Carlos J. Aldazábal nació en Salta e 1974. Como poeta obtuvo, entre otros, el Primer Premio del II Concurso “Identidad, de las huellas a la palabra”, organizado por Abuelas de Plaza de Mayo, y el Premio Alhambra de Poesía Americana (Granada, España). Publicó los poemarios La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás la tierra (2007), El banco está cerrado (2010), Hain. El mundo selk´nam en poesía e historieta (2012) y Piedra al pecho (2013). Su ensayo El aire estaba quieto. Cultura popular y música folclórica obtuvo el primer premio en el género del Fondo Nacional de las Artes. Recientemente ganó el Premio del Fondo Nacional de las Artes 2021 por su poemario Paraje.

Paraje es un libro robusto, muy vigoroso, para mí su solidez radica en el ejercicio de la poesía que explora y que el poeta trabaja detenidamente –le explicó a este medio Geraldine Palavecino, una de las integrantes del jurado-.  Quiero decir que en ella converge algo que me resulta conmovedor y me recordó a los grandes poetas que admiro: el trabajo sobre los elementos formales de la poesía, la exploración de su referente y la unidad auténtica que fluye como algo simple y natural. Es ese detenimiento sobre el objeto, con esa fascinación e interés que el mundo wichi apresa en cada poema, el que produce una atmósfera esencialmente poética.”

La autora de Quiero verte una vez más subrayó: “El trabajo detrás del poemario Paraje es la muestra de un oficio maduro que, desde lo formal y de la construcción total de sus arquitectura, responde a una concepción de la poesía como una elaboración consciente en la que la precisión es una imposición ética”.

-Tu obra Paraje fue recientemente premiada por el Fondo Nacional de las Artes (FNA). El poemario se enfoca en la cultura wichí, ¿cómo nace la necesidad de literalmente adentrarte en el monte para escribir?

 -Ya desde la secundaria el Chaco salteño era una región misteriosa para mí. Lo que pasa es que tempranamente en el colegio nos hicieron leer las novelas de Federico Gauffin, En tierras de Magú Pelá y Los dos nidos. Fueron publicadas en la década del 30 del siglo XX, y ya mostraban, siendo novelas de aventura y de iniciación, la gran incógnita del Chaco para los que vivíamos en el Valle de Lerma. Años después leí Eisejuaz de la gran Sara Gallardo, y ahí el tratamiento y el enfoque que se le daba a la región me conmovieron profundamente: ya había algo del ahora, con un fuerte anticipo de las tragedias cotidianas del lugar.

Más allá de las lecturas y de las películas e imágenes: es imposible no recordar esa joyita, Nosilatiaj de Daniela Seggiaro, o la imprescindible obra fotográfica de Guadalupe Miles) nunca había podido viajar a la región. Finalmente una Beca a la Creación del Fondo Nacional de las Artes, que gané en 2016, me permitió darle forma al proyecto de este libro  

 -¿Qué cosas descubriste o redescubrite en el proceso, casi etnográfico, que transitaste para generar esta obra?

 -El viaje al Chaco lo hice con un compañero del colegio, hoy oftalmólogo, Guillermo Estrada, amigo con el que leímos la obra de Gauffin en aquellos tiempos escolares, y que tenía y tiene un fuerte vínculo con la región por haber asistido, como médico, a los pobladores en campañas solidarias. Creo que haber ido con él me abrió muchas puertas. Por otra parte,  Carlos Müller, poeta y escritor, responsable de haber difundido la indispensable obra de Laureano Segovia para comprender el mundo wichí, me orientó bastante, igual que Juan Martín Leguizamón, antropólogo que también tuvo mucho que ver con la difusión de la obra de Laureano. Pero toda esta información aislada no es suficiente. Para que la experiencia del conocimiento antropológico pueda traducirse en poesía es necesario algo a lo que podríamos llamar “conmoción del paisaje” entendiendo por paisaje también al paisaje humano y cultural. Algo parecido al proceso de extrañamiento de los antropólogos en su trabajo de campo.

-Por eso, el trabajo  se enmarca dentro de lo que denominás «poesía antropológica». 

-La idea y la “definición” surgió cuando escribí Nadie enduela su voz como plegaria, libro de poemas que se basó en la historia y la cultura del pueblo selknam de Tierra del Fuego; la etnopoesía de Jerome Rothenberg y la antropología poética de Juan Carlos Olivares me fueron muy útiles para pensar la cuestión. La “poesía antropológica” no pretende ser antropología, sino poesía, y de lo que se trata es de que, en tanto poesía, funcione con o sin conocimiento del contexto cultural, apelando, desde el particularismo cultural, a las emociones “universales”, eso a lo que algún teórico llamó “lo elementalmente humano”.  

