«Soy inocente y tan a imagen y semejanza de Dios como cualquiera, como todos, no obstante haber sido grumete, tendero y soldado, más antes –antes– niñita en tu falda». Así comienza la última novela de Gabriela Cabezón Cámara, Las niñas del naranjel (Random House). La voz que narra es un eco de la voz de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, un personaje histórico que escribió su autobiografía. A los cuatro años fue apartada del mundo y enviada a un convento con el destino de ser monja. Vivía allí su tía que le hizo el encierro un poco más amable. Pero en la adolescencia, carente de vocación religiosa, huyó del convento para conocer el mundo, un propósito que solo estaba permitido a los hombres. Se vistió entonces con ropas masculinas. Con el tiempo, se convirtió en militar, peleó en diversas batallas y obtuvo el grado de Alférez.

Este personaje histórico alentó la ficción de Cabezón Cámara quien elaboró una novela compleja en que la mujer que fue grumete, tendero y soldado bajo el nombre de Antonio, rememora el pasado en las cartas que le escribe a su tía sin saber a ciencia cierta si está viva.

El personaje se mueve en dos tiempos diferentes: el pasado conventual y el presente soldadesco en el que convive como miembro de las fuerzas españolas con la población guaraní. Es un miembro más de un ejército de ocupación guiado por la codicia de la Corona que siembra a su paso destrucción y muerte. Su vida hace un giro cuando, condenado a la horca, le hace una promesa  a la Virgen del naranjel que cumplirá si se salva. Libre de la condena a muerte, huye con dos niñas, una perra y algunos otros animales para vivir en la selva en contacto con la naturaleza. De allí en más, Antonio deberá cuidar a su manada, no destruir.

En la novela, que transcurre en el siglo XVII, se enlazan diferentes tiempos, lenguas, discursos y concepciones del mundo. La historia sangrienta se mezcla con el humor y hacia el final, con la leyenda.

Una historia exuberante en la que el barroco deja de ser un atributo de la música o la literatura para encontrar en la selva su forma más perfecta.

Las niñas del naranjel transcurre en el siglo XVII, sin embargo, es muy actual. Por un lado, el tema de la «conquista» española está más vigente que nunca. Por otro, es muy de este tiempo el replanteo de la jerarquía humana respecto del resto de los animales. ¿Esto te lo planteaste a priori?

–De casi todo lo que hago me doy cuenta después, pero de eso sí me di cuenta. Soy consciente de que somos carne de la carne de la Tierra. La vida es de la Tierra, nosotros somos una formita entre tantas formitas de vida que ella tiene. Esa vida es un tejido y no podemos concebirnos como algo separado porque sin el agua de la Tierra, sin su aire, sin su sombra, sin su sol, no existimos. Creo que Occidente ha roto ese tejido primero, en lo filosófico y, después, en los hechos y así estamos: tenemos un planeta en ebullición, y corremos el riesgo de que en poco tiempo no puedan sobrevivir las formas complejas de la vida. Entre esas formas complejas estamos nosotros, además de muchas otras especies que también tienen derecho a vivir.

–Planteás multiplicidad de mundos y, por lo tanto, multiplicidad de realidades. ¿Es un cuestionamiento del concepto de realidad como algo que es igual para todos? En este sentido, es una novela muy filosófica.

Traté de que hubiera muchas perspectivas porque la operación del poder siempre es hacer de la idea propia de realidad, es decir, del lugar del yo poderoso que soy, de las conveniencias e intereses que yo poderoso tengo, un todo. La operación es tomar la parte por el todo y hacer que eso se vea como naturaleza. Eso es lo que ha hecho Europa con nosotros. Muchas de las mentes más brillantes de nuestro país se sentían europeos en el exilio. No, papi, no sos europeo, sos argentino, vivís en una colonia, en una periferia, estás situado histórica y geográficamente, las mentes no existen fuera de los cuerpos, aunque existan libros e ideas que circulan, tenés un cuerpo y sin el cuerpo no tenés una mierda de nada y el cuerpo está en un lugar, no en todos, y sufre o goza según su encrucijada sociocultural-política etcétera, etcétera. Me parece muy importante darse cuenta de que hay muchas perspectivas, de que la perspectiva no es algo que existe por fuera de quien mira. Es mucha la gente que mira, son muchos los animales que miran y construyen su propia visión de mundo. En las personas tiene que ver con lo que veníamos hablando y en el resto de las especies, con el aparato perceptual. No vemos lo mismo que ve un ave que percibe el espectro infrarrojo o ultravioleta. El mundo para nosotros es distinto, vemos menos. Una garrapata, que tiene un aparato perceptual muy sencillo, puede percibir el ácido que emitimos los mamíferos y sentir calor o frío, vive en otro mundo aunque esté en el mismo lugar que vos. Un árbol es otro mundo. El mundo está hecho de millones y millones de mundos. ¿Esto significa que yo puedo decir que hay 5000 desaparecidos o 30.000? No. Hay que investigar, es importante. Incluso esas construcciones están emitidas por visiones distintas del mundo. Eso no significa que todas las visiones sean buenas  y valgan lo mismo. Hay visiones que son horribles, hay visiones que logran la cohesión de un grupo inventándose  un enemigo, alguien a quien odiar. Para los nazis fueron los judíos, que era algo imaginario, no era el enemigo, pero lo inventaron para cohesionar la propia tropa.

