En un crudo invierno de 1971, hace medio siglo, Germán Rozenmacher  viajó a la costa marplatense junto a su familia compuesta por su mujer, Chana (Amelia Figueiredo) y sus hijos Juan Pablo de 5, y Lucas, de apenas unos meses. El llanto del bebé los hizo desplazarse hasta una guardia médica. Como no se detectaba la causa que lo hacía llorar, el bebé quedó en observación junto a su madre, mientras Germán y su hijo mayor volvieron a su departamento. Cuando se estableció que estaba afectado por monóxido de carbono se envió de inmediato una ambulancia para rescatar a Germán y a Juan Pablo, pero ya era tarde. Así, más o menos, quizá con otros elementos borrados por el tiempo lo contó Chana en la editorial Perfil, donde trabajaba como periodista en una de sus revistas.

También Germán se dedicaba al periodismo y el viaje familiar a Mar Plata era la oportunidad para realizar una investigación para unas notas que le había pedido  la revista Siete Días, la misma que en vez de recibir sus artículos, tuvo que anunciar su muerte:  «El viernes 6 -un viernes de sol que prometía mejores cosas- una noticia increíble, una disparatada ráfaga de espanto, sacudieron a la gente de Siete Días, paralizaron sus cuerpos y mentes; Germán había muerto en Mar del Plata y con él su hijo Juampi, un chico de 5 años» (la cita corresponde a un cable de Télam).

A Rozenmacher 35 años le alcanzaron para escribir un libro de cuentos, Cabecita Negra, y una obra de teatro, Requien para un viernes a la noche, que dejaron una huella imborrable. La mayoría de sus relatos se reunieron en dos libros, el ya mencionado y El ojo del Tigre.

La segunda edición de Cabecita negra –la primera fue una edición de autor- constituyó la plataforma de lanzamiento de un editor legendario, Jorge Álvarez.  En 1971, se publicó su obra completaa. Mucho más tarde, durante la impecable gestión de Horacio González al frente de la Biblioteca Nacional, cuando se publicaron más de 400 libros representativos de la cultura nacional, se editaron entre ellos otra vez sus obras completas precisamente dentro de la colección Jorge Álvarez.

Rozenmacher escribió en un momento de gran ebullición cultural de la Argentina en el que la literatura ocupaba un lugar muy diferente del que ocupa actualmente tanto en el país como quizá en el resto del mundo. Cabecita negra constituyó un verdadero hito editorial de los años sesenta e inmediatamente colocó a su autor en un lugar importante de la producción literaria.

¿En qué se residía la singularidad de este libro de relatos? Posiblemente en la calidad literaria con que Rozenmacher planteó en el cuento que le da título al libro, el odio visceral de la clase media hacia las clases bajas, los desplazados, los “negros” que se lavaron las patas en la fuente y que tuvieron un protagonismo histórico en el surgimiento y consolidación del peronismo. Desde que Rozenmacher publicó su libro, ese odio permanece intacto y es alimentado día a día por los medios corporativos.

Ricardo Piglia da una contestación a esta pregunta en una reseña aparecida en Revista de la Liberación en 1963: “Una atmósfera que envuelve lo cotidiano, un clima narrativo que documenta lo real, si se permite la paradoja. Todo esto hace, de Cabecita Negra, un libro revelador. Con él Rozenmacher se inscribe a toda una corriente narrativa argentina que a partir de Payró y Arlt –superado el naturalismo de Boedo- trata de hacer, desde la izquierda, no una ´literatura de izquierda´, sino una literatura (una narrativa) que documente el país, que intente (como definía Lukacs una ´aprehensión consciente de tendencias reales en la  profundidad de la esencia de la realidad”. Que comprenda el país, narrándolo. Una narrativa que se enriquece con los aportes de las corrientes contemporáneas (los norteamericanos del 30, los italianos de la post-guerra, Kafka) que actualiza por fin el realismo en un país en el que siempre (salvo algunos libros) se ha confundido realismo con panfleto, con costumbrismo, con obrerismo y mediocridad. Con Rozenmacher encontramos otro de esos narradores que, desde la izquierda, empiezan a probar que escribir bien es requisito imprescindible para cualquier literatura que quiera ser una manera de ubicar el país en su literatura y desde la literatura.”

Por su parte, Guillermo Saccomano escribía en 2010 en una nota de Página 12: “´Cabecita negra´ no es solo uno de los cuentos excepcionales de la literatura argentina. Su prosa directa, firme, avanza sin parar involucrando al lector en su tensión. Este podría ser uno de sus méritos, el más evidente. Y no está mal, nada mal, para  un escritor de veintiséis años, estudiante de letras y periodista, que se banca publicar ese cuento en un volumen con el mismo título y lo distribuye con su compañera por las librerías de Corrientes. Pero `Cabecita negra´ va más allá. Porque parece leerse en la misma línea que unos pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. ´El matadero´, para empezar, `Casa tomada`, también. Y contemporánea a su escritura, ´Esa mujer´´. Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el señor Lanari (el protagonista del cuento), un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media.”

En 1964 se estrenó su obra de teatro Réquiem para un viernes a la noche y en 1970,  terminó su otra obra teatral, El caballero de Indias que el teatro de la Sociedad Hebraica Argentina se negó a representar porque consideró objetable mostrar a un judío en crisis con su religión y que en 1982 fue estrenada por Luis Brandoni.

En su homenaje el Centro Cultural de Ricardo Rojas creó en 1999 el Premio Germán Rozenmacher destinado a jóvenes dramaturgos.

Chana, su mujer, la que lo acompañó a repartir la edición de autor de Cabecita negra por las librerías, fallecida en 2019, lo describía  así en una publicación periodística: “Era un intelectual que tenía raíces muy hondas, Germán se hizo peronista en setiembre de 1955 al ver la represión de la Revolución Libertadora. Fue amigo de Rodolfo Walsh. Como él, creía que peronismo y revolución iban juntos. Pero nunca creyó en la lucha armada, menos aún luego de la muerte del Che en Bolivia, en 1967.”

Seguramente su muerte prematura impidió que el escritor desarrollara todo su potencial. Sin embargo, puedo impedir que se convirtiera en un referente de la literatura argentina.