Enamorarse es suspender temporalmente la razón. Abandonar la lógica, el juicio, la agudeza. El enamoramiento es impermeable a las críticas. A las señales de peligro. A las advertencias. A las sospechas. La única certeza -si es que hay- es la ilusión. El amor quizá sea otra cosa, más vinculada a la organización y la administración de las posibilidades. De alguna manera, el enamoramiento es parecido a la fe. Ser hincha es un estado de enamoramiento constante.

No sé en qué momento nos enamoramos de la selección. De esta selección. Y ella se enamoró de nosotros. Siempre se quiere a la selección. Pero enamorarse es otra cosa. Quisimos mucho a la selección que dirigió Diego. Pero en realidad el enamoramiento era con él. Quisimos un montón al equipo de Sabella. Tenía todo para enamorar. Funcionaba. Había cariño mutuo, genuino, sin destrato, respetuoso. Pero no. Como esas veces que la otra persona tiene todo el check que nos gusta pero hay algo que no funciona. Algo que no sabemos bien qué es pero que no nos logra conmover.

Y no por la derrota final. La selección de Sabella nunca nos empujó fuera de la racionalidad. Al contrario. Teníamos una relación voluntariosa. Queríamos querer. Las condiciones eran óptimas. Las cuentas nos daban perfecto. Messi, 27 años. Kun, bota de oro en la Premier. Mascherano, clave en el mejor Barcelona. Higuaín, máximo goleador, ídolo del Nápoli. Di María, campeón de la Champions con el Real Madrid. Sabella, prestigio, consenso y armonía. Brasil, decime qué se siente. La relación funcionaba, claro. ¿Pero qué tiene que ver el enamoramiento con la funcionalidad?

Fue una relación importante. Después de muchísimos años de vínculos fríos, casi operativos, mecánicos, la Selección de Sabella nos mostró que se podía, que nos podíamos volver a enamorar. ¿Quizá fuera el próximo mundial?

Mientras tanto, seguíamos:

Volveremos, volveremos,

volveremos otra vez

volveremos a ser campeones

como en el 86

Así cantamos, nostálgicos, durante 36 años. El último amor, la última referencia afectiva, ese lugar de donde nos agarramos para no caer en el nihilismo, en el desasosiego final. El eco del aguante, la hinchada que no abandona.

Fuimos a Rusia con nuevas expectativas, esas que siempre aparecen cuando se conoce a alguien. Rusia, esa cita fallida.

Y después de todo eso, nos volvimos a ilusionar. Mucho antes de que Montiel la cruzara en el último penal. Mucho antes de que Enzo sorprendiera al planeta con su clase. Antes de que Messi saliera a cazar bobos. Antes de que se sacara la cordialidad de buenazo cuando Lewandowski intentó saludarlo. Antes, en definitiva, de que pudiera tomar el legado de Diego. No hay corona para dos. Allá, Diego alentando a Lionel con Don Diego y con la Tota. Acá, la asunción de Lionel. El universo en orden.

¿Cuándo nos enamoramos de esta selección? No estoy seguro. Los orígenes de los enamorados son difusos. En algún momento de los inicios aparece la primera señal.  Ahora hay algo distinto. Y le cambiamos el nombre al otro. Necesitamos particularizarlo como alguien irrepetible. Le decimos como solo nosotros sabemos. Entonces, en la intimidad nacional, le dejamos de decir selección para decirle, con la certeza de la ilusión, Scaloneta. Con esas ganas de decirle a todo el mundo que estamos sintiendo algo extraordinario, gritamos.

  • ¡Súbanse a las Scaloneta!

Lo que pasa con la Scaloneta es más parecido a un romance del Siglo 19 que a los vínculos sexo afectivos del Siglo 21, donde el conflicto se llama clavado de visto y el horizonte utópico está trazado por la coordinación astrológica.

Este es un romance épico. De sacrificio y trabajo que nos dejan al borde del triunfo para, en un segundo, perderlo absolutamente todo. Perder para ganar. Y recién ahí, cuando la derrota final sea inevitable, revertirlo con un chispazo para conquistar el mundo. Porque, en definitiva, de eso se trata un romance. De lo inverosímil. De una ilusión. Bajar la luna de un chancletazo. Ganar la copa del mundo.

