Aun para aquellos que no creen en el destino resulta innegable que Jorge Luis Borges nació con un destino marcado: la ceguera progresiva. Ya la habían padecido su padre y su abuela paterna, por lo que todo parecía indicar que era una herencia inexorable. ¿Habría sido el escritor que fue de no saber desde temprana edad que su visión defectuosa se agravaría de manera paulatina hasta llegar a la ceguera casi total?

Como todas las preguntas que exigen una respuesta contrafáctica, también esta es difícil o imposible de responder, aunque la vida y la obra del escritor permiten sacar algunas conclusiones. Dice el propio Borges en una conferencia: “La ceguera no ha sido para mí una desdicha total, no se la debe ver de un modo patético. Debe verse como un modo de vida: es uno de los estilos de vida de los hombres. Ser ciego tiene sus ventajas. Yo le debo a la sombra algunos dones: le debo el anglosajón, mi escaso conocimiento del islandés, el goce de tantas líneas, de tantos versos, de tantos poemas, y de haber escrito otro libro, titulado con cierta falsedad, con cierta jactancia, Elogio de la sombra”.

Pero su ceguera no tuvo en su obra sólo una expresión temática como puede leerse, por ejemplo, en el “Poema de los dones”: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Es evidente que esos dos dones son contradictorios entre sí, porque Dios le ofrece libros que no puede leer. Esa tensión recorrerá su obra y también su vida. El encantador de palabras no resultó igualmente encantador con las mujeres.

Es posible pensar que su vocación literaria, también herencia de su padre, lo obligó a poblar esa neblina “verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego” (Borges dixit) con imágenes propias. Cuando se pierden los contornos del mundo “real”, por decirlo de alguna manera, surgen otros mundos invisibles. No sería insensato suponer que en su caso, fue esa neblina londinense que descendió sobre sus ojos la que lo impulsó a indagar en sus antepasados anglosajones, aunque él sostenga que al perder la vista ganó un mundo auditivo que lo llevó a comprender la música de las lenguas de sus antecesores.

“Tenemos una imagen muy precisa, una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero ignoramos qué lo puede reemplazar, o suceder”, aseguró. Su literatura podría ser leída como un denodado afán de compensar una pérdida cuantiosa que exigía un hallazgo de un valor equivalente.

La pérdida de la vista lo ubicó también en la línea de una tradición inaugurada en Occidente con Homero, la del aeda ciego. “Sabemos de otro poeta griego ciego, Tamiris -dice el autor de El Aleph-, cuya obra se ha perdido, y lo sabemos principalmente por una referencia de Milton, otro ilustre ciego”. Milton, un poeta admirado por él, escribió El paraíso perdido y El paraíso recobrado mucho después de haber perdido la vista. Borges entendió la ceguera como un don y supo que todo don tiene un precio altísimo, que él pagó sobradamente con su obra.

A los 9 años Marcel Proust tuvo su primer ataque de asma bronquial, una enfermedad que arrastraría penosamente hasta su muerte prematura, a los 51 años. Desde ese momento su vida y la de su familia, especialmente la de su madre, giraría en torno a esa dolencia respiratoria.


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Es difícil determinar si fue su hipersensibilidad la que contribuyó a desencadenar su enfermedad o si, a la inversa, fue esta la que forjó su hipersensibilidad y sus dificultades para estar en el mundo. Lo cierto es que muy pronto este “niño viejo”, como se lo calificó alguna vez, creó lo que Walter Benjamin llamó su “búnker literario”, una habitación cuyas paredes estaban forradas de corcho para mitigar los ruidos de la vida, que le resultaban insoportables. Sus cartas revelan hasta qué punto hostigaba a sus vecinos para que hicieran silencio. “Le agradezco de todo corazón la profunda consideración que me ha demostrado al limitar el ruido que sus constructores están haciendo –le escribió a su vecina del piso de arriba, Madame Williams–, pero le pido encarecidamente alentarlos a hacer tanto ruido como sea posible entre las 15 y las 17del próximo martes, porque en ese momento iré a visitar al médico”.

En este ámbito de clausura, con las ventanas cerradas, escribió, entre 1908 y 1922, su obra monumental, En busca del tiempo perdido. Si algo se destaca de su escritura son las frases larguísimas e intrincadas a través de las cuales, según muchos críticos, se expresa su carácter de asmático. Dice Benjamin en Hacia la imagen de Proust: “El asma entró en su arte, si este no la creó directamente. Su sintaxis imita rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica, filosófica, didáctica, es todas las veces una respiración con la que su corazón se descarga de la pesadilla del recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que tiene incansablemente presente, sobre todo cuando escribe, es la crisis que amenaza, que ahoga”.

No puede deducirse de esta afirmación que padecer una dolencia respiratoria genere por sí misma literatura. Para eso hay que ser, antes que asmático, escritor. Sí puede decirse que en Proust el asma marcó como un metrónomo el ritmo de su prosa. “Cuando escribo –dijo Proust– el ruido de mis pulmones compite con el de mi pluma”. En esa tensión constante entre su respiración y su escritura forjó uno de los monumentos literarios del siglo XX.

