La noticia sobre el hallazgo del cuerpo de Carla Soggiu en aguas del Riachuelo produce dolor e impotencia. Otra mujer muerta, y van once en lo que va del año en contextos cada vez más escabrosos. Se dirá que todavía no está claro que haya sido asesinada –algunos medios reportaban, sin pudor, que la principal hipótesis era «se perdió y se ahogó»– pero el mínimo sentido común indica que nadie termina flotando en el Riachuelo en circunstancias similares por propia voluntad. Un botón antipánico activado dos veces, indicios claros de por dónde estaba circulando ¿desorientada? ¿secuestrada?, obligan a sospechar. Una reacción cuando menos tardía por parte de las fuerzas estatales es la primera conclusión –y recriminación– que podrá hacerse sobre este caso. El resto surgirá de una autopsia, y no será fácil convencer a los familiares y a la sociedad de que una vez más alguien «se ahogó solo» cruzando un río.

En la red social Twitter, una joven relató que se había encontrado a Carla en la Oficina de Violencia Doméstica la noche del 26 de diciembre, cuando ambas habían llegado hasta esa dependencia para denunciar situaciones de violencia de género. Al exmarido de Carla lo detuvieron, pero en el segundo caso, el agresor vive en el mismo edificio y la denunciante tiene custodia policial durante 24hs en la puerta de su departamento.

Los casos siguen patrones: ni la perimetral, ni el botón antipánico, ni la custodia constituyen barreras para el accionar violento. Ahora parece que tampoco la cárcel, porque de comprobarse que Carla fue víctima de un asesinato, la investigación deberá llegar, por lo menos, al entorno cercano de su expareja. La violencia patriarcal, se sabe, no reconoce límites. La negación de la situación extrema en la que se encuentra la Argentina en este punto, tampoco.

Otra forma de violencia se registró esta semana en Jujuy. Una vez más, el Estado –entendido en sus múltiples expresiones– en lugar de faltar a la cita, excedió su rol. No fue capaz de impedir que un grupo de fanáticos obligara a postergar la interrupción legal del embarazo de una niña de 12 años víctima de una violación, y en el colmo de su sobreactuación, en lugar de seguir los protocolos se decidió practicar un parto por cesárea. «La madre y la nena (cuyo peso superó apenas los 700 gramos) están bien», titulaban en la TV lo que en rigor fue una «maternidad forzada». ¿Qué parte de la historia no se entendió? Como señala la nota de Maby Sosa en esta edición: «Un dato llamativo es que, cuando el ministro de Salud ordenó el traslado de la niña al hospital de San Salvador (donde la mayoría de los médicos son objetores de conciencia), lo hizo porque allí había una mejor atención en Neonatología, lo que pone en duda que el Estado haya querido garantizar la ILE». «