“La destrucción conduce a un camino muy duro / Pero también alimenta a la creación. / Y los terremotos son, para la guitarra de una niña / Solo otra buena vibración. / Y las olas de la marea no pudieron salvar al mundo / De la Californicación”. Los versos son de Anthony Kiedis, el cantante de los Red Hot Chili Peppers. Engordan esa brillante oda a la volada Costa Oeste norteamericana, que da título al séptimo disco de la banda nacida y criada en la poco angelina ciudad de Los Ángeles. El disco de los Chili Peppers puede ser la banda de sonido perfecta si van a leer De donde soy, el nuevo libro de la escritora y periodista Joan Didion (1934-2021). Las memorias sin nostalgia de una chica californiana.

Narrar las historias de una familia. O de miles. De su tatara tatara tatarabuela Elizabeth Scott Hardin y de sus paisanos contemporáneos. Desafíos que asume Didion en esta obra originalmente publicada en el lejano 2003. La santa patrona de los cronistas –¡ruega por nosotros, Joan!- explora sus “propias confusiones” sobre sus pagos.

¡Go West! California, ese espacio mitológico, legendario, luminoso pero dark, siempre salvaje, tierra de oportunidades –pocas veces- redentoras. ¿California dreamin’? No tanto. Escribe Didion: “Casi nada en California, tal como se ve a ella misma, anima a sus hijos a sentirse conectados entre sí.” La pregunta por el “ser californiano” empapa como una ola del furioso Pacífico todos los textos del volumen. Un libro transgénero, con dosis desparejas de crónica, memoria familiar, ensayo sociológico y crítica literaria. Cantos llenos de dudas y preguntas, sin tanta saudade, sobre el territorio que su familia adoptó como hogar hace siglos.

Joan Didion, su marido y su hija en California en los años sesenta.

De alguna manera, De donde soy navega entre dos obras maestras de la cronista: El año del pensamiento mágico –dolorosa narración autobiográfica basada en el duelo por la muerte de su marido- y Arrastrarse hacia Belén, la docena de perlas hechas crónica que todo periodista debe leer.

Didion es oriunda de Sacramento, la capital del “Estado Dorado”. Se mudó a Nueva York en los años ’50, volvió a California en los años sesenta, pegó la vuelta a la Gran Manzana a finales de los ’80, a donde murió en diciembre pasado. De alguna manera, siempre se consideró una suerte de “californiana en el exilio”. Sus raíces con la Costa Oeste eran profundas. El mapa histórico y personal que traza en De donde soy da cuenta de las formas en que crecieron, cambiaron y siguen mutando esas raíces. Senderos que se bifurcan y trifurcan con la vuelta a la naturaleza, el trabajo de la tierra, la salvaje extensión del ferrocarril, el rol tutelar del Estado central, el desarrollo accidentado de la industria aeroespacial, el culto al individualismo, el fetichismo por las cárceles, el terror al otro. Postales lejos de Hollywood.

Canta Kiedis al comienzo de su poema: “Es el fin del mundo / Y de toda la civilización occidental / El sol quizás salga por el este / Al menos se quedará en la posición final / Se entiende que Hollywood vende Californicación”. Sueños húmedos de Californicación. Para Didion, pesadilla a secas.

La portada del nuevo libro de la cronista californiana.
Adelanto: una muestra de la pluma de Joan Didion

Mi madre murió el 15 de mayo de 2001, en Monterrey, dos semanas antes de cumplir los noventa y uno. La tarde anterior yo había hablado con ella por teléfono desde Nueva York y ella me había colgado a media frase, una forma de despedirse tan característica de ella –destinada principalmente a que quien la llamara se ahorrara dinero en lo que ella todavía llamaba “conferencias de larga distancia”– que hasta la mañana siguiente, cuando me llamó mi hermano, no se me ocurrió que en aquella última ocasión ella quizá hubiera estado demasiado débil para mantener la conversación. O quizá no solo demasiado débil. Quizá demasiado consciente de la importancia que podía tener aquella despedida en particular.


Tras la muerte de mi madre me encontré a menudo pensando en las confusiones y contradicciones de la vida de California, muchas de las cuales ella había encarnado. Por ejemplo, mi madre despreciaba al gobierno federal y sus “ayudas”, pero no veía ninguna contradicción entre este punto de vista y su dependencia del estatus de reservista de mi padre para usar libremente a los médicos y farmacias de la Fuerza Aérea, o para comprar en los economatos y almacenes de cualquier instalación militar que tuviera cerca.


Pensaba que el verdadero espíritu de California era el individualismo sin restricciones, pero llevaba la idea de los derechos individuales a unos extremos mareantes y a veces punitivos. Ciertamente buscaba una apariencia de “severidad”, una palabra que ella parecía considerar sinónima de lo que más tarde se llamaría “criar a los hijos”. Durante su infancia en el norte del valle del Sacramento, había visto a hombres ahorcados delante de los juzgados. Tras el asesinato de John Kennedy, insistió en que Lee Harvey Oswald había tenido “todo el derecho” a asesinarlo, y que a su vez Jack Ruby había tenido “todo el derecho” a matar a Lee Harvey Oswald, y que si se había dado alguna ruptura del orden natural, había sido por parte de la policía de Dallas, que no había ejercido su derecho de “pegarle un tiro a Ruby allí mismo”. Cuando le presenté a mi futuro marido, mi madre le informó de inmediato de que sus ideas políticas le iban a parecer tan de derechas que la iba a considerar el “arquetipo de la viejecita con zapatillas de tenis”. Aquel año por Navidad él le regaló la colección entera de publicaciones de la asociación conservadora John Birch, docenas de panfletos de llamamiento a la acción, en su estuche. Ella se quedó encantada y le hizo mucha gracia y le enseñó los panfletos a todo el que pasó por la casa aquellas fiestas, aunque que yo sepa jamás abrió ninguno.