En términos generales, en la Argentina política se enfrentan dos escenarios disímiles para 2019. Polarización versus fragmentación. Ambos se refieren, en principio, a la forma que va a adoptar el menú electoral. En una hay dos grandes bloques dominando las opciones; en la otra, un voto que se reparte entre diversas fuerzas políticas. Y se trata de una disyuntiva que no   sorprende, porque ambos escenarios serían consecuencia de la misma crisis económica que afecta al país.

Polarización puede significar más de una cosa, y eso confunde. Para la ciencia política del siglo XX la polarización política -o ideológica- sucedía cuando los partidos más extremos del eje izquierda-derecha dominaban la escena y se comían al centro. Polarización como sinónimo de radicalización. El caso de manual fue la Alemania pre-hitleriana. Allí, el incipiente nazismo y la izquierda revolucionaria crecieron en las urnas a expensas de los moderados; ese modelo de polarización fue considerado como el preludio al colapso de la democracia. Algunos creyeron ver en el Brasil de las últimas elecciones presidenciales un fenómeno parecido: todo lo que había entre la derecha de Bolsonaro y la izquierda del PT fue fagocitado.

Hay otra acepción frecuente de polarización que es más descriptiva y no incursiona tanto en la cuestión ideológica. La polarización sucede cuando las elecciones orbitan alrededor de dos polos. En Argentina esto fue la regla en la mayoría de las elecciones desde 1983; el despliegue nacional de peronistas y radicales, el peso de las identidades partidarias, el “voto estratégico” y la falta de acceso a recursos para hacer campaña conspiraron contra las pretensiones de las “terceras fuerzas”. Los comicios presidenciales fueron bipolares, dominados por grandes frentes electorales ordenados por el PJ y la UCR. La excepción más marcada fueron las elecciones “anormales” de 2003, en las que aquellos frentes se partieron en varios pedazos. Hubo varios neoperonistas y varios neorradicales en la cancha. ¿Puede 2019 parecerse a 2003?

El consenso cree exactamente lo contrario. Que las dos minorías intensas de la política actual -cambiemismo macrista y peronismo kirchnerista- serán las únicas opciones factibles de la elección, y que obligarán al votante a optar entre una u otra. Siguiendo esta lógica, los dos espacios tenderán a crecer conforme avance el año, aspirando a los votantes dubitativos. Por esta vía se imponen la confrontación y las retóricas cruzadas encendidas, y las avenidas del medio quedan expuestas a un proceso de angostación. Como la Avenida Corrientes.

Pero imaginemos el otro escenario. Las dos minorías intensas ven reforzados sus techos por el contexto de la crisis, y la franja de los disconformes, en lugar de confluir hacia un único candidato -el sueño massista- se dispersa entre varios. A Cambiemos le aparece una escisión neorradical “por izquierda” -con el apoyo de socialistas santafesinos y de Margarita Stolbizer- y otra por derecha -capitaneada por el diputado Alfredo Olmedo y el economista libertario José Luis Espert. Y el peronismo no logra unirse y su caudal de votos se ve dividido entre una versión principal -con el kirchnerismo adentro- y otra periférica. Y mientras tanto la izquierda del FIT suma algunos votos más en el marco de la disgregación del flanco opositor. Eso podría ser un escenario de fragmentación: los bloques principales no se quedan con todo, y la torta se reparte. Volviendo a la metáfora de aquél 2003 atomizado y dominado por cinco candidatos que obtuvieron cada uno entre 14% y 24% de los votos (Menem, Kirchner, López Murphy, Rodríguez Saá y Carrió), que había sido la expresión del estallido (momentáneo, al menos) de un sistema partidario, hay que destacar que aquella elección de hace dieciséis años tuvo una característica institucional que facilitó su resultado. Fue una elección solo presidencial. Las legislativas y casi todas las elecciones de gobernador -salvo Salta y La Rioja- se habían realizado en otras fechas. Eso implicó que los votantes y, sobre todo, las fuerzas políticas que organizan la oferta electoral, estuviesen más sueltos de manos. Para el peronismo ese desdoblamiento resultó útil porque  el triunfador de esa “gran interna abierta” –Néstor Kirchner, entonces apoyado por Duhalde- pudo luego reunir al resto del peronismo (legisladores, gobernadores, intendentes), con independencia de a quien habían apoyado en 2003. Para el no-peronismo resultó mucho más difícil, porque los partidos de López Murphy y Carrió lograron pocos diputados y ninguna gobernación; el camino hasta llegar a Cambiemos les llevó años.

En 2019 la situación socioeconómica no es tan crítica y los dos bloques dominantes mantienen sus núcleos duros de apoyo electoral. Pero vamos hacia un nivel de desdoblamiento entre presidenciales y provinciales que es inédito. Los gobernadores y los aparatos políticos provinciales no se quieren comprometer con las elecciones presidenciales. La enorme mayoría de las provincias votarán en fechas separadas, o aún no lo definieron. Por ahora solo se alinearán con el calendario presidencial Jujuy, Formosa, Salta, Buenos Aires y Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y las dos que tienen los gobernadores más próximos a Mauricio Macri (Buenos Aires y Jujuy) no descartan desdoblar. Entre las que aún no lo han definido (Río Negro, Santa Cruz, Tucumán) predomina la tendencia al desdoblamiento.

Se considera que la concurrencia de distintos niveles electorales en una misma fecha contribuye a la estabilidad de los partidos. Los grandes frentes con candidaturas nacionales, provinciales y municipales en una misma boleta ordenan la política. En cambio, la ausencia de Vidal en la boleta de Macri (si la PBA finalmente desdobla), o del apellido del gobernador que quiere reelegir en la boleta del candidato peronista, perjudica a los presidenciables. Así es más fácil que los votantes diversifiquen su voto. El escenario de la fragmentación del voto es más probable si las elecciones se desdoblan. Y eso es lo que está sucediendo. «