El saber puede conducir al poder –es una de las posibilidades–. El saber de alguna forma también es poder. El poder a veces liso, llano y burdo recurre a los intelectuales para que le escriban sus discursos que también pueden ser discursos, lisos, llanos y burdos. También el poder recurre a la inteligencia, a los relatos solventes y eruditos. Los intelectuales (como el ejemplo de Fausto) a veces entregan su alma al diablo. En la gran obra de Goethe el propio Fausto se esfuerza en aprender todo lo que puede ser conocido, en formarse, en adquirir saber, pero lejos de los propósitos morales. Fausto reconoce los límites humanos ante la ciencia y se vuelca hacia la magia, hacia la alquimia, para alcanzar utópicamente el conocimiento infinito y hace un pacto con el diablo para vivir en las mejores condiciones mientras está en la Tierra.

Los intelectuales muchas veces ofrecen sus servicios al poder por dinero. En algunos casos sienten que están por encima de todas las cosas y defienden la lógica del libre pensador como una virtud en sí misma. También es cierto que la creación es un acto de libertad, que no acepta condicionamientos de ningún tipo. Estos condicionamientos a veces son desgarradores, lo digo como para no terminar idealizando las diversas estructuras orgánicas que dan pertenencia y que pueden ser un valor que se agota también en sí mismo. Antonio Gramsci decía que los intelectuales que intentaban ubicarse por encima de la sociedad representaban una utopía social, que de una u otra forma siempre discutían con el poder o le escribían los discursos al poder. Gramsci también decía que todos somos de alguna forma intelectuales, pero el hecho de que todos sepamos hacer un huevo frito no implica necesariamente que todos seamos cocineros.

En este sentido, la función intelectual es en sí misma una tarea y una función específica en la sociedad. No todos los intelectuales son políticos, ni todos los políticos son intelectuales. La retórica de los intelectuales se agota en sí misma como se agota en sí misma muchas veces la retórica de los políticos. Por eso es tan importante que ambas funciones se unan, la función política y la función intelectual, con un sentido crítico y de transformación del estado de las cosas.

Pero uno se pregunta hasta dónde hoy podemos ofrecer nuestros servicios en el campo de la gestión institucional oficial bajo la sola idea de que estamos actuando en representación del Estado y que el Estado nos representa a todos. Hemos escrito grandes libros, realizado grandes obras de teatro o investigado seriamente sobre la problemática cultural. ¿Esta condición de excelencia en el trabajo específico nos habilita para abordar compromisos oficiales ante cualquier tipo de política? Uno se pregunta si no debemos realizar observaciones críticas hacia determinadas políticas que se esgrimen desde el poder y desde la representación del Estado.

Cuando reprimen a los trabajadores o cuando se transfiere brutalmente riqueza al sector más concentrado de la economía, o cuando se acuerdan formas leoninas para pagarles a los fondos buitre, ¿no nos obliga a los intelectuales a tener una mirada crítica, a decir algo, aunque estemos realizando una tarea en la gestión institucional oficial?

¿Alcanza para que nuestras almas descansen en paz haber cumplido con una tarea de excelencia individual en nuestras carreras artísticas o profesionales? 

¿Se puede ser neutral mientras conducimos una actividad cultural dentro de los espacios privados u oficiales? 

¿El silencio tiene en sí mismo un efecto moralizador?

¿Se puede hacer política cultural sin hacer política? Son preguntas que uno se hace con relativa distancia crítica como para no aparecer fiscalizando individualmente el comportamiento de otros profesionales. La política cultural no es una isla.

Resulta siempre difícil levantar el dedo acusador. Pero uno se pregunta si se pueden obviar las políticas neoliberales, restauradoras, conservadoras, como si en el país no ocurriera nada. Estamos evidentemente viviendo una gran emergencia en la cultura y en los grandes contratos que nuestra sociedad acordó históricamente, por ejemplo, con la educación, la justicia y los Derechos Humanos. ¿La llamada amplia avenida del medio será aquella zona de equilibrio para que ciertos intelectuales se ubiquen cómodamente entre el amo y el esclavo? ¿La posverdad es la nueva alquimia que permite resolver los grandes simulacros políticos y económicos ante el fracaso del neoliberalismo?

Quizás aquella tensión idealista destinada a explicar cómo una bella alma puede ser transformada por el solo hecho de pactar con el diablo no nos alcanza hoy para comprender la lógica conversa o la adaptación de algunos intelectuales a cualquier modelo político, económico y social. Adaptarse y terminar siendo cómplices de una de la etapas más oscuras de la vida política argentina.