El lunes 8 de noviembre a la madrugada, en el contexto de una razia policial que derivó en persecución, murió Lautaró Rosé (18 años) ahogado en la Costanera Sur de la ciudad de Corrientes. Estuvo desaparecido dos días y su amigo, que huía junto a él fue brutalmente golpeado por la policía y amenazado de muerte para acallarlo. La mañana del 17 de este mismo mes Lucas González (17 años) fue baleado por tres policías que habían interceptado el auto en que volvía junto a su amigo de un entrenamiento del club Barracas Central. Los oficiales, entre ellos un inspector, falsearon los hechos premeditadamente cuando tuvieron que reportar lo sucedido. La madrugada del 18 del corriente mes Alejandro Martínez (35 años) fue apresado por la policía en un hotel de San Clemente del Tuyú y trasladado a la Comisaría N° 3, donde fue presuntamente torturado y asesinado a golpes por la propia policía.  

Ariel Pennisi: Las estadísticas, a la par de la hendidura que dejan los casos revisados cada uno en su especificidad, son brutales, nuestro sistema democrático cobija un comportamiento de las fuerzas de seguridad que parece traspasar signos partidarios y fronteras provinciales e incluso municipales. En democracia, lo constatamos todos los años, varias veces por año, las distintas fuerzas matan e intentan casi protocolarmente a esconder sus acciones. ¿Hay reglas no escritas para ese corporativismo? Además, estás trabajando en una investigación sobre desaparición en democracia. En relación a ese trabajo, dos preguntas: ¿existe un vínculo entre casos de «gatillo fácil» y violencia policial y desaparición forzada? En ese caso, ¿cómo caracterizás ese vínculo?; ¿qué hipótesis temprana fue apareciendo específicamente sobre las desapariciones forzadas en democracia?

Bruno Napoli: En primer lugar, la Desaparición Forzada de Personas (DFP) es un delito complejo tipificado en nuestro código penal de manera reciente (2011). ¿Pero qué implica y en qué se diferencia de un secuestro? Pues bien, en la Desaparición Forzada interviene el Estado, es decir, que funcionarios estatales (o individuos particulares con su ayuda o acuerdo) participan en el secuestro y desaparición de un ciudadano, pero además niegan información sobre el paradero de la víctima.  Un delito que si bien ha sido marca represiva en los años de la dictadura (como parte de un plan sistemático para atacar a una parte de la población) continuó en democracia, ya con otra dinámica, es decir, no como un plan sistemático. Pensemos que desde 1983 a la fecha, son casi 200 las personas desaparecidas de manera forzada o involuntaria (como crimen de Estado). Y el formato es otro: no se detecta un ataque sistemático a una parte de la población por razones políticas o de otro tipo. Es más bien una operatividad represiva (y delictiva, por supuesto) que las fuerzas de seguridad federales y/o provinciales aplican a la hora de actuar en el contexto de su función securitaria. Tal vez, hablar de “violencia policial” no sea correcto o suficiente, pues las policías son fuerzas civiles armadas (no militares, a excepción de la Gendarmería) que tienen la potestad de usar la violencia como elemento ordenador de aplicación de las leyes (de hecho, son auxiliares de la justicia). El problema, entonces, no sería “la violencia” en sí, sino la comisión de delitos aprovechando esa potestad de violencia. En esa línea de razonamiento, operar en la calle y asesinar a balazos a alguien por “sospechas” sería un delito y no un “exceso” como se lo llama para bajarle el precio al hecho aberrante. Y siguiendo esa ratio delictiva, la desaparición se nos presenta como un delito extremo en esta operatividad represiva, pues es permanente, imprescriptible y “pluriofensivo”. Es la extracción aberrante de un ser humano de su línea vital para siempre, donde no queda ni siquiera un cuerpo para sepultar. En este punto, cometer el delito de secuestrar a un ciudadano (donde el perpetrador es el Estado) privarlo de su libertad, de su vida, y luego desaparecer su cuerpo, sobrepasa los límites de la violencia o la represión en sí misma. Pero comparte con el asesinato en la vía pública (lo que se denomina “gatillo fácil”) una operatividad de las fuerzas que dejan como responsable primario al Estado en su conjunto, pues son funcionarios públicos los que cometen estos delitos gravísimos. E insistimos, no son excesos en su función, que sería el uso racional de la fuerza, como dicen todos los manuales de seguridad en el mundo occidental, son delitos aberrantes y punto.