También John Keats, el gran poeta británico del siglo XIX, vivió y escribió acuciado por el pulso de su respiración. Como todo romántico, padeció y murió de tuberculosis. Nacido en Londres en 1795, tenía apenas 26 años cuando lo alcanzó la muerte, que andaba pisándole los talones. Aunque partió a Italia en busca del sol que lo curara de su mal, sabía que tenía los días contados y que no había tiempo para ningún tipo de burocracia poética. Como dijo Julio Cortázar en uno de sus libros menos conocidos y más entrañables, escrito entre 1951 y 1952, Imagen de John Keats, “el poeta sabe con el cuerpo, mira desde las manos, desde el pelo”. Refugiado en la pequeña casa de Roma ubicada en la Plaza de España, sabía que se iría pronto de este mundo que le resultaba insoportable, lo que no le impidió escribir allí una parte importante de su obra, tanto poemas como cartas. A los 15 años traducía a Virgilio. A los 24 publicó Poemas. Le siguieron Hiperión, Oda a Psyche, Oda a una urna griega y Oda a un ruiseñor, entre otros. Murió en 1821, pero su obra, escrita con la urgencia que le dio la certeza de la muerte, lo sobrevivió. A través de sus poemas Cortázar dialogó con él cuando hacía más de un siglo que el joven Keats se había ido de este mundo.

La historia clínica, un género literario

La enfermedad no sólo puede marcar estilísticamente la obra de un escritor. También puede dar origen a un género literario. ¿Qué son las historias clínicas sino narraciones sobre el ritmo cardíaco, sobre el exceso de azúcar que endulza y envenena la sangre o sobre las aventuras de esas flores cerebrales llamadas neuronas que a veces suelen marchitarse antes de tiempo?

En el difícil arte de la historia clínica, Sigmund Freud fue un verdadero maestro que no por casualidad recibió el más prestigioso galardón entregado a los escritores de lengua alemana, el premio Goethe. El novelista John Updike afirma que sus historiales clínicos “tienen una elegancia arquitectónica que iguala a la de los mejores escritores de su tiempo”. Por ellos desfilan personajes como Dora, el pequeño Juan, el hombre de los lobos, el hombre de las ratas…Todos ellos dicen algo acerca del extraño comportamiento que en algunas ocasiones tenemos los seres humanos y de los hilos invisibles que mueven nuestras acciones.. 

El psicoanálisis mismo es una forma de encontrar en el aparente caos de nuestras vidas una coherencia literaria: la verosimilitud. Lo explica muy bien el escritor Juan José Millás en el prólogo de una selección de los casos freudianos: “En un relato literario una teja no puede matar a nadie a menos que el suceso esté al servicio de algún significado. En la vida, en cambio, no sabemos por qué las cornisas caen sobre unas cabezas y no sobre otras, ni por qué al dar la vuelta a la esquina se nos aparece indistintamente el rostro de la felicidad o la desdicha”. Freud se encargó de explicar que, sin embargo, tampoco en la vida todo es azar, sino que un hilo invisible les da coherencia a los hechos aparentemente más disímiles: el inconsciente.

El neurólogo Oliver Sacks fue también un maestro en el arte de hacer de una historia clínica una obra literaria. Basta con citar el título de uno de sus libros para comprobarlo: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.

Padecimientos poéticos

Los libros que nos sorprenden y se quedan para siempre en nosotros a lo largo de la vida no son muchos. Aflicciones (editorial La bestia equilátera), del joven escritor indio Vikram Paralkar, es un candidato seguro a integrar la lista de inolvidables, si el lector es de los que se deslumbraron con Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino. De hecho, tiene la misma estructura, sólo que en vez de recorrer ciudades imaginarias con nombres de mujer, recorre dolencias poéticas que suelen tener nombres en latín como Amnesia Histrionis o Dictio Aliena y otras que no suenan tan científicamente prestigiosas como Mal de Agrícola o Enfermedad de Nápoles.


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Tal como se consigna en la contratapa, Paralkar despliega “el componente de ficción que hay en toda enfermedad”. Para comprobar ese elemento ficcional de la realidad no es necesario acudir a la demencia y decir que puede llevarnos a alucinar mundos inexistentes. Bastaría con consignar, por ejemplo, que a los enfermos de Parkinson suele achicárseles la letra, cosa que cualquier especialista puede corroborar, si el lector de estas líneas es incrédulo.  

El autor, que nació en 1981 en Bombay, es médico y trabaja como hematólogo e investigador en la Universidad de Pensilvania. Pese a su curriculum, resulta difícil pensar que alguna vez se haya topado con la Amnesia inversa que figura en su libro y que consiste en ser olvidado por la gente con la que convivimos a diario. Aunque, pensándolo bien, es un hecho bastante frecuente, a pesar de no haber sido considerado jamás como una enfermedad antes de que lo hiciera Paralkar.