La persecución dirigida a trabajadores y trabajadoras desarmó las comunidades obreras que se habían fortalecido a partir del Cordobazo y provocó efectos sociales que aún persisten. “La despolitización, el abandono, la desarticulación social, esta pérdida de identidad y este empobrecimiento generaron heridas sociales que no se reconstituyeron con la vuelta a la democracia y ni siquiera en muchos casos con la reapertura de juicios”, sostuvo la historiadora Laura Ortíz.

El Cordobazo de 1969 fue el inicio de una nueva etapa política y social. El estallido popular vio emerger un sindicalismo clasista que protagonizó los conflictos laborales en los años siguientes y se instaló como parte de la cultura obrera en los cordones industriales de las grandes ciudades. El terrorismo de Estado le apuntó especialmente a estos sectores en todo el país y en Córdoba en particular, pero el secuestro, la tortura y la desaparición o asesinato no fueron las únicas consecuencias: la persecución y el terror provocaron otros efectos que aún hoy persisten, en especial sobre trabajadores de base, que no tenían militancia política pero que reclamaban por los derechos que habían logrado conseguir en esos años.

“Todos los trabajadores que habían tenido algún mínimo de activismo a partir de 1969, cuando empieza a recrudecer la represión, son los primeros que quedan en banda. Son despedidos porque el mercado de trabajo se reduce en un 30% en el sector industrial. Esa transformación estructural económica los golpea primero a ellos, pero aparte los golpea por razones políticas, porque los despidos son selectivos y hay una persecución que se puede analizar concretamente a partir de los archivos que dejaron los servicios de inteligencia sobre la represión en Córdoba”, explicó en diálogo con Tiempo la historiadora Laura Ortiz.
Ortiz es docente e investigadora en la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y dirige y participa de proyectos de investigación vinculados a la historia reciente y oral de Córdoba. También es autora del libro Con los vientos del Cordobazo.

Foto: Télam

“Hubo una persecución que no fue solo a dirigentes sindicales o militantes del PRT y de Montoneros, sino a trabajadores que habían tenido alguna identificación o que tenían alguna intención de conservar conquistas y derechos que a partir de 1976 son cortados de cuajo. Estos trabajadores y trabajadoras en muchos casos empiezan a estar en listas negras, son despedidos, no pueden conseguir trabajos y se mudan para protegerse porque son perseguidos primero por la Triple A y después por el Ejército y la policía. Eso genera un terror, un miedo y una sensación de desprotección inmensa que en muchos casos hasta el día de hoy sigue estando presente”, añadió.

Muchos y muchas nunca pudieran volver a hablar sobre lo que les ocurrió. “Detrás de ese silencio y olvido están las consecuencias de larga duración del terrorismo de Estado, esto que (Daniel) Feierstein llama la ‘realización simbólica’ de las prácticas sociales genocidas y que otros llaman el ‘trauma social’ del terrorismo de Estado. Eso se pone muy en evidencia en los procesos de memoria: en algunos casos, que son creo una minoría, a partir de la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad empezaron a encontrar que lo que les pasó no era algo aislado y a poder verbalizar ciertas cosas, pero muchos otros siguen todavía sin poder enunciar, sin poder decir todo lo que fue ese sufrimiento”, señaló y explicó que lo mismo ocurrió en otros cordones industriales del país, como los de Tucumán o Rosario.

-En tu investigación abordás un fenómeno denominado insidio. ¿Cómo funcionó?

-Insidio es como decir exilio pero hacia adentro, donde uno tiene que sobrevivir en la misma sociedad en la que vivió pero la sociedad va cambiando y uno ya no puede recuperar lo que fue y cómo vivió hasta ese momento. El exiliado se va del país y en algún momento quizás pueda volver, no va a encontrar lo que dejó pero vuelve a su país, el insiliado vive acá mientras toda esa transformación sucede y en esas condiciones genera una sensación de estar exiliado en la misma patria, porque toda su cotidianidad hasta ese momento ya no es posible.

-¿Qué cambió para esos trabajadores y trabajadoras?

Su trabajo, su activismo, sus vínculos sociales, incluso su vínculo familiar. Todo lo que hasta ese momento existía en términos de familia obrera, de vida compartida, queda desarticulado y todas estas personas están obligadas a mudarse de trabajo, de barrio o de ciudad, muchos de ellos se van a vivir al campo, en el interior del Interior, a tratar de perderse e iniciar la vida de alguna otra forma. Esa vivencia de la despolitización, del abandono, de la desarticulación social, esta pérdida de identidad y este empobrecimiento generan heridas sociales que no se reconstituyen con la vuelta a la democracia y ni siquiera en muchos casos con la reapertura de juicios.

-Hay investigadores que plantean que hubo consenso de algunos sectores de los trabajadores con la dictadura.

-En Córdoba, casi el 42% de los desaparecidos fueron obreros. Decir que los trabajadores aceptaron el terrorismo de Estado cuando casi la mitad de los desaparecidos fueron trabajadores es una incoherencia difícil de sortear y después, una vez instalado el terrorismo de Estado, por lo menos hasta 1978 o 1979, siguió un tipo de resistencia que llamamos micro-resistencias, que son subterráneas, porque en las condiciones de represión que había no se podía hacer un paro, no se podía hacer una movilización. A partir del archivo de la represión, encuentro que los servicios de inteligencia estaban preocupados porque aparecían pintadas en los baños, gente reunida. Era una defensa de su trabajo, de su salario y de sus condiciones de vida. Un ejemplo son las silbatinas el día que van a cobrar en contra del ministro (José Alfredo) Martínez De Hoz, las volanteadas y lo más generalizado era el trabajo a desgano o como lo empezaron a llamar en esa época: «trabajo a tristeza».