En segundo lugar, la realidad del hecho, inaudible aun para gran parte de la sociedad y para el Estado en sus expresiones burocráticas, ha demostrado una pasmosa continuidad en el tiempo a pesar de los gobiernos de distinto signo. Y una primera hipótesis podría indicarnos que no estamos frente a un “plan sistemático” como en dictadura, sino mas bien ante una forma de disciplinamiento interno de las FFSS, que anida en la obediencia corporativa de esconder las pruebas ante la comisión de un delito. E incluso fabricar pruebas falsas, pues un denominador común de la desaparición forzada (tanto para el derecho local como internacional) es la usina de rumores que salen de los mismos funcionarios, entregando datos inverosímiles a las familias (y a los medios) sobre el paradero imaginario del desaparecido (“se escapó del país”, “está con una pareja viajando”, “se escondió”, etc.). No es un dato menor que los números indiquen que cada gobierno (radical, peronista, de derecha o progresista) tuvo la misma cantidad de desaparecidos por año. Estos datos duros son una muestra de su continuidad y práctica, más interna que externa, independiente del ejecutivo de turno.

AP: ¿Qué peso tiene la legislación en un contexto tan determinado por redes de complicidad y capacidad operativa de los perpetradores de esos crímenes de Estado? ¿Cómo evaluás la relación entre legislación vigente acerca de la desaparición forzada y la posibilidad de llevar adelante procesos con resultados efectivos?

BN: En este punto no es dable entender la desaparición forzada sin comprender en su dimensión total la relación entre poder político, poder judicial y FFSS. Comenzando por el final, es una verdad de Perogrullo que las FFSS son funcionales a los otros dos poderes, pues representan un tipo de intervención “callejera” necesaria (al tener que lidiar con la cotidiana del delito común, privado) pero que termina siendo recaudatoria en términos materiales y simbólicos. Simbólicos porque se llenan interminables planillas de “detenciones” o “secuestros de droga” (por poner solo dos ejemplos) que justifican la acción de las fuerzas y arman el “como si” de jueces y políticos. Un teatro de operaciones donde se pueden mostrar resultados de la capacidad de policía estatal (en sus tres expresiones) para combatir el delito. Pero en términos materiales, esta operatoria teatralizada (donde menudeo y “perejiles” se turnan para pasar alguna noche en la comisaría) deriva en una recaudación material que alimenta espacios particulares del funcionariado y no conducen a una reducción real del delito. ¿Por qué es importante esto? Porque cuando, por la razón que fuera, un funcionario estatal participa de una desaparición forzada, la relación promiscua de poderes hace que ninguna investigación prospere. Revisando cada caso sobre el tema específico de desaparición forzada, los cuerpos casi nunca aparecen, las condenas no llegan (salvo contadas excepciones) y los casos quedan en el olvido. Además, las familias quedan desamparadas por el Estado, ya que no tienen casi ninguna posibilidad de saber qué fue de sus seres queridos, y esto si es que sobreviven a la desaparición, pues en muchos casos, testigos y familiares son amenazados o asesinados sin más.

En este punto, el haber logrado que la desaparición forzada se haya tipificado en nuestro código penal, ya no como delito de lesa humanidad, sino como un delito complejo particular, debería facilitar las cosas, pues en la investigación no debería demostrarse un “plan sistemático” (como es el caso de los delitos de lesa humanidad), con la dificultad que ello significa, sino solo la intervención del Estado en la desaparición, lo que permitiría ir directo a los responsables e intentar conocer el destino final del desaparecido. Pero la complicidad promiscua antes mencionada anula incluso esta oportunidad que ha dado la tipificación del delito para su resolución.

