En los años 2014 y 2015, la escritora Sylvia Iparraguirre dictó dos seminarios de literatura rusa clásica en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba). Con el entusiasmo de la lectora y escritora apasionada que es y con la claridad y precisión de su condición docente, recorrió los autores rusos fundamentales del siglo XIX: Pushkin, Gógol, Dostoievski, Tolstói y Chejov.

El material de esos seminarios aparece ahora fusionado en Clases de literatura rusa (Alfaguara). Se trata de un libro destinado a un conjunto heterogéneo de lectores en el que el rigor informativo se combina magistralmente con la pasión por la literatura. El resultado es un libro que desborda y contagia entusiasmo cuya lectura tiene el carácter de una revelación, de un descubrimiento, un efecto que se produce cuando detrás de las palabras hay un conocimiento profundo y genuino, es decir, hay una verdadera formación que sustenta la información.

En su paso al papel, lo que supuso un enorme trabajo, no ha perdido, sin embargo, la frescura de la oralidad.

Si de alguna manera puede medirse la eficacia del afán de enseñar es por el deseo que los seminarios produjeron en los asistentes de leer o releer a los autores clásicos rusos desde una perspectiva enriquecida. El mismo efecto produce el libro: genera deseos de lectura a partir, precisamente, de su lectura.

Clases de literatura rusa no es un libro de ficción. Sin embargo tu última novela, Antes que desaparezca, comienza precisamente con una escena de los seminarios que dieron origen al libro. ¿Por qué?

–Cuando comencé a dictar esas clases ya tenía un borrador de la novela con un comienzo que no me convencía del todo. Estaba todo armado pero no me conformaba el principio. De pronto, en una clase veo una mujer en el fondo que resultó ser una compañera mía de pensionado cuando vine a estudiar Letras a Buenos Aires. Justamente el tema de Antes que desaparezca. Todo ocurrió como lo cuento en la novela. Cuando terminó la clase salimos, fuimos a tomar algo y hablamos durante horas. Cuando volví a casa dije «éste es el comienzo de la novela».

–La ficción te persigue.

–Sí, la verdad es que la ficción me persigue a todas partes.

–En Clases de literatura rusa hablás sobre un concepto que a veces se usa de manera un tanto caprichosa y es la noción de contexto y que vale la pena que lo aclares como lo hacés en el libro. A veces, se lo utiliza de manera mecánica, como si tales hechos históricos tuvieran necesariamente tales repercusiones literarias. Pero el fenómeno de la literatura rusa clásica es muy particular, es una literatura que surge en el siglo  XIX en un pueblo integrado en su mayoría por campesinos analfabetos o semianalfabetos y, sin embargo, esa literatura se transformó en la voz del pueblo. Fue un fenómeno muy orgánico. Si hablamos, en cambio, de literatura argentina actual, puedo mencionarte a vos, a Claudia Piñeiro, a Gabriela Cabezón Cámara por mencionar nombres arbitrariamente. Las tres pertenecen a la literatura argentina y, sin embargo, no tienen nada que ver entre sí. Me gustaría que hablaras de la importancia de los factores externos a la literatura en sí que incidieron tanto en la literatura rusa del siglo XIX de la que decís que siempre se la aborda de una forma desarraigada.

Desde ya que la palabra contexto no es una invención mía, cualquiera puede proponerla, pero viene directamente de la teoría de la novela de Mijaíl Bajtín. Él puede hacer un análisis interno del texto, de tapas adentro, con las características lingüísticas, metafóricas, discursivas de un texto. Pero, además, ponerlo en contexto, porque de ese modo cobra otra dimensión. Y esto sucede con cualquier  texto, no solamente con el literario, pero el literario, por la multiplicidad de sentidos que acarrea absorbe más ese contexto o lo explica más. Vos me citaste a mí, a Claudia y a Gabriela. No ahora, ni mañana, ni pasado, pero dentro de décadas vamos a tener el mismo contexto histórico y político, vamos a estar atravesadas por las mismas cosas, habiendo escrito temas distintos, vamos a estar engarzadas dentro de este tiempo y eso se va a notar. Todos los libros se historizan. No hay posibilidad de que no sea así, porque somos seres históricos y en nuestra cabeza trabajan discursos que recibimos desde la infancia. Dicho esto, me pareció que la premisa que guiaba el libro era, justamente, que acá hay grandes lectores de los autores rusos. Los ha habido siempre, pero siempre fueron leídos desarraigados de la historia del siglo XIX.