–Es una operación política.

–Sí, como es una operación política hablar de «desierto». Desierto, las pelotas. Allí vivía gente, animales, un montón de vida. El desierto de la «Conquista del desierto» no estaba desierto en absoluto, por eso mandaron ejércitos.

–Por los diversos niveles de lengua y por los distintos tiempos de la narración, supongo que no habrá sido fácil escribir esta novela.

-Es una novela que me dio muchísimo trabajo. Es la que más trabajo me pidió en la vida. A mí me sale fácil la primera persona, lo aluvional, como la carta de Antonio a su tía. La tercera persona me cuesta y también los diálogos me cuestan mucho y esta novela está llena de diálogos. Tuve que inventar sistemitas de lengua, es decir, el sistemita de la carta que dé la sensación de estar leyendo algo antiguo aunque no es antiguo, sino castellano contemporáneo con algunos «chistes». Eso es algo muy diferente del narrador en tercera que es contemporáneo de los hechos y también muy diferente de los diálogos.

Foto: Pedro Pérez

–También jugás con la lengua guaraní.

–Con eso jugué expresamente para que se entendiera. Parece que estuvieras escuchando guaraní, pero en realidad uso solo entre 15 y 18 palabras y una música de nuestro castellano. Pero jugué mucho con el «che vos».

–¿Conocés el guaraní?

–Poco y soy mala para las lenguas, aunque trato de estudiar.

–¿Y cómo te asesoraste?

–Este año me invitaron a un festival en Noruega. Un día hice una lectura en un bar de Oslo y allí conocía a una traductora de guaraní argentina, misionera. Le pregunté si le podía hacer una consulta, me dijo que sí y me dio su teléfono. Figura en los agradecimientos porque me ayudó un montón. Considero que puedo escribir mal algo en francés, en inglés, en alemán, pero no en guaraní, por obvias razones del respeto debido a quienes se les debe más respeto.

–¿Cómo surgió la idea de tomar la historia de la Monja Alférez?

–Surgió charlando con Ana Laura Pérez que es mi editora y es la mejor editora del mundo y que tiene acuarela de Fermín Eguía de la Monja Alférez. Todo lo demás tiene que ver con hacia dónde quiero ir con mi vida: quiero ir hacia a la selva; quiero ir hacia  al amor en todas sus formas, por ejemplo, el amor a las plantas, a la vida en general, a los niños y los animales, al trabajo colectivo. Al amor en su sentido más amplio. Mi alma, mi corazón y mi cuerpo quieren ir por ahí, de modo que ahí vamos.

–En la novelahay humor. Incluís al Quijote ¿Cómo se te ocurrió esa idea?

Traté de imaginarme cómo serían esos «conquistadores», esos siniestros. Creo que serían unos tarados, que tendrían una vida completa día a día, que pensarían pelotudeces, que se perderían en rituales idiotas, que harían cosas atroces como quien toma mate. Me pareció que eso se podía contar con humor sin por eso dejar de ver lo atroz que fue lo que hicieron. Ahí está la idea de la banalidad del mal: cada uno está en lo suyo, haciendo su propio laburo y, mientras tanto, masacran a cientos, bueno, es un detalle. Que sea banal no quiere decir que no sea condenable. Yo quería que en la novela se contaran chistes y me pregunté cuáles serían los chistes que se podrían contar, qué libros serían una novedad graciosísima en esa época: el Quijote. La verdad es que es un libro muy gracioso, muy divertido. También se cuentan chistes de «colmos», cuál es el colmo de tal cosa… Son unos pelotudos porque se puede ser miserable, asesino y pelotudo.

–Aunque las dos novelas no tienen nada que ver entre sí, Las niñas del naranjel me hizo acordar de Zama porque Antonio Di Benedetto inventa allí un español del siglo XVIII como vos inventás un español del siglo XVII. Ninguno trata de imitar un estilo de lengua, sino que la crea.

–Para mí inventar esas lenguas fue el desafío más hermoso de esta novela, fue la parte más golosa, más placentera. Ayer  una amiga mía que es una académica brillante, Laura Pensa, me decía que si se podía comparar a Zama con Antonio, Zama era el buen ciudadano colonial, el que obedece las reglas, el que espera, el que se somete a la ley colonial, mientras que Antonio es el que no espera nada, se caga en todo, mata como si fuera a tomar mate.

–También pensé que Antonio tiene el nombre de Di Benedetto.

–La verdad es que no tuve esa intención. Pero, ¿sabés qué? Sí, ahora que lo decís, creo que sí, porque Di Benedetto me encanta y me encantó la película de Martel.

–Se te nota un gran amor por la cultura guaraní.

–Sí, es un amor que siento. El amor pulsa. El amor y el deseo…

–…no tienen explicación.

–O tienen y uno no lo sabe. Es algo que pulsa, que está ahí.