. Se venden a “precio compañero” para bancar la iniciativa. “Es un lugar de resistencia”, cierra la incansable Lore y sigue laburando.

Florencia me espera en el hall de la estación. Antes de despedirse quiere hablar una vez más de las luchas del pasado, pero sobre todo de las del presente. “Hay muchas cosas que cambiaron. En esos años luchábamos por trabajo, dignidad y cambio social. Les costó la vida a dos compañeros. En estos días se discute mucho sobre los movimientos sociales. Hay que seguir peleando. Así vamos a alcanzar el horizonte”, dice Flor. A su espalda, sobre la puerta de la estación, un viejo mural arriesga: “Hacia la felicidad del pueblo trabajador”. A unos pasitos, en el puesto de diarios hay otro cartel. Más pequeño, seguro fue pegado en una marcha reciente. Grita un mensaje urgente: “Maldita inflación”.  «