En ningún momento pensamos que esta relación se vaya a terminar. Somos conscientes que sí, que todo se termina. Como con todos los amores. Ya nos pasó. Lo sabemos pero no nos importa. Estamos enamorados. Como mi amiga Inés, pintora y poeta, a la que pocas cosas le interesan menos que el fútbol y que terminó acostada en el piso con un bajón de presión cuando Mbappé puso el 3 a 3.

  • ¿Y ahora qué hago con todo esto que siento por el fútbol?, me preguntó mientras caminábamos hacia la 9 de julio para esperar la pasada del micro.

O mi amigo Fede, que aportó la antena de TDA para que todos lo viéramos en casa sin el delay de Flow. Economista, Nacional Buenos Aires, militante de izquierda e intelectual, sólo se dejaba patinar -un poco- en la irracionalidad cuando jugaba la Argentina de Ginóbili. En un asado de ex compañeros del colegio, días después de la final, anunció su primer tatuaje:

  • Me voy a hacer las tres estrellas en el brazo.

La Scaloneta y nosotros, el movimiento nacional y popular de ilusión más grande de la historia. Un país enamorado. Muchos críticos de la pasión por el fútbol suelen repetir eso de qué les importa ganar o perder a los jugadores si son millonarios que viven en Europa. O incluso en los triunfos. Ellos ganan, vos no ganaste nada, estás mirando la tele. ¿Son millonarios? Si. ¿Lo vemos en un sillón de living o una silla de estadio? Si. ¡¿Y?!

La racionalidad puede volver difícil la conexión emocional. No ahora. No en esta final, donde los llantos de Di María espejaban todo lo que nos iba sucediendo. A mi, que veo, juego, y me emociono con el fútbol desde siempre. O a personas como Inés o como Fede, que se acaban de enamorar. Di María lloró cuando hizo el gol. Lloró cuando salió. Lloró con el 2 a 2. Lloró con el 3 a 2 nuestro. Lloró con el empate otra vez. Lloró cuando salimos campeones. En ese lugar estábamos, en ese péndulo eterno entre la muerte y la vida; entre la gloria y la hecatombe.

Hasta que al fin. Messi cruzó las manos mirando al palco donde estaba su familia. Gritaba “ya está, ya está”. Curiosamente nunca lo vimos llorar. Ni quebrado. Nunca superado por la situación. Ni cuando pasamos a la final ni cuando la perdimos dos veces ni cuando la terminamos de ganar después de morir. A mí, como a Di María, el llanto me asaltó de repente. Se me vino encima como una tormenta que no da tiempo para escapar de la playa. Una explosión. Parecida a la que tampoco pudo contener Scaloni cuando se abrazó con Paredes. Todos agarrados de la ilusión, esa certeza.

Menos Messi. En cada uno de los partidos se mostró certero, sólido, convencido de algo que a nosotros nos costaba asimilar. Cuando todos pensamos otra vez lo mismo. Estamos condenados. Ya está. Es así, no se puede. Cuando todo eso, Lionel caminaba tranquilo hacia su asunción. La victoria era inevitable. Messi jugó con la serenidad de quien conoce el advenimiento, la templanza de quien viene del futuro. Como diciendo no se preocupen, confíen, merecemos bellos milagros y ocurrirán.

Canta el Indio al principio de esa canción:

Llegó el «Telejuego con Chamanes»

Que puede curar todos tus males

Pata de palo, parche en el ojo que nos ve

Si vas apaleado o muy asexuado, sanarás

El domingo salimos de mi casa apenas terminó de hablar Scaloni en la conferencia de prensa. Rivadavia ya estaba colapsada de gente. La única organización giraba en torno a cantar “Muchachos” constantemente. Un sólo destino, el obelisco. Cuando estábamos llegando al Congreso, algo de la memoria colectiva hizo que se armaran columnas de manera natural, sin una orden ni un gesto. Un pueblo armado de organización. Avanzan las columnas de la Scaloneta. Los más pibes frenaban a los autos que querían cruzar la avenida. Los cantos ya no eran focos que se prendían y se apagaban. Ahora era un canto organizado, unísono, compacto. Lo mismo sucedió cuando llegamos a la 9 de julio. El reverso del 19 y 20 de diciembre del 2001. Esta vez las personas bajaban de los edificios y se sumaban a la marcha espontánea no con cacerolas sino con banderas, gorros, remeras, y cualquier cosa que sea celeste y blanca. Una fiesta popular, masiva y pública en movimiento, donde la desesperación, la urgencia, pasaba por abrazar la muchedumbre y saltar y volver a abrazarse, con la convicción de que esto es para siempre. Ilusionados, enamorados.