El Te Deum del 25 de mayo es uno de los tantos resabios coloniales en los que el poder político nacido de la voluntad popular se somete a la reprimenda pública de una religión, a la que así valida como parámetro de todas las cosas. ¿Algo está mal allí, no?

¿Resulta aceptable para el campo popular poner a una monarquía absoluta y patriarcal asentada en Europa por encima de una democracia representativa suramericana? En los medios y en las redes muchos y muchas han celebrado hoy con desaconsejable ligereza el discurso del delegado papal en Buenos Aires porque cuestionó al régimen corporativo de los libertarios, sin recordar que otros delegados papales habían atacado con peor dureza a Gobiernos democráticos y populares.

Cuando todavía no era Francisco, el obispo Jorge Bergoglio cumplió ese mismo rol antidemocrático contra el Gobierno popular, al punto que Néstor Kirchner primero y Cristina después llevaron la celebración del 25 de mayo hacia parajes más amigables con los intereses populares.

Bergoglio lo ejecutó como delgado del pontífice alemán Joseph Ratzinger, exmilitante de las juventudes hitlerianas, al igual que otros obispos lo hicieron antes en nombre del polaco Karol Wojtyla, aliado carnal de Margaret Tatcher y Ronald Reagan en la guerra fría.

Esto por citar solo los últimos 45 años y no volver hasta los sermones en los Te Deum de las dictaduras, cargados de elogios y celebraciones a los criminales, trajeados o uniformados, del mundo occidental y cristiano, el libre mercado y las jerarquías sociales, antecesores de este Gobierno. Solo mutaron las alianzas, no los actores.

Si celebramos el reproche pronunciado por el delegado de (el ahora aliado) Jorge Bergoglio contra el régimen libertario, quedaremos condenados a acatar en igual medida los sermones que nuevos delegados de otros papas lanzarán contra los futuros gobiernos populares.

Así como entre 2003 y 2015 la acción política del Te Deum fue desarticulada; así como los feminismos le cantaron que quiten los crucifijos de sus ovarios, debemos recordar siempre que Iglesia y Estado son asuntos separados. Y que solo la Vox Populi es la Vox Dei.