AP: Hay quienes señalan que algunas policías cuentan con mayor holgura por parte de los códigos y leyes locales para cometer delitos graves como el asesinato o la desaparición forzada…

BN: En la desaparición forzada en democracia, la intervención de fuerzas federales o provinciales no ha hecho distingos a la hora de cometer este delito aberrante y estatal. Los casos se desparraman por todo el país y los datos son desoladores. Pero es cierto que, en algunas provincias, las leyes orgánicas de las FFSS han facilitado la comisión de este y otros delitos (tanto la desaparición como los casos de “gatillo fácil”). Y esto se debe a que algunas fuerzas aun cuentan con potestad para detener y retener ciudadanos por simple “merodeo”, por “sospechas” o por la famosa “averiguación de antecedentes”. Si a estas potestades arbitrarias le sumamos la actuación delictiva de usar la violencia de forma irracional, los fines recaudatorios y la complicidad de los poderes burocráticos antes mencionados, tenemos un coctel ideal para la desaparición forzada o involuntaria. 

AP: Daría la impresión de que la transformación que se necesita excede la mera «capacitación» o incluso la formación humanista o en Derechos Humanos de las fuerzas… Es decir, está muy arraigada una lógica de funcionamiento y el tipo de sujeto que la historia reciente de las fuerzas de seguridad forja nos vuelve pesimistas al respecto. ¿Qué desafíos te parece que existen en el plano de la formación, entendida como fomento de un tipo de sujeto antes que como transmisión de conocimientos? O bien, ¿con qué otras políticas o dimensiones podría articularse una formación en ese sentido?

BN: Es muy complejo el delito de la desaparición forzada como para pensar soluciones únicas o centradas en un solo actor. Como señalamos, intervienen varios actores públicos o estatales a la hora de la comisión de este y otros delitos en el marco del uso de la fuerza de estos “auxiliares de la justicia”. Si la recaudación simbólica y material de esta acción beneficia a varios, no alcanzaría con la formación humanística de un solo actor. Debería ampliarse la forma de control civil en todos los espacios públicos, con fines de transparentar el funcionamiento de cada uno. Si los jueces y fiscales de la República son elegidos a dedo de acuerdo al padrinazgo político de turno y las direcciones de las Fuerzas también corren el mismo camino, la que está desdibujada es la línea que separa lo legal de lo ilegal dentro del mismo Estado. La formación democrática siempre sirve, siempre será necesaria para el funcionariado público (en todos los niveles), pero no hay resultados positivos posibles sin un control democrático sobre los vínculos de ese funcionariado con el delito. Y cuando hablamos de delito no solo nos referimos al asesinato o la desaparición, sino también a la recaudación por medio de la administración de los delitos comunes o a la elección de un juez o un fiscal en un concurso arreglado. Como mencionamos ya, la desaparición forzada de personas en democracia es aun inaudible para gran parte de la sociedad. Pero también lo es para la clase política (sean progresistas o conservadores, no importa en este punto), pues a la hora de administrar la cosa pública, pesa sobremanera la alianza simbólica y material de los poderes estatales que, además de administrar la cosa pública, administran también el delito privado.  

Bruno Nápoli es historiador, docente, ensayista, especialista en delito económico y Derechos Humanos, trabajó con el archivo de Osvaldo Bayer durante más de 15 años, formó parte de la oficina de DDHH de la Comisión Nacional de Valores. Cuenta con una larga trayectoria como investigador y divulgador, editó a Osvaldo Bayer, es autor de En nombre de mayo (2014), coautor de La dictadura del capital financiero (2014) y autor de numerosos artículos y ensayos en libros y revistas.