 -Entre las páginas pueden leerse versos a partir de la luna y otros sujetos de la naturaleza y  aparece  también la figura del ecocidio. En este sentido ¿considerás que los poetas deben «marcar agenda», ante ciertos acontecimientos, o cuál es, si es que lo tiene, el rol de quien escribe en la sociedad? 

 -El libro tiene tres partes, Ese poema que habla de la luna, a partir de un mito wichí, está en la primera, “Color que no puede decirse”. Ahí el universo mítico de la cultura wichí, previo al contacto con la cultura occidental (que en esa parte del libro aparece como premonición) está muy presente. En la segunda y tercera parte (“Agua que corre” y “Paraje”) ese mundo mítico y onírico da paso al presente, con sus realidades y tragedias, incluyendo el ecocidio y la degradación del monte. Yo no estoy intentando marcar agenda. Tampoco pretendí escribir ningún tipo de panfleto: es un riesgo y un desafío que esos temas tan serios y centrales para el presente funcionen en tanto poemas. La poesía puede hablar sobre lo que quiera, pero siempre debe sostenerse en la materia lingüística del poema.

 -En Mauritania es un país con nieve, tu poemario anterior, llevás al extremo la idea del no lugar,  con geografías que se desdibujan. ¿Encontrás puntos de cruce entre ese poemario y Paraje?

-En algún punto Paraje es la idea opuesta a Mauritania. Aquí hay un lugar nítido, definido. Un lugar geográfico y cultural a la vez, y esa geografía, esa cultura, tienen un lugar central. En Mauritania eso está desdibujado, y la ubicación geográfica y cultural pierde importancia para el núcleo del libro; la idea, más bien, es una suerte de trascendencia sentimental sobre las ubicaciones y los lugares, una suerte de exceso de fe y de optimismo frente a las posibilidades de eso a lo que llamamos “amor”.

-¿Tal vez la reflexión sobre lo que te rodea configura tu obsesión literaria?

-Tengo varias obsesiones literarias. La principal es la de poder decir algo que valga la pena, y hacerlo de un modo que presente cierta “originalidad”, cuestión imposible (porque sabemos que en estos tiempos postmodernos la originalidad es imposible) que se traduce en la conocida idea de “la voz propia”. Y esa búsqueda de “voz propia” puede ser a partir de lo que me rodea, o a partir de lo que desconozco, pero me asombra.

 -Hace años que vivís en Buenos Aires, pero tu obra tiene una notoria raigambre salteña, ¿crees que tu sitio de nacimiento atraviesa tu obra?

-Hay una identidad y una tradición que tiene que ver con la poesía de nuestra provincia. No solo me pasa a mí, les pasa a otros poetas que dejaron la provincia hace más de cuarenta años y siguen escribiendo en clave salteña. Creo que no es algo forzado (en mi caso no lo es), si no que habla de la potencia de una cultura y de una tradición cultural. Y no solo ocurre en poesía. Antes la mencioné a Daniela Seggiaro, pero también podría mencionar a Lucrecia Martel, cuya obra no alude explícitamente a Salta y donde, sin embargo, esa referencia cultural está fuertemente anclada en su discurso.

 –Hace 25 años, en 1996, publicaste tu primer poemario La soberbia del monje. En ese cuarto de siglo ganaste diversos concursos y fundaste una editorial  ¿qué te ha enseñado la poesía desde entonces hasta hoy, cuáles son tus grandes maestros y los colegas a los que considerás referentes?

 -Yo no creo en la evolución en el arte. Entonces lo que me pasa es que vivo en una suerte de tiempo circular, donde estoy empezando de cero una y otra vez. Y sin embargo hay un camino, hay una escritura. Ese camino y esa escritura hablan de un intento. Y en ese intento siempre está la poesía, que para mí es algo más que un género literario: siempre se trata del asombro, de la tierra de la infancia, que en mi caso fue Salta. Por eso esa infancia que fue Salta, se traduce en presencia (consciente e inconsciente) en los textos. Pero más allá de esta expresión sentimental, la escritura de poesía es también un oficio, y ese oficio se aprende. Yo tuve muchos maestros y maestras, y sigo teniéndolos, por suerte. Pero sin ir más lejos Olga Orozco (por eso este concurso es tan significativo para mí) fue una de mis maestras. Cuando saqué mi primer libro se lo llevé, y nunca olvidaré su calidez y sus recomendaciones. Además en esos primeros años en Buenos Aires solía encontrármela seguido: escucharla leer ya era, en sí, un aprendizaje. Muchos años después, cuando Olga ya había muerto, en Toay, el pueblo de su infancia en la provincia de La Pampa, reencontré su biblioteca, y en esa biblioteca que ella donó a su pueblo estaba mi librito junto al de muchos otros jóvenes de esa época.