Dios no vino a castigar, sino a perdonar. Él nunca se cansa de perdonar”. La frase no necesita aclaración. Basta decir que la pronunció fray Luis Pascual Dri. El cardenal que falleció este lunes por la noche a los 98 años fue, sobre todo, un testigo radical de la misericordia. No desde las cátedras ni desde el protocolo del Vaticano, sino desde el banco de un confesionario en el Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya, donde pasaba las mañanas y las tardes escuchando vidas ajenas con una paciencia que no envejecía.

Luis Pascual Dri nació en 1927 en Federación, Entre Ríos. Fue fraile capuchino, formador, misionero, confesor. Su voz era suave, y su mirada, inmensamente clara. Nunca se sintió protagonista de nada, y sin embargo su figura creció hasta volverse símbolo. El Papa Francisco lo nombró cardenal en 2023, cuando ya tenía 96 años, como un gesto explícito: poner en el centro a quien tantos años pasó en los márgenes. “El Papa me nombró por mi actitud de confesar”, me dijo con humildad cuando lo entrevisté, poco después de la elección de León XIV. “Yo estoy siempre confesando. Mañana y tarde. Creo que él quiso hacer notar la necesidad de la confesión… del perdón, del abrazo.”

No fue una entrevista más. Me recibió en la pequeña oficina que oficiaba de confesionario, rezando el Santo Rosario, con el mismo gesto amable con que abría su alma a desconocidos. Habló del dolor que le produjo la muerte de Francisco: “Fue un golpe duro, muy duro… Pero agradezco a Dios el mensaje que nos dejó: esperanza, amor, unidad, paz.” Y también de León XIV con esperanza, reconociendo su inteligencia, su compromiso social, su devoción a la Virgen de Pompeya. “Yo pediría que no se aleje del camino de Francisco”, dijo, con una fe tan firme como delicada. Su tono no era de quien da órdenes, sino de quien ruega por lo que ama.

Su amor por la Iglesia fue inmenso, y nunca la desafió, más bien la alentó con una crítica desde la fidelidad y la esperanza. Lo hacía con una lucidez frontal, sin dobleces. “Falta vida comunitaria, falta entrega generosa… Hay mucha cáscara y poca substancia”, expresó. No era enojo, sino pasión evangélica. Una pasión que a sus 98 años seguía intacta. “Eso es lo que no quiero perder: el entusiasmo y el deseo de seguir adelante, luchando por la vida, por los hermanos, por la unidad.”

Luis Dri nunca necesitó gritar. Su sola presencia era un gesto profético. En tiempos de discursos altisonantes, él hablaba pausadamente. Mientras muchos subían al estrado, él bajaba al banco. Mientras otros discutían teología, él abrazaba pecadores, repitiendo, una y otra vez, que “Dios es amor, Dios es perdón, Dios es abrazo”.

El cardenal que falleció este lunes no deja un legado de poder ni construyó influencia desde el prestigio. Deja, sí, un modo de vivir la fe. Lo hizo también a través de sus escritos: No tengan miedo a perdonar y El gran perdonador, dos libros en los que volcó su experiencia como confesor y su mirada profundamente evangélica. Su herencia está en las palabras simples y verdaderas, nacidas del silencio, de la escucha y del abrazo. Con el corazón abierto del confesor. Con la certeza de que la Iglesia será creíble si se parece más a un hospital de campaña que a un palacio.

Gracias, fray Luis. Por recordarnos que la santidad no está en el cargo, sino en el corazón que escucha, que acompaña, que perdona. Que ser santo no es subir peldaños, sino bajar al encuentro del otro. En lo pequeño, en lo escondido, en cada gesto de misericordia.