Foto: Federico Paul

–¿Por qué?

–No es algo casual, porque la Europa del siglo XIX desconocía a Rusia y la Rusia que conocía Europa Occidental era la nobleza que tenía posibilidades de viajar, de escribir, de manejar múltiples lenguas. Por eso me pareció un paso fundamental reponer lo que se pudiera de ese contexto para que la producción de estos escritores se comprendiera, porque si vos lo tomás a Gógol en el aire, puede que te resulte muy extraño, muy extravagante, gracioso. A mí me hace reír hasta la carcajada porque me gusta el absurdo. Es un antepasado de Kafka, de Esperando a Godot de Beckett. En Gógol se da una paradoja muy interesante.

–¿Cuál?

Era muy reaccionario, muy conservador, muy cristiano,  muy pro zar. Sin embargo, su literatura y su teatro son revulsivos. Se le rebelaban su propio inconsciente y sus ancestros cosacos.  Volviendo a tu pregunta, el contexto, como trato de explicar,  es infinito. Uno no puede reproducirlo todo, sino instancias de una vida de un hombre, de un escritor, de lo que le pasaba en su época. El contexto es móvil y es imposible captarlo todo. Hay una serie de vectores que pasan por la obra y por la vida de un escritor y te sitúan. Algunas cosas son conjeturales, no asertivas. Yo no digo a Dostoievski  le pasó esto y por eso escribió de tal manera. Eso sería absurdo. Creo que el libro es una propuesta honesta de mi parte y leal al tiempo para reconstruir el momento en que vivieron estos escritores.

–Es muy interesante el tema de la influencia francesa. Pushkin es el primero que le confiere un estatus literario a la lengua rusa.

–Es que los rusos escribían en francés, leían en francés.  Me refiero a las clases altas. También eran políglotas porque muchos zares estaban emparentados con las casas alemanas, es decir que ir a las universidades alemanas para los hombres era muy común. Los eslavos han sido políglotas naturales, pero el hecho es que el ruso no se usaba. Es decir, se usaba entre lo que los nobles consideraban la servidumbre. Para ellos era una lengua vulgar, tosca.

–¿Las clases altas no lo usaban por un tema ideológico?

–No se usaba porque el campesinado, que constituía el 90% de la población era invisible, analfabeto. Por supuesto que las clases ricas sabián que se hablaba ruso, pero jamás lo propusieron como una lengua literaria. A fines del siglo XVIII, hacia 1790, hubo autores rusos cortesanos que escribieron algunas cosas en ruso, pero todo era una copia versallesca, con los dioses olímpicos de Versalles. Hay que pensar que Rusia no tuvo Renacimiento.

–Ése es un dato interesantísimo.

–No tuvo a Platón ,ni a Aristóteles, ni las tragedias. Lo grecolatino le llegaba a través de la literatura y el teatro francés clásico. Pero esto sucedía en un grupo que representaba al 10% de la población. No trascendía al resto. Que la población era invisible no es sólo un modo de decir. Cuando a los 18 años Tolstói hereda Yásnaia Poliana, era bastante cabeza loca. Tocaba el piano, patinaba, jugaba al tenis, cabalgaba. Le encantaban las chicas gitanas y cosacas. Llegó a ese lugar con la idea de hacer una serie de modificaciones. Pero después se dio cuenta de que los campesinos se reían de él. Él proponía, por ejemplo, poner una canilla y un campesino le decía qué para qué quería tomarse el trabajo de poner una canilla, si había un pozo. Eran socarrones porque lo veían muy joven, pero también los nobles se reían de que alguien de la nobleza como él quisiera educar. En el powerpoint que usé en el Malba puse una foto de una familia campesina. Eran varios chicos, descalzos, sucios, con mocos. Uno de ellos está en los brazos del padre, los padres también están descalzos en una choza semiderruida. Al lado puse a los Romanov, que gobernaron hasta principios del siglo XX, a los que se les caían de joyas. Esta división tajante es la que marca toda la literatura rusa.

–Tu libro va contestando peguntas que uno se formula mientras lee. Por ejemplo, cómo se desarrolló en el siglo XIX una literatura tan potente con un 90% de la población hambrienta y analfabeta. Se comenzó a gestar en los estratos más bajos de la burocracia, ¿no es así?

–Claro, cuando Pedro el Grande decide occidentalizar Rusia, crea San Petersburgo de la nada. Mueren 150.000 personas en la construcción de esa ciudad. Fue algo faraónico que significó abrir una ventana hacia Europa y él decreta que es un imperio y se declara, además de zar, emperador de Rusia. Para administrar ese imperio crea una tabla de rangos, que están grabados en una especie de pirámide de piedra. En la zona más baja de esa pirámide están los empleos más humildes, como el de encargado de postas o el de maestro de vajilla. Todo ese estamento básico está formado por hijos de campesinos que sabían leer y escribir. Si se portaban muy bien durante 20 o 30 años,  ascendían y Pedro les  daba una prebenda o un estipendio. Había categorías civiles, militares, eclesiásticas, de la nobleza.

–¿Y cómo se explica que los escritores se convirtieran en voceros del pueblo, que el pueblo se sintiera representado por ellos?

–Hay que ver que el pueblo ruso tiene una idiosincrasia particular y eso lo dice Isaiah Berlín muy bien. El pueblo  ruso que tiene un fondo de profunda fe cristiana, prístina, no trabajada por la razón, sino por las enseñanzas de Cristo. El escritor no podía mentir. En el pueblo ruso había un centro de verdad cristiana que decía que la palabra no podía falsearse entonces que los escritores, que para el pueblo eran seres tremendamente encumbrados,  no le podían mentir. Si escribían una novela tenía que ser verdad y eso lo cumplieron. A mí me conmueve. Todos estos escritores fueron muy distintos entre sí, pero tuvieron algo en común: cuando escribieron, lo hicieron diciendo la verdad.

Gógol: «Almas muertas»

–La obra de Gógol parece muy actual  por su sentido del absurdo.

Sí. Gógol tiene un profundo dilema teológico que es desenmascarar al diablo, al mal. Se dejó morir de inanición porque creyó que había escrito una blasfemia con Almas muertas. Decía que había mostrado allí una Rusia terrible, que su propósito era ver cómo hacer del diablo un imbécil, no mostrarlo con el tridente, las llamas, las parrillas, sino mostrar al hombre de chaqueta, al infame, al mezquino, al grosero, como los terratenientes de cuarta en la Rusia profunda. Son tipos corruptos que dejan morir de hambre a sus siervos, que no les importa nada, que son ignorantes, que se creen grandes señores. Eso es lo que él desenmascara. Tiene una comicidad enorme y hace descripciones delirantes. Cuando llega Chíchikov a la posada, por ejemplo, le dan un cuarto con un ventanuco que da al gallinero. Él habla de todo lo que hay en el gallinero: patos, pavos, gallinas…Eso no tiene que ver con la historia, pertenece a su delirio y cuando lo aplica se ve claramente el absurdo. 

Pushkin, un genio mozartiano

Pushkin era conde y es quien le da estatus literario a la lengua rusa. ¿Cómo se explica esa actitud?

–Él comienza a escribir en francés la Oda a la libertad, cuando tenía 15 años, y luego toma el ruso a instancias de una mujer. Era muy mujeriego, tuvo infinidad de duelos por mujeres y va a morir precisamente en un duelo a causa de su mujer. Él les escribe a su hermano y a sus amigos diciéndoles que el ruso no tiene gramática, que no está trabajado por la filosofía ni por la literatura, ni por la ciencia. Se da cuenta de que estaba todo por hacer y comienza escribir en ruso. Tenía un genio providencialmente mozartiano. No lo pudieron sofocar. Dice Gógol que le gustaba mucho reír. Era provocador en sus epigramas. Lo destierran y primero le mandan a hacer un informe sobre la langosta para humillarlo. Él escribió: «Volaba, volaba la langosta/y se sentó, /quedó sentada un rato, lo comió todo,/ y de nuevo voló». Pushkin, como todos estos escritores de los que estamos hablando, tuvieron niñeras, ayas. Cuando nacía un niño noble le asignaban una aya que estaba con ellos el resto de su vida. La aya es la depositaria de la cultura popular rusa. Son las que les cuentan cuentos de hadas y de gnomos. Eso es lo que tomó Pushkin para Ruslán y Ludmila, su primera obra que a los 20 años lo hace popular de inmediato.