El debate sobre las vacunas y los contratos con los laboratorios volvió a quedar devorado por la “grieta”. Otra vez, el árbol de las polémicas superficiales puede tapar el bosque de las cuestiones de fondo.
Todos los que denunciaron los acuerdos del gobierno con algunos laboratorios y gritaron desaforados ¡la vida por Pfizer! ocultan que ese laboratorio exige un contrato a su medida. Pretenden quedar libres de culpa y cargo, incluso si cometen alguna negligencia, la palabra maldita.
Sin embargo, el agite rabioso de la oposición de derecha –que no tiene nada que ver con la salud y está muy vinculado a su campaña electoral– vuelve a fijar los límites del debate. Frente a Pfizer y sus voceros políticos o comunicacionales se avala el presunto “mal menor” del resto de los laboratorios. Y en general, el mal menor es el camino más corto hacia el mal mayor. Los contratos con los pulpos farmacéuticos nacionales o extranjeros no son cualitativamente menos leoninos, abusivos o secretistas que el reclamado por el laboratorio norteamericano.
La ley votada en octubre del año pasado como condición para adquirir vacunas garantiza la prórroga de jurisdicción a favor de los tribunales arbitrales y judiciales con sede en el extranjero; habilita contratos con “condiciones de indemnidad patrimonial respecto de indemnizaciones y otras reclamaciones pecuniarias” y establece cláusulas o acuerdos de confidencialidad acordes al mercado internacional de vacunas.
Que las vacunas para una pandemia que azota al mundo se rijan por la lógica lucrativa del “mercado internacional” es una aberración en sí mismo; que los laboratorios inscriban sus condiciones en las normas legales nacionales es un abuso amoral y que a través de estos acuerdos se blinden gracias a la confidencialidad y el secreto es un insulto sobre las cientos de miles de víctimas que deja la peste. En este contexto, las diferencias de Pfizer con los otros pulpos farmacéuticos son de grado y no de naturaleza.
Unas pocas empresas se hicieron del control de las patentes y son las mismas que hoy declaran que no pueden abastecer la demanda. Conformaron un oligopolio vacunal que es el principal beneficiario y, sin embargo, se presentan como esforzada “víctima” de sus limitaciones productivas. Ese poder les permite especular con precios y tiempos que para ellos se reducen a una cifra más en la planilla de una abultada contabilidad y para la humanidad se manifiestan como una tragedia evitable.
Sin embargo, como en muchas otras áreas, los talibanes de Pfizer y la lógica de la “grieta” conducen a bajar la vara de los debates y las exigencias hasta el subsuelo subyugado de la patria. Algunos fanáticos del oficialismo llegaron a presentar como héroes a empresarios que conocen un solo principio: la ganancia. Incluso hasta sería discutible si la cuestión se planteara en términos de una relación de fuerzas y una estructura mundial difícil de cambiar en lo inmediato, pero impugnable de principio a fin. Sin embargo, se desplegaron demasiadas voces que en pos de desenmascarar a los talibanes de Pfizer, terminaron excesivamente acríticos (o hasta empalagosamente edulcorados) en relación con los intereses y normativas que impusieron el resto de los laboratorios. La consigna de ¡liberen las patentes! corre el riesgo de quedar reducida a un entusiasta hashtag pasajero, y terminar con el secretismo comercial en un área esencial se presenta como un planteo “maximalista”. El “programa” se reduce a maquillar la gélida racionalidad instrumental de una industria que posee el lobby más poderoso del mundo. Y si todos “no son lo mismo” que Pfizer, lo que es seguro es que están hechos a su imagen y semejanza. «