—¿Para qué está Tigre?

—No tengo ni idea. No sé cómo vamos en la tabla, no me fijo.

Pablo Magnín acababa de meter dos goles en el 4-0 de Tigre a Platense en la fecha de clásicos de la Copa de la Liga. Y Magnín -31 goles en 52 partidos con la camiseta de Tigre- le respondía sin cassette al periodista de campo de juego. Goleador en los últimos dos torneos de la Primera Nacional -en 2020 con Sarmiento de Junín (16 goles) y el año pasado con Tigre (22)-, el delantero dibuja “garabatos”, pinta cuadros, estudia la carrera de Filosofía y escucha jazz y blues como un modo de despejarse -y despegarse- de la locura del fútbol.

“Traten de no mirar mucha tele”, les indicó Nery Pumpido a los jugadores cuando era el entrenador de Unión de Santa Fe en 2012. Entre ellos, a un joven Magnín. El mensaje le quedó: no se fija los puntajes en los diarios y, un mes atrás, cerró sus usuarios de las redes sociales. “Trato de no tomármelo tan a pecho, y que esté un poco lejos. Si me meto mucho, tengo miedo de sufrirlo. Soy bastante feliz adentro de la cancha, jugando, porque es re lindo jugar a la pelota”, dijo, además, después de los goles a Platense en Victoria. Lo comparte a los 31 años, luego de salirse de esa burbuja del fútbol, y de creerse alguien que no era.

Nacido en San Jerónimo Norte -a 51 kilómetros de Santa Fe capital-, Magnín empezó a jugar en el club Libertad de su pueblo. Debutó en Unión en 2010 y se mantuvo hasta 2014. De ahí en adelante pasó por Instituto de Córdoba, San Luis de Quillota de Chile, San Martín de San Juan, Temperley y Sarmiento, siempre alternando entre la primera y la segunda categoría. Hasta que en 2020 llegó a Tigre, entonces en el Nacional.

“Me gusta vivir, no como jugador de fútbol. Todos me dicen lo mismo: ‘Vos no sos jugador’. Y respondo que no, que me visto de jugador. Me tomo el fútbol como un trabajo con mucha responsabilidad. Pero hay una vida primero”, le dijo a El Litoral. “Lo que tiene nuestro trabajo -sumó en otra entrevista, a Enganche-, es que muchos desean tenerlo. Si volviera a nacer, no sé si elegiría ser jugador. Amo esta profesión, pero hay otras cosas que también me llenan. El fútbol es una jungla”. Después de salir campeón y ascender a Primera, se fue de vacaciones de verano a la Patagonia en un motorhome con su novia, mientras el fútbol se preguntaba si iba a seguir o no en Tigre, mientras le rompían el celular a llamadas. “Las vacaciones se llaman vacaciones -dijo él-. Si no, se llamarían de otra manera”.

Ernest Hemingway dijo una vez que los escritores pueden compararse con “un pozo”. “Lo importante -aclaró- es tener buena agua en el pozo, y es mejor extraer de él una cantidad regular en vez de dejarlo seco de una vez y esperar que vuelva a llenarse”. Hemingway enumeró una lista de escritores y pintores claves en su aprendizaje de “ver, escuchar, pensar, sentir y no sentir, y escribir”. “El pozo -apuntó el autor de El viejo y el mar– es donde está ese ‘resto’”. En el pozo de Magnín se encuentran el filósofo Søren Kierkegaard, los escritores Albert Camus y Milan Kundera, “los autores existenciales”, los músicos B. B. King, Stevie Ray Vaughan, Eric Clapton. Y el Indio Solari y los Rolling Stones. Y un futbolista: Diego Maradona. En la pierna derecha tiene tatuados el “10” y la firma de Maradona. También la cara del Indio. Forman parte de ese “resto” que le permite ser un futbolista cuando sale a la cancha, marcar goles de chilena y tijera. Y sobrevivir en la “jungla” del fútbol.

Magnín suele jugar con una remera debajo que recuerda a Diego Barisone, exfutbolista, su compañero en Unión, fallecido en un accidente automovilístico en 2015. “Lo recuerdo a diario, hablo con la madre y el padre. No es un día al año, es todos los días”. A Maradona y al Indio Solari lo acompañan en su piel un tatuaje que remite a Barisone. Lo conocía desde las inferiores. Hace tres años, Magnín había convertido sólo 27 goles: 9 en Unión, 17 en Instituto y apenas uno en San Luis de Quillota. Quizá hasta ese entonces no comprendía la sensación que le daba un gol. “El gol me deja un vacío existencial -explicó-. Es algo que se terminó, ya está, no hay otra cosa. Ganamos 1-0 con un gol mío, por ejemplo. No festejo. Grito, porque todos gritan. Pero me deja adentro algo que no me deja otra cosa. No sé qué será. El delantero es distinto: capaz no la toco en todo el partido, y en el último minuto la empujo, gol, y salimos en todos lados y te llaman todos. Es un momento. Al otro día ya estás bien, pero me deja esa sensación, una satisfacción de lograr lo que trabajaste durante la semana y algo que soñás desde que sos chiquito”.

Magnín pintó “cinco o seis” cuadros durante la cuarentena después de que su novia le hablase de “dimensiones y profundidades” al momento de agarrar el pincel, tocó la guitarra y terminó de masticar después de tres años la decisión de estudiar la carrera de Filosofía, enturbiada por los avatares de la vida de un futbolista. Lo hace, ahora, a distancia. En la cancha, además de goles, descarga con toques de espalda, genera ventajas cuando le tiran pelotazos. El Morocho -o Moro-, porque “en San Jerónimo Norte son todos gringos y mis padres cayeron de Chaco y éramos los únicos de este colorcito”, aún transita su búsqueda interior.

“Tengo amigos que a las seis de la tarde del viernes aprietan ‘Escape’ en la computadora y se olvidan hasta el lunes -dijo Magnín luego de ser tapa de los diarios que no lee-. Y me dicen: ‘Yo quiero jugar a la pelota’. Y les digo: ‘Estando acá, no sé si muchos van a querer’. Lo que ven es que cada siete días un montón de gente te aplaude si te va bien o te putea si te va mal. En el fútbol tenés que ser extremadamente fuerte mentalmente y tolerar el fracaso. Tener los pies bien plantados al piso. Porque la mayoría de las veces, al futbolista no le va a ir bien. Campeón sale uno. Los ‘normales’ tenemos subidas y bajadas, y hay que tener cierto equilibro emocional para no creérsela cuando metés muchos goles y para que cuando no, no seas el peor jugador del